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CAPÍTULO 3 – Entre la dignidad y el sacrificio.

Los pasillos de la prisión se extendían como un laberinto de ecos y sombras, sumiendo a Camila en un mundo que nunca había imaginado conocer. Cada paso la llevaba más adentro, hacia la oscuridad de aquel lúgubre lugar. El sonido de sus propios pasos resonaba en las paredes de concreto, mezclándose con el murmullo distante de los reclusos, haciéndola sentirse desamparada.

—Es aquí —le informó el hombre, inexpresivo, cuando llegaron frente a una solitaria puerta de metal gris y oxidado.

Camila tomó una respiración que intentaba ser profunda, pero que se quedó corta, atrapada por la ansiedad que le oprimía el pecho. Aunque sabía, en teoría, lo que podía esperar al otro lado de aquella puerta, no podía ni siquiera imaginarlo con precisión. El terror la invadía, haciéndola temblar por dentro. Sin embargo, se obligó a mantener la compostura. No podía permitirse flaquear.

—Solo tiene dos horas —le indicó el oficial, mientras ella dudaba, con la mano en el pomo de la puerta.

Al oír sus palabras, su corazón comenzó a latir con aún más fuerza y el nudo que se le había formado en la garganta, amenazó con asfixiarla.

«No puedo dar marcha atrás», se dijo, intentando hacer a un lado sus sentimientos.

Por lo que, pensando en su padre, en la promesa que se había hecho, en la vida que aún esperaba recuperar, abrió la puerta y cruzó el umbral hacia lo que le aguardaba en el interior.

Al otro lado de la puerta, Camila se encontró con una habitación austera, donde la luz fría de un solitario foco apenas lograba disipar las sombras que se aferraban a las paredes. En el centro de la estancia, una mesa y dos sillas ocupaban el espacio, destacando en la desnudez del entorno. Un hombre se encontraba sentado en una de las sillas, y su presencia imponente llenaba la habitación de una tensión palpable. Sus ojos se encontraron en un instante, y en ese breve contacto visual, el mundo pareció detenerse, como si el tiempo mismo hubiera decidido pausar su curso.

La realidad que se desplegaba ante sus ojos era mucho más impactante de lo que había anticipado. El hombre frente a ella era considerablemente mayor que en la foto del falso certificado de matrimonio. Tenía al menos treinta y cinco años, una década más que ella. Sin embargo, a pesar de la diferencia de edad, su presencia resultaba atractiva. Sus rasgos finos, su cabello oscuro y sus ojos azules, tan claros como el cielo despejado, ejercían una extraña fascinación y magnetismo sobre ella.

Sin embargo, bajo esa apariencia atractiva, Camila percibía una sombra de algo más oscuro y perturbador. Había algo en él que le producía un profundo rechazo, una sensación de inquietud que le erizaba la piel y le hacía desear alejarse de él lo más rápido posible. Era como si su propio instinto le advirtiera del peligro que representaba aquel hombre, pero, a pesar de ello, se vio obligada a permanecer allí, enfrentándolo, sin otra opción que seguir adelante con lo que había comenzado.

Después de que el guardia cerrara la puerta con un estruendo sordo y se alejara, dejándolos a solas en la fría habitación, el hombre se acercó a Camila con pasos lentos y calculados. Su mirada penetrante la atravesó, como si intentara escudriñar cada rincón de su alma.

—¿Eres la hija de James Goodwin? —preguntó con una voz grave y profunda que rompió en el silencio, haciendo que un intenso escalofrío recorriera la espalda de Camila.

Ella asintió, mientras sentía que un nudo de ansiedad le apretaba la garganta, haciéndole imposible hablar.

—Interesante que tú hayas sido la prostituta que me han conseguido... —murmuró el hombre, más para sí mismo que para ella, con una sonrisa que no alcanzaba a ocultar su lascivia.

En verdad, aquello era sorprendentemente agradable. Una oportunidad que no pensaba dejar pasar.

La crudeza de sus palabras hizo que Camila se sintiera repugnada, pero se obligó a mantener la compostura, sin dejar que su expresión mostrara el torrente de emociones que la invadían.

Camila se sintió desconcertada, sin saber cómo reaccionar ante la repentina actitud del hombre. Su mente se nubló por un momento, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, antes de que pudiera hacer o decir algo, el hombre se abalanzó sobre ella, envolviéndola en un abrazo que la hizo sentir atrapada y vulnerable.

—Es mejor que comencemos. El tiempo es oro, cariño —repuso Alex, con una voz que intentaba sonar suave pero que en verdad se oía con una autoridad que no admitía réplicas.

Podía sentir el temor que invadía a aquella muchacha y eso lo hacía sentirse aún más excitado. Sin lugar a dudas, aprovecharía el momento al máximo.

Camila, sintiéndose atrapada en una pesadilla que superaba cualquier horror que hubiera imaginado, dejó que el hombre comenzara a la acariciarla con una familiaridad que la llenó de repulsión, explorando cada centímetro de su cuerpo con una intensidad que la hacía temblar.

Sin embargo, a pesar de la lucha que libraba en su interior, Camila era consciente de lo que estaba a punto de suceder. Estaba a punto de perder su virginidad y, lo que era más doloroso, su dignidad. Sin embargo, recordó por qué estaba allí. Era por su padre, por su hermana y, de alguna manera irónica, también por ella misma.

—¿Quién eres? —preguntó, sin poder contenerse.

—Eso ahora no importa —respondió él, mientras besaba su clavícula y comenzaba a quitarle la ropa—. Ya habrá tiempo para presentaciones.  Ahora tu cuerpo es mi prioridad. Por un momento, eres mi «esposa» —dijo, poniendo énfasis en esa última palabra—, y debemos comportarnos como marido y mujer.

Divertido por la situación, Alex, poco a poco, la guio hacia el camastro, que se encontraba contra una de las paredes de la diminuta habitación, y la obligó a recostarme sobre el duro colchón.

Camila se sintió irremediablemente incómoda, al encontrarse desnuda frente a él, un completo desconocido, de quien solo sabía su nombre: Alex Johnson.

En un abrir y cerrar de ojos, Alex se recostó sobre ella, abriéndole las piernas, para, un segundo más tarde, juguetear con su dedo en su intimidad.

«Sin lugar a dudas, esto es mucho mejor de lo que esperaba», pensó Alex, esbozando una sonrisa cargada de deseo, pero también de algo mucho mayor: anhelo de venganza.

—¿Eres virgen? —preguntó, buscando confirmar lo que ya sabía.

Camila, sin saber muy bien qué hacer, tragó saliva y se limitó a asentir. ¿Qué sentido tenía mentirle?

Tras confirmar sus sospechas, Alex, extasiado, penetró a aquella tierna y dulce muchacha, sintiendo que tenía el poder. Siempre lo había tenido.

Al sentir aquel brusco contacto, Camila no pudo evitar gritar de dolor, por lo que Alex se apresuró a taparle la boca con una mano.

—No, cariño, no grites. Al menos no por ahora. ¿No querrás que el guardia piense que te estoy haciendo daño? —Sonrió con lascivia, con sus cristalinos ojos oscurecidos.

Decidiendo dejar sus pensamientos a un lado, Camila se dejó llevar por las caricias y los movimientos expertos del hombre, sintiendo una extraña atracción hacia él, que la confundía y la asustaba. Parecía como si estuviera fuera de su propio cuerpo, observando todo desde lejos, como si nada de lo que sucedía fuera real.

Pero era real. Lamentablemente, lo era.

A pesar de todo, sintió que el deseo crecía dentro de ella, horrorizándola y avergonzándola al mismo tiempo. En lo más profundo de su ser, sabía que aquello no era lo que quería, que estaba allí contra su voluntad y que su virginidad estaba siendo arrebatada como precio por la vida de su familia.

«Cuando salga de aquí, me iré y no volveré a ver a este hombre», se repetía, una y otra vez, en un desesperado intento por encontrar un poco de consuelo en medio de la oscuridad que la rodeaba.

Él no era su esposo. Era solo un extraño, un hombre que le había sido impuesto como parte de un trato cruel y despiadado. Y, aunque intentara convencerse a sí misma de que todo sería diferente cuando saliera de esa habitación, en el fondo sabía que las cicatrices nunca sanarían por completo.

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