Un fantasma. Sigue siendo un espejismo. O esto es un sueño para Gerardo.—No juegues conmigo —es lo primero que dice Gerardo luego de una larga pausa donde, como si estuviese viviendo en el limbo, caminando por el fuego convertido en vidrio, su expresión deja de buscar alguna conmoción—, deja de mentir.—Sus besos son exquisitos, señor. Pero, ¿Nos conocemos de alguna parte? —ella continúa. Y cada palabra es otro cuchillo en el corazón irrefutablemente herido de Gerardo. ¿De que se trata esto? La mujer sonríe, acariciándose los labios.Ha estado soñando por meses con esa sonrisa. La belleza que ha deslumbrado a docenas de hombres, aquí, frente a él, tal como si hubiese oído sus súplicas en las noches para que volviera a él. Gerardo necesita tocarla, y lo hace, toca sus brazos para acercarla a él.—¡¿De qué estás hablando?! Altagracia, tú…—¿Altagracia? —la mujer pregunta incrédulamente—, ya lo comprendo —y descansa la mano en el pecho de Gerardo con ese toque seductor que empieza a enl
—Patrón, necesito hablar con usted lo antes posible —Luciano toca, con tono desesperado, la puerta de la oficina de Ignacio González—, es urgente, patrón.Abre la puerta de un solo tirón. Al encontrarse en la oscuridad mostrada , Luciano se coloca el sombrero rápidamente. Cuando observa al hombre sentando en el sofá, Luciano sospecha de qué algo ocurre.—Buenas noches, patrón.—No quiero qué nadie me moleste. Lárgate de mi oficina —Ignacio lanza el veneno justo hacia Luciano. Ojos frívolos observan al hombre recién llegado. Con un dedo, lo señala—. Sobretodo tú, que una maldita tarea te ordené hacer. Luciano no entiende a lo que se refiere. —Desaparecer a ese sucio niño de la faz de ésta tierra —sus palabras son de piedra—, ese niño que lleva la sangre de Gerardo Montesinos con la mujer que nunca debió haber tocado porque debía ser mía. Ese engendro qué nunca debió haber nacido —Ignacio lo agarra por el cuello—, dijiste qué la anciana se había ido muy, muy lejos de aquí. Hoy v
CAPÍTULO 25 LA VENGANZA DE LA NOVIA DESPRECIADALa satisfacción cubre el rostro de Altagracia al momento de darse cuenta que la expresión que estaba esperando por mucho tiempo está vívidamente plasmada en Gerardo Montesinos.Al finalizar sus palabras, Altagracia, ahora como Ximena para todo el mundo, estrecha las manos de unas cuantas personas más.Si las miradas lanzasen fuego, irónicamente, estuviese muerta en verdad. Gerardo Montesinos no le quita la mirada de encima.—¡Nos ha caído del cielo! Y más ahora que trae muy buenas recomendaciones. ¿Su compañía es recién nos decía, señorita Serrano?—Es recién, sí. Pero he tenido experiencias antes en el ámbito administrativo y de finanzas, así que nunca fue difícil abrir mi compañía —Altagracia le responde al amable señor—, como todas las cosas exitosas, surge poco a poco.—Mientras se trabaje arduamente, nada quedará pequeño —el socio se echa a reír y vuelven a brindar—, dígame, señor Montesinos, ¿Había escuchado antes de la señorita Se
La noche se fue tan rápido como ella, y entrada el amanecer, Gerardo jamás estado tan fuera de sí mismo. Es tan parecida y distinta a la vez.¿Qué es esto? ¿Un espejismo? ¿Alguna pesadilla? ¿Siquiera está cuerdo? No fue a dormir anoche a la hacienda. Se quedó en Mérida, en su oficina, para pasar el malestar, la rabia y la incredulidad. Camina por la oficina de un lado al otro, con las manos en la cintura. ¿Qué está pasando? ¿Acaso nadie es capaz de ver lo que él? ¿Ha perdido la cabeza ya?—Vaya, no fuiste a dormir —Fernando interrumpe su soledad austera. Entra a la oficina y se toma el tiempo de cerrar la puerta—, supongo que…—No digas nada —Gerardo finalmente expele. Rabia, dolor, todo se mezcla—, no digas ni una sola palabra. No estoy de humor. —He de saber una cosa, Gerardo —Fernando se acerca al escritorio. Sólo coloca lo que trae en la mesa—, ¿Sigue en pie tu deseo de volver Los Reyes y Santa María una sola hacienda?—Sí —Gerardo no titubea al contestar. En su ro
Todo el tiempo en la penuria sólo ha aumentado la rabia en Altagracia. Soledad Reyes tiene todo el peso de su odio desde que Aracely dejó éste mundo. La relación con su hermana era pesada, distante, pero la intromisión de Soledad en sus vidas fue la gota que derramó el vaso.—Le advierto una cosa —Altagracia tensa la mandíbula, y utiliza un tono de voz despectivo—, no se atreva a insultarme porque en una próxima vez no responderé.Soledad suelta una risa fanfarrona.—¿Y tú eres? ¿Alguien en medio de la calle rodeada de sólo hombres? —el comentario es sexista, tanto, que Altagracia espera el momento en el que Soledad se le ocurre decir otro comentario—, no creo que-Soledad se calla. Altagracia utiliza la fuerza acumulada por la rabia para así atestarle la primera cachetada.—Jamás en tu vida vuelvas a dirigirte a mí de ésta manera. ¿Estás loca? ¿Acaso me conoces? ¿Acaso yo te conozco? ¡¿Ya está listo el auto?! —Altagracia se da la vuelta. De sus poros brota la cólera. No debe caer en
—¿¡Cómo que otro hombre adoptó al niño?! ¿¡Acaso no repetí una y otra vez que quería que Matías llevara mi apellido?! —Gerardo explota de la rabia. Sin embargo, al darse cuenta qué Sergio está presente agarra una fuerte respiración—, quiero al niño de vuelta. —Lo lamento mucho, señor Montesinos. Pero necesito qué se calme ahora. Haremos todo lo posible para qué éste malentendido se arregle, y, y —Imelda une sus manos, demostrando un enorme pesar—, le explicaremos al señor Montesinos, bueno, al señor Rafael qué ocurrió un enorme error.—Usted y yo teníamos un acuerdo, señora Imelda. Matías tendría mi apellido, yo lo adoptaría. Vine con mi hijo para hacer los últimos trámites y lo que recibo es que Rafael Montesinos ahora es el padre legal y tiene la custodia total de Matías —Sergio se acerca a sus piernas, abrazándolo. Gerardo controla el tono de voz por su hijo. Suspira, cierra los ojos y regresa nuevamente con Imelda—, tiene días para arreglar esto, señora Imelda. No permitiré otr
—No sé lo que usted está diciendo —Altagracia vuelve a dar otro paso hacia atrás, convencida de que lo que escuchó fue sólo producto de su imaginación—, debe estar confundida.—Tendrás tus motivos para no decir la verdad, pero yo quiero oírlas, hija —la señora Aleida agarra sus manos. La familiaridad del contacto es tal que Altagracia siente unas grandes ganas de llorar—, sólo necesité verte —unos dedos cariñosos acarician la mejilla de Altagracia—, para darme cuenta que eres tú, Altagracia. No puedes mentirme a mí. Soy tu abuela. Conozco tus secretos, niña. Y sé quién eres.Al quedarse enmudecida, Altagracia tiembla de pies a cabeza. Las palabras se esfuman, y con ello también la valentía. Su abuela la crío junto a sus hermanas. ¿Cómo pudo creer que podía mentirle a su propia abuela? Aún así se queda en silencio, y las frágiles y temblorosas manos de la señora Aleida se llenan de lágrimas.Su abuela llora.—¿Por qué lo hiciste, Altagracia? ¿Por qué has mentido con tu muerte…?—Yo no
—No está a la venta. Yo fui quien cuidó éste lugar cuando Altagracia se olvidó de ella. Así que ni usted no tiene razones ni motivos para quedarse aquí, ni siquiera para comprar Villalmar, y se acabó —Juan Carlo ha adoptado una actitud muy diferente a la que vio aquel día que lo encontró. Así que ésta es su verdadera cara. Está arraigado en no escuchar ni siquiera al licenciado Torres—, pueden tomar sus cosas y marcharse.—Sí. Puede qué Mariana, la madre de mis nietas, te haya adoptado como un hijo, pero ha pasado mucho tiempo de nuestro duelo y Azucena no quería saber nada de herencias, y respetamos su decisión —la señora Aleida da un paso hacia al frente—, el licenciado Torres puede explicar en sus palabras de abogado lo qué se hace en tal caso.—No hay necesidad, y lo he dejado muy en claro ya —Juan Carlo insiste, mirando a Altagracia con ojos de rabia—, ¿Qué parte no entienden qué Villalmar no está a la venta? Todos afuera de mi casa.—Qué bueno que menciones que ésta casa es tuya