Las tres siguientes no fueron mucho mejores. Todas encajaban en el perfil físico que él exigía —no había duda de que la agencia sabía lo que quería—, pero ninguna poseía lo que yo buscaría en una niñera que tuviera que cuidar de mi futuro sobrino o sobrina, criterio que yo había establecido para el proceso de selección. Una tenía un máster de Columbia en desarrollo infantil, pero su mirada se apagó cuando le describí los detalles que diferenciaban ese trabajo de los que había desempeñado hasta entonces. Otra había salido con un jugador famoso de la NBA, lo cual, en su opinión, le había ayudado «a hacerse una idea de qué representa la fama». No obstante, cuando le pregunté si había trabajado alguna vez con hijos de gente famosa, arrugó instintivamente la nariz y me informó de que «los hijos de la gente famosa siempre tienen graves problemas».¡Fuera!La tercera y más prometedora se había criado en Manhattan, acababa de licenciarse por Middlebury y quería trabajar un año de niñera para a
—¡¿EMILIA?! Sonó como una pregunta, pero yo estaba únicamente concentrada en intentar dilucidar si él mezclaba los nombres siguiendo una pauta concreta. Al principio creía que lo hacía para humillarme, pero luego me dije que seguro que ya estaba satisfecho con el grado de humillación que soportábamos y solo lo hacía porque no podía molestarse en decir correctamente algo tan poco importante como los nombres de sus asistentes. Así me lo había confirmado Eliza cuando me contó que Markus la llamaba por su nombre la mitad de las veces y por el mío o el de Emilia, la antigua ayudante, la otra mitad. Eso me hizo sentir mejor. Otra vez me temblaba la voz. ¡Maldita sea! ¿Tan difícil era conservar un mínimo de dignidad con ese hombre? — Realmente, no sé por qué tanto alboroto por encontrar el número de móvil del señor Lagerfeld cuando lo tengo aquí delante. Me lo dio hace cinco minutos, pero se cortó la comunicación y no consigo marcarlo correctamente. —Dijo esto último como si el mundo en
Al final, el telefoneó otras seis veces entre las seis y las nueve de la noche( o sea, entre las doce y lastres de la madrugada en Francia) para que le pusiéramos en contacto con personas que ya se encontraban en París.Trabajé sin incidentes hasta que fui a recoger mis cosas con la intención de marcharme a casa antes de que el teléfono volviera a sonar. Fue cuando me estaba poniendo cansinamente el abrigo cuando reparé en la nota que había pegado en la pantalla para no olvidar que debía hacer algo, LLAMAR A AXEL 3.30 Pm.Tenía la sensación de que todo me daba vueltas,mis lentillas se habían secado hasta convertirse en diminutas astillas de cristal y en ese momento la cabeza empezó a palpitarme con fuerza. No eran punzadas, sino un dolor nebuloso cuyo centro no puedes precisar pero cuya intensidad sabes que aumentará lentamente hasta que, una de dos, te desmayes o explotes.Entre la angustia y el pánico generados por las innumerables llamadas desde el otro lado del Atlántico había olv
—Contrátala —ordenó Markus tras conocer a Anna, la decimosegunda chica a la que entrevisté y la única que me había parecido adecuado presentarle.Anna era francesa (de hecho hablaba tan poco inglés que necesité a Samantha para que hiciera de t traductora), estaba licenciada por la universitaria de Sorbona y poseía un cuerpo alto y firme y una preciosa cabellera morena. Tenía clase. No temía llevar tacones de aguja en el trabajo y no parecía importarle el trato brusco de Markus.En realidad,también ella era bastante distante y brusca, y nunca miraba a los ojos. Siempre daba la impresión de estar una pizca desinteresada, y de ser sumamente segura de sí misma.Me llevé una gran alegría cuando Markus dijo que la quería contratar, no solo porque me ahorraba varias semanas de entrevistas a otras niñeras, sino también porque eso indicaba( aunque mínimamente) que yo empezaba a tomarle la vuelta a las cosas.Había llevado a cabo el pedido de la ropa sin apenas meter la pata. Él no dio lo que
Los actores-cocineros samurai rebanaron, cortaron y giraron cubos de carne mientras mi amiga y yo reíamos y aplaudíanos como niñas en un circo. Aunque me resultaba imposible creer que de verdad a ella gustara alguien, me parecía la única explicación lógica a su alegría, pero más me costaba creer que aún no se hubiera acostado con ese sujeto («¡Dos semanas y media viéndonos constantemente en la universidad y nada! ¿No estás orgullosa de mí?»). Cuando le pregunté por qué no le había visto por el apartamento, sonrió con orgullo y respondió: «Porque todavía no le he invitado. Estamos yendo despacio». Acabábamos de salir del restaurante y Lily me estaba contando divertidas historias que Chico pintor le había contado cuando Christopher Collins apareció frente a mí.— Yessica, la encantadora Yessica. Debo reconocer que me sorprende que seas aficionada al suchi… ¿Qué pensaría tu jefe de eso? —preguntó socarronamente mientras deslizaba su brazo sobre mi hombro.—Bueno, verás… —El tartamudeo
El amigo de Layla ya tenía una mano en la cintura de ella y parecía totalmente seducido. No era momento de sutilezas, pensé. ¡Markus Preston acababa de masajearme el cuello con su boca!Sin hacer caso al hombre, cogí a Layla del brazo derecho y me volví para arrastrarla hasta el sofá.—¡Yess, oye! —susurró, y liberó su brazo sin dejar de sonreírle al tipo. Deteniendome.—. No seas maleducada. Me gustaría presentarte a mi amigo. William, esta es mi amiga Yessica, quien no suele comportarse así. Yessi, te presento a William.Ella esbozó una sonrisa benévola mientras nos dábamos la mano.—Puedo preguntarte por qué me robas a tu amiga, Yessica —dijo William con una voz profunda que casi resonó en el espacio que nos rodeaba.Quizá en otro lugar, en otro momento o con otra persona me habría percatado de su cálida sonrisa, o de su caballerosidad al levantarse de inmediato y ofrecerme su asiento cuando me acerqué, pero de lo único que fui consciente fue de su acento británico. Poco importaba
—Hola. ¿Puedo, hablar con su redactor gastronómico, por favor? ¿No? ¿Y con un asistente de redacción o alguien que pueda decirme qué día salió determinada crítica de un restaurante? —pregunté a una recepcionista muy antipática del New York Times.Había contestado al teléfono ladrando «¿Qué?» y ahora parecía( o quizá no) que no hablábamos el mismo idioma. Mi perseverancia, con todo, dio su fruto, y tras preguntarle tres veces cómo se llamaba («No podemos dar nuestro nombre,señora»), amenazarla con denunciarla al director («¿Cómo? ¿Cree que a él le importa? Ahora mismo se lo paso») y jurarle con vehemencia que me personaría en las oficinas de Times Square y haría cuanto estuviera en mi mano para que la despidieran al instante («¿De veras? Ya ve lo que me preocupa»), se hartó de mí y me pasó con otra persona.—Redacción —ladró otra mujer de voz peleona.Me pregunté si yo daba esa misma impresión cuando atendía las llamadas en la oficina. Como mínimo aspiraba a ello. Resultaba tan desagra
Resultó que el noventa y nueve por ciento de la correspondencia era basura que Markus nunca llegaba a ver. Todos los sobres dirigidos al «Director» iban directamente a la gente que editaba las páginas de la sección de Cartas, pero muchos lectores eran tan astutos como para enviar su correspondencia a nombre de Markus.Yo tardaba unos cuatro segundos en ojear un sobre y comprobar si era una carta dirigida a él en lugar de una invitación a un baile benéfico o una nota de un amigo largo tiempo desaparecido, y ponerlo a un lado. Ese día, había toneladas.Cartas apasionadas de chicas adolescentes, amas de casa e incluso homosexuales (o, para ser justos, tal vez heteros muy pendientes de la moda). «Markus Preston, no solo eres el Dios del mundo de la moda, sino el rey de mi mundo», rezaba una. «No pude estar más de acuerdo con tu decisión de publicar el artículo sobre el rojo como el nuevo negro en el número de febrero. ¡Fue osado pero ingenioso!», exclamaba otra.Algunos lectoresse se quej