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Llegamos a la aldea poco antes del atardecer. Dos o tres osas con sus oseznos merodeaban por el linde del bosque, y tan pronto olieron lobos, huyeron a refugiarse en las casas que ahora ocupaban.

Desierto y silencioso, el pueblo parecía un fantasma escapado de un sueño cuando nos internamos por la calle principal hacia el norte, las casas cerradas, puertas y ventanas tapiadas, los talleres abandonados.

Pronto aparecieron varias figuras allá adelante, a un centenar de metros de la plaza, a saludarnos con las manos en alto. Bardo llegó planeando y se adelantó para volar en círculos sobre Ragnar y los suyos. Los cachorros lo siguieron corriendo, y sólo entonces advertí la gruesa soga que cruzaba la calle, lo bastante baja para que cualquiera la pasara sin necesidad de saltar.

Un momento después estábamos en la plaza, y desmonté apresurada para caer en brazos de Ronda primero, y las dem&aac

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