Capítulo 5.

Edmond.

El resplandor de las luces de disímiles tonos se pasean por su rostro. Los labios se le mueven animados y deja escapar varias sonrisas para los dos hombres que la rodean. No sé porqué dentro de todas las personas que hay en este club mi atención fue directo a ella. ¿Cómo puedo deshacerme de la extraña sensación que me causa si la encuentro en cada lugar? 

—¿Podrías dejar de ver a la ordinaria de la niñera?

La queja de Gísele hace que me gire hacia ella. Sigue molesta por lo de esta mañana, accedí a traerla a este sitio con la intención de que olvidara lo sucedido, pero el hecho de que Simone esté aquí hace que su enojo se acentúe. Me toma del brazo atrayéndome hacia ella con brusquedad. Odio cuando se transforma en una celosa maniática.

—No formes una escena, no te conviene, recuerda que hay paparazzis en cualquier parte.

—A ti tampoco te conviene que “la madre” de tu hija sea vista como una cualquiera, dejándose seducir por dos hombres, y mira…

Vuelvo mi atención a Simone, la sangre me hierve, «¡qué carajos hace oliéndole el cuello!». Sin pensarlo, voy directo hacia ellos, nunca imaginé que sería el tipo de mujer que cae tan fácil en la labia de un malnacido como Joseph Morel, todos conocen su estrategia, las seduce y luego las convence para acostarse con él y Charles. No permitiré que ella manche mi apellido, así tenga que sacarla a rastras del club. 

Él me ve, no tarda en saludarme. Llego a su mesa, Gísele se aferra a mi brazo, por un segundo olvidé que estaba conmigo. Joseph hace las debidas presentaciones, como si no nos hubiéramos visto nunca, como si no fuera la madre por contrato de mi hija y no compartiéramos la misma cama. Juro que sus dedos tiemblan aferrados al vaso que sostiene, evita mi mirada; me molesta esa actitud tan cobarde.

—Justo le hablaba a Simone sobre ti, Edmond. La chica es un diamante en bruto, acertó la pirámide olfativa del perfume que traigo. Podría ser muy útil en tu compañía si le dieras la posibilidad de empleo.

No me molesto en disimular la expresión de incredulidad y burla hacia ellos, quiero que Simone levante la cabeza, que sus ojos choquen con los míos, que note que lo que pienso de ella, junto a la palabrería de este tipo, son puras patrañas. Además, me ofende que esté buscando otro trabajo, sabe que está atada a Éline y a mí, ¿acaso quiere escapar de nosotros? ¿Piensa irse con él?

—¿En serio? Tendría que comprobarlo —digo, me da curiosidad hasta dónde está dispuesta a llegar.

—Claro que sí, amigo, siéntense; y juguemos —la sonrisa pícara de Joseph delata sus intenciones.

—¿Juguemos? —inquiere Simone dirigiéndose a él.

—Sí, bonita, es una vieja costumbre que tenemos. Jugamos a adivinar el perfume del otro, quien acierte puede tomar lo que quiera del portador de la fragancia. 

Ella se asombra, mira a su alrededor como si buscara a alguien con gesto de auxilio.

—¿A dónde fue Ingrid? —pregunta haciendo que Charles se encoja de hombros.

—Es muy divertido, señorita —le digo, ella por fin me mira—. Si lo hace bien podría conseguir el empleo.

Mi juego es con ella, uno muy personal, la sangre me hierve al ver que no se desploma, que sigue altiva, mostrando su indiferencia disfrazada de timidez, no me engaña, conozco a las de su tipo, las que le siguen el juego a hombres como Joseph no valen más que las migajas que ellos mismos ofrecen. Quiero acercármele y preguntarle si dar su cuerpo a dos desconocidos es el precio por tener su soñado empleo en mi compañía, y si ese fuera el caso… «No es a ellos a quien debería entregarse…» 

El juego empieza, una ronda de tragos es traída a la mesa. Bebo el mío de un sorbo y pido otro, la garganta me arde, Joseph no tardó mucho en tomar la muñeca de Simone y adivinar el aroma, besó el dorso de su mano. El otro fue directo a Gísele, adivinó uno de los componentes de su perfume por lo que esta le permitió que besara su hombro. Cuando llega el turno de Simone, juro que puedo oler su nerviosismo, una extraña actitud que se contrapone a todo lo que me ha hecho pensar hasta ahora. Es el amigo de Joseph quien ofrece la piel de su cuello, ella se aproxima dudosa, aspira y acierta.

—¿Qué quieres de mí? —pregunta Charles con picardía

—Na… Nada…

Las palabras se le traban en la garganta, me resulta una mala actuación, cosa que a él divierte, pues no tarda en lanzarse a su boca, deja un beso escurridizo en ella. Algo dentro de mí arde, amenaza con explotar, no entiendo la razón, o más bien, no quiero verla, admitir que estoy celoso sería una derrota por parte de Simone; no lo permitiré, es ella quien debería temblar por mí. 

—Mi turno —digo y me le acerco.

Sus ojos conectan con los míos, las mejillas se lo tornan rojas, «me gusta esa reacción» Voy directo al lado izquierdo de su mandíbula, ella se echa hacia atrás, quiere huir, pero no la dejo. Mi nariz roza su piel, saboreo el aroma de toda el área, desde el lóbulo de la oreja hasta el pómulo; siento el ardor en este, la inconstancia en su respiración, disfruto cada segundo.

—Tu fragancia es floral, las notas del corazón son de jazmín; es bastante común y barata; ya veo porqué no fuiste un reto para ninguno de estos hombres —susurro lo último.

Ella me encara, intenta replicarme, pero no la dejo; me lanzo hacia su boca como un depredador, reclamo el premio sin preámbulos. Enredo nuestras lenguas, el sabor dulce impacta en mis papilas, «deliciosa, jodidamente deliciosa». Quiero ir más profundo, degustar cada partícula mentirosa de esos labios que sonríen a otros hombres, que fingen no conocerme. Cuando intento aferrar mis manos a su cintura ella me empuja, nos vemos por unos segundos, es asco lo que revela su semblante. 

—Necesito ir al baño —musita antes de salir corriendo.

—Creo que tomaste más de lo que ella estaba dispuesta a darte, Edmond.

La sonrisa torcida de Joseph hace que apriete mis puños. Me pongo de pie, voy tras ella. ¿Cómo se atreve? Deja que estos sujetos la ahoguen en falsos elogios, con promesas que debe concretar en su cama y ¿quién la repugna soy yo? ¡No acepto su rechazo! 

Abro la puerta del baño, no hay nadie excepto Simone, paso el seguro, no quiero interrupciones. Ella enjuaga su boca con agua, se sostiene del lavabo como si fuera a caerse. Me aproximo, la respiración es agitada e irregular, su perfil delata palidez en la tez. Mantiene los ojos cerrados apretados con fuerza como si quisiera borrar alguna escena de su mente. 

—¿Tanto asco te doy, Simone?

Da un brinco al escuchar mi voz, sus párpados se abren, fija la mirada asustadiza en mí como si fuera un borrego y yo la bestia que le clavará los dientes el cuello y degollará sin piedad.

—¿Edmond? —parpadea—. Eres tú… —suspira, no entiendo tal reacción.

—¿Querías que fuera Joseph? Lamento decepcionarte.

—No, claro que no —siento un tinte de enojo en su voz—. No deseo que sea nadie, quiero que me dejen en paz.

—Ja; a otro con esas mentiras, no me creo tu papel de santurrona. Ya sé lo que eres, Simone, el tipo de juego que te gusta.

—No sabes nada, Edmond… Deja de molestarme, ve con tu novia.

—¿Para que te arrojes a los brazos de ese imbécil?

Intenta pasar por mi lado pero la intercepto. Mantiene el rostro bajo, coloco mis dedos sobre su barbilla, la obligo a levantarlo. Los ojos castaños que tanto me intrigan están enrojecidos. No recupera el color en las mejillas.

—Solo quiero marcharme, no deseo nada con ninguno de esos hombres.

—No te creo.

—Poco me importa que no me creas, Edmond, ¿cuál es tu afán? ¿Por qué me besaste sabiendo lo que somos?

—Porque parece que a ti se te olvidó lo que somos, Simone. No te permito que prefieras a otro hombre antes que a mí; me perteneces.

Sin más me arrojo hacia su boca. Tomo posesión de ella donde nadie nos ve, succiono con fuerza, sin dejarla ir a pesar de sus intentos de apartarme. Muerdo su labio inferior, lo estiro, me deleito con el gemido que escapa de su garganta. La pego más a mí, el calor de mi cuerpo aclama el de ella.

—Sabes a alcohol y a mentiras, hueles a jazmines baratos —susurro.

—Si tanto te molesto no entiendo por qué te aferras a esta cualquiera, por qué no me dejas ir.

—Me intrigas demasiado, Simone; hay algo en ti que me resulta familiar, extraño, que me da ganas. Dime qué es y te dejo libre.

—¿Cómo podría, Edmond? Apenas te conozco.

—Entones deja que te bese y lo averigüe —rozo mi nariz con la de ella—. Será la última vez, lo prometo.

Siento el permiso en sus extremidades al relajarse, no necesito más respuesta. Vuelvo a los labios dulces que me permiten abrirme paso entre ellos. Acaricio su lengua con la mía, lento y fuerte, busco contestación a lo que esta mujer me hace sentir. Es absurdo que me tome tantas molestias con ella, solo es la madre por contrato de mi hija, con la que no debería tener ningún tipo de contacto carnal, sin embargo, me cuesta dejar de pensarla. Me enciende su roce, su sabor, el olor único que sobresale debajo de esa colonia barata. Todo es borroso, embriagador, dominante. 

La llama se aviva cuando ella se aferra a mi camisa, su boca comienza a luchar contra la mía queriendo guiar el beso a un ritmo más suave. Se deja ir, me encanta, me deleita que quiera tomarme con calma, disfrutarme como yo lo hago. Se lo permito, lento y profundo nuestras bocas se engullen, mis manos se aferran a su cintura ella pasa los brazos sobre mi cuello; como si fuéramos dos enamorados, dos actores de telenovela que se han amado de por vida, no es el tipo de besos al que estoy acostumbrado, pero es el que ella degusta con ganas. 

La aparto con delicadeza, un latigazo me recorre el pecho al ver el estado de su rostro, las mejillas encendidas, las pupilas esconden deseo debajo de la vergüenza que exponen, parece una adolescente enamorada; no es esto lo que busco, no es la respuesta que quiero, esta no es la mujer ordinaria que vi en toda la noche.

—Me has hecho cambiar de opinión, Simone; puedes irte.

—Soy yo quien ha cambiado de opinión contigo, Edmond. No vuelvas a acercarte a mí nunca más; no de esta forma —dice antes de salir corriendo del baño.

Me observo en el espejo, doy tiempo a que huya o me veré en la obligación de volver a besarla, esta vez en frente de todas las personas que nos rodeen; y no es lo correcto; no; no puedo caer por la indiferencia de una mujer a la que le pago para que cuide a mi hija.

Vuelvo al salón principal. Pido un whisky doble en la barra, lo bebo de un sorbo. Gísele viene a mí con pasos rápidos. Está furiosa, no es para menos, pero hace mucho dejó de importarme lo que piense.

—¡Eres un malnacido, Edmond! Vas detrás de esa perra, ¿no? ¿Qué hiciste con ella? 

—Te tengo dos opciones, y ninguna te va a responder las preguntas. Una, te vas conmigo para hotel, la otra, me dejas en paz para buscar una mujer que pase la noche conmigo.

La dejo con la palabra en la boca. Salgo del club, voy al estacionamiento, escucho el ruido de sus tacones siguiéndome.

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