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—Comienza a hacerle masajes espinales —le indiqué, riendo por lo bajo con ella.

Mientras ella lo masajeaba suavemente, yo intentaba guiarlo con mi mente.

Nos llevó un buen rato, pero al fin tuvimos éxito.

Para nuestra sorpresa, Malec se descubrió tendido boca abajo en la cama y se apresuró a sentarse. Se miró las manitos, se tocó los pies, nos miró con ojos muy abiertos y se echó a llorar desconsoladamente.

Risa se volvió hacia mí desconcertada.

—¡Guau! —gimió Malec, tratando de imitar un ladrido.

—Creo que quiere volver a estar en cuatro patas —le dije a Risa, observándolo—. ¿Quieres ser lobo, hijo?

—¡Lo! ¡Guau!

—Bien, deja de llorar y presta atención.

El bebé obedeció como si hubiera entendido cada palabra. Y quizás as&iacut

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