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CAPÍTULO 2 – Una visita conyugal.

La semana posterior al maldito encuentro que había tenido su padre con aquellos cinco matones, y que había cambiado la vida de Camila por completo, resultó ser una completa agonía para ella. Cada día que pasaba, la ansiedad no había hecho más que apoderarse de ella, al punto en el que por momentos no había podido siquiera respirar con normalidad. La incertidumbre de a qué tenía que enfrentarse la había carcomido por dentro y, ahora, sentada en el asiento trasero de aquel coche de vidrios tintados, se sentía aún peor.

En ese instante, sus dedos, impacientes, jugueteaban con el borde del falso certificado de matrimonio que le había dado el líder de la banda, ni bien se había montado en el coche, a unos metros de la entrada de su casa. Sin embargo, cuando le preguntó que significaba aquello, más que aclarar sus dudas, su respuesta enigmática las acrecentó, por lo que decidió no indagar más y limitarse a permanecer sentada, prácticamente inmóvil, en el asiento trasero del vehículo.

Intentando distraerse, para no imaginar los peores escenarios posibles, observó el certificado de bodas en el que figuraba su nombre completo: Camila Goodwin, y el de un hombre totalmente desconocido para ella; un tal Alex Johnson. Debajo de cada nombre, había dos fotos, una de ella y otra de aquel hombre misterioso. La sonrisa confiada y los ojos penetrantes de aquel sujeto le hacían sentir incómoda, pero, sobre todo, le transmitía una familiaridad que no era capaz de explicar.

 ¿Acaso lo conocía? Y si era así, ¿de dónde?

Con el ceño fruncido y los ojos fijos en el acta de matrimonio, se esforzó al máximo por encontrar una respuesta a aquellas preguntas. Sin embargo, antes de que siquiera pudiera hallar una pista, por mínima que fuera, el coche se detuvo abruptamente con una sacudida, rompiendo el silencio y sacándola de sus cavilaciones.

Desviando los ojos del papel, miró a través de la ventana, donde una imagen desconocida se extendía más allá del cristal.

Una prisión imponente se erguía frente a ella, y sus muros altos parecían tocar el cielo, coronados por alambres de espino electrificados que relucían con una amenazante energía. La estructura, fría y desolada, emanaba una sensación de opresión y desesperanza, como si el simple acto de acercarse a ella fuera suficiente para sofocar cualquier esperanza de libertad. Los muros de piedra grisácea estaban marcados por el paso del tiempo y la indiferencia, testigos silenciosos de los sufrimientos que albergaban en su interior.  

El hombre a su lado, que había permanecido en silencio, se volvió hacia ella con una expresión severa. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecían buscar algo en los profundos abismos de los de ella. Sin decir una palabra, su mirada era suficiente para comunicar una advertencia silenciosa: era mejor no hacer preguntas.

—Es la hora —dijo con voz imperativa.

Ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una sensación de peligro inminente que la hizo retroceder de manera instintiva. La imponente figura del hombre a su lado contrastaba con la fragilidad de su propia existencia en aquel lugar.

Sin saber qué hacer, Camila reunió valor y preguntó:

—¿Una prisión? —Su voz temblaba por los nervios y el frío la calaba pese al calor del verano—. ¿Qué se supone que debo hacer aquí?

El hombre a su lado la miró con severidad, como si evaluará si merecía una respuesta.

—Baja y pide la visita conyugal con Alex Johnson.

—¿Qué? —preguntó, abriendo los ojos sorprendida.

«¿Visita conyugal? ¿Eso significa que…?», se preguntó para sus adentros, sin atreverse a decirlo en voz alta.

—¡Vamos, no pierdas tiempo! —la apremió—. Recuerda que la vida de tu padre depende de tu comportamiento.

Camila tragó saliva, sintiendo el peso de la responsabilidad aplastándola. Sabía que no podía darse el lujo de dudar, que la vida de su padre pendía de un hilo y ella era su única esperanza, pero, aun así...

La idea de perder su virginidad siempre había sido algo lejano, y siempre había imaginado que sería un momento único, de amor y cuidado, y no que sería en la frialdad de una celda. Sin embargo, las circunstancias habían cambiado drásticamente y se encontraba en una encrucijada de un destino que no había elegido pero que había aceptado.

Camila recordaba las conversaciones con sus amigas sobre el amor y la intimidad, los planes para el futuro y las ilusiones compartidas. Nunca había imaginado que la realidad pudiera ser tan diferente, que la vida le tendría reservado un giro tan cruel y despiadado.

Sin embargo, pese al malestar que aquello le producía, no le quedaba más alternativa que aceptar las consecuencias de sus actos, por lo que, tras inspirar profundamente, asintió en silencio y abrió la puerta del coche. La sensación del aire cálido de la tarde la envolvió, recordándole la gravedad de la situación en la que se encontraba. Sin mirar atrás, se dirigió hacia la entrada de la prisión, con pasos firmes pero llenos de ansiedad.

Cuando llegó frente al guardia, este la observó con suspicacia mientras ella le explicaba el motivo de su visita, y le mostró el falso certificado de matrimonio con manos temblorosas, consciente de que todo dependía de la veracidad de aquel documento. Sin embargo, la mirada del hombre era inexpresiva, como si estuviera acostumbrado a recibir visitantes con historias complicadas y mentiras bien elaboradas.

—¿Es tu primera vez aquí? —preguntó con un tono amable, pero un tanto monótono.

—Sí —respondió Camila, intentando ocultar el temblor de su voz—. Recién me animé a hacerlo… —dijo, intentando mantener la compostura.

El guardia asintió como si entendiera más de lo que ella se atrevía a decir.

—Las primeras veces siempre son difíciles, pero estará bien —dijo, intentando consolarla antes de dejarla a solas en la sala de espera.

La habitación era pequeña y austera, con paredes desnudas que reflejaban la luz tenue que provenía de una lámpara de techo oscurecida por el polvo. El único mobiliario era una mesa de metal anclada al suelo, cuya superficie estaba marcada y desgastada por años de uso y de abandono. Sobre la mesa, había un único objeto: un viejo reloj cuyo tic-tac resonaba en la habitación, marcando el paso del tiempo de manera implacable.

Sin embargo, Camila sintió que para ella el tiempo se había detenido, mientras sus pensamientos se agitaban en un torbellino de dudas y temores.

Cuando ya había perdido la noción del tiempo, los pasos del guardia resonaron en la sala, rompiendo el silencio tenso que la envolvía y sobresaltándola. Al entrar, su figura imponente parecía llenar el espacio, y su voz grave resonó en la habitación al informarle:

—Puede pasar.

Cada palabra caló en la mente de Camila, aumentando su temor y haciendo que su corazón latiera desbocado en su pecho.

Sintiendo que sus piernas se habían convertido en gelatina, se puso de pie y, tambaleante, siguió al guardia por el pasillo, hacia una puerta que se encontraba al final de un largo pasillo.

Cada paso que daba era como si estuviera caminando hacia el abismo, sintiendo como si cada uno la llevara más cerca de una sentencia inevitable. El miedo la envolvía, paralizándola casi por completo.

La idea de lo que estaba por suceder la llenaba de un terror angustiante. No era solo el acto en sí, sino lo que simbolizaba: su intimidad invadida por un completo extraño, la vulnerabilidad de su situación, y la falta de control sobre su propio destino.

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