2: El Rey Solitario

Ya era tarde esa misma noche, el cielo que hasta hacía unas horas lucía despejado, salpicado en estrellas, ahora se veía nublado por una infinidad de nubarrones negros, anunciando la llegada de una fuerte tormenta. El invierno había llegado, traía consigo un aire frío del norte que le brindaba a las noches una frescura ya casi intolerable.

A pesar del furioso y helado aire que batía las ramas de los árboles y los arbustos de aquel jardín, el rey se encontraba allí de pie, afuera, frente a los veinticinco arbustos de camelias perfectamente podados y cuidados. Observando las bellísimas flores blancas que cuidaba como si fueran el más preciado tesoro.

Su mente sin embargo estaba enfrascada en otra época, una antigua, tan antigua como él, aquella época en la que podía contemplar de cerca la sonrisa más hermosa que algunos ojos tuvieran la dicha de disfrutar. Pero eso había sido mucho tiempo atrás, pues el destino no fue bondadoso consigo y su amada.

Una lágrima rebelde rodó por su mejilla, recordándole que el dolor jamás desaparecería, que estaría ahí, clavado como una espina en su corazón por toda la eternidad que le quedase por vivir sin ella.

—Su alteza. —Una voz a sus espaldas llamó su atención, sacándolo de sus recuerdos y regresándolo a la cruda y triste realidad.

—¿Qué sucede?

—No debería estar usted afuera con tal clima.

—Da igual, no me enfermaré si eso es lo que te preocupa —respondió de forma sutil, sin nada de fuerzas o ánimo.

Con el pasar del tiempo sentía que perdía cada vez más las fuerzas, desfallecía y temía no poder soportar más antes de perder la cordura. El dolor era demasiado, inconmensurable.

—Señor, en dos días comenzará la selección de los marcados.

—Lo sé, pero como cada año no tengo interés alguno.

—Quizás debería tratar de encontrar alguien que pueda hacerle compañía. Lamento ser quien diga esto pero su búsqueda parece cada vez más imposible.

—Hay muchas cosas imposibles, pero sé que la encontraré.

—¿Qué lo hace estar tan seguro? Esa persona puede estar en cualquier parte del Imperio, entre millones de ciudadanos, no conoce su nombre, ni siquiera su rostro, no sabe nada.

—Está cerca, eso lo sé.

—¿Por qué?

—Porque tengo esa sensación en mi interior, como cuando tienes algo que quieres justo frente a ti y no puedes tenerlo, esa impotencia y dolor, justo así me siento.

—Hago todo lo posible por encontrarla, pero es difícil.

—Has más, mucho más, nunca dejes de buscar —ordenó pero su voz sonó más como una súplica.

—Como usted ordene, majestad. —El hombre hizo una reverencia antes de marcharse.

Aquel guardia era una de las personas de confianza del rey Kyros, su mano derecha se podría decir. Desde su inicio en el palacio se había ganado el aprecio del rey, por lo cual fue el elegido para llevar a cabo la búsqueda que llevaba años haciendo el monarca.

La soledad de Kyros comenzaba a ser abrumadora incluso para los que lo rodeaban. Nadie fuera de palacio conocía la identidad del rey, aquel era un secreto que debía permanecer siempre dentro de los altos muros, por ello jamás salía o siquiera se asomaba fuera. Todo lo que respectaba al pueblo se le era informado, y así dirigía desde las sombras, pero desconociendo en su totalidad la situación de su gente fuera de los muros del castillo.

Con la mirada hacia el cielo dejó ir un sollozo tan roto como su corazón, entonces susurró al aire de una manera cómplice y herida aquellas palabras que guardaba para sí mismo cada día:

—¿Dónde estás? Te he buscado por tanto tiempo que siento que ya no podré soportarlo más. Te extraño demasiado, mi preciosa flor de invierno.

...

Lieve pegó un brinco en su cama, logrando que así los oxidados muelles emitieran un chirrido en respuesta. Su corazón latía desbocado y su respiración era un caos de jadeos entrecortados y suspiros.

Se pasó una mano por su rostro húmedo, dándose cuenta de que estaba surcado en lágrimas. No entendía lo que había sucedido, ni porqué lloraba, quizás había tenido alguna pesadilla, pero era incapaz de recordar lo que soñaba antes de despertar tan abatida.

Era extraño.

Tan extraño como la frase que había escuchado justo antes de despertar, como si alguien hubiese susurrado tiernamente en su oído:

«Te extraño demasiado, mi preciosa flor de invierno. »

Al recordar aquellas palabras un escalofrío ascendió por su espina dorsal, causando que su cuerpo se estremeciera. Miró sus manos, temblaban y habían palidecido, además de lo frías que se tornaron en instantes.

Fuera cual fuera el sueño que la despertó, debió ser muy doloroso, al menos eso creyó la joven antes de volver a dejarse caer acostada en su pequeña y vieja cama.

La madrugada se hacía más y más profunda, quizás faltaban solo un par de horas o menos para el amanecer, aún así Lieve no lograba conciliar nuevamente el sueño. A pesar del grandísimo agotamiento que tenía su cuerpo, de lo débil que se sentía debido a la posible anemia que sufría, todo eso no fue suficiente para combatir el insomnio causado por la pesadilla que no era capaz de recordar.

Se removió a un lado, luego a otro, comenzaba a sentirse irritada sobre aquella cama sin poder dormir. Quería que el tiempo pasara rápido y poder ver el sol abrirse paso en el cielo, para salir de su pequeño cuartucho.

El Distrito 0 era cada vez más peligroso, incluso para sus mismos habitantes, pero los que peor suerte corrían eran los forasteros que se atrevieran a entrar aunque sea por curiosidad.

Años atrás todos los omegas desterrados que allí convivían tenían una gran paz, pero cuando el hambre comenzó a arreciar y todos a ver sus familiares morir, la gente se tornó salvaje, y las nuevas generaciones despiadadas, siendo así que no dudaban en robar o matar de ser necesario. Era un todo o nada por sobrevivir.

Pasaron de ser un barrio marginado a una comunidad de criminales, así que los pocos mercaderes que se atrevían a ingresar al Distrito para vender uno que otro producto, habían desistido luego de ser asaltados. Todos temían a los omegas de la Zona Muerta, ya no eran solo escoria, ahora eran como animales rabiosos, así los veían los ciudadanos y por supuesto los dirigentes ni se inmutaban. Seguramente solo esperaban a que en un par de años más terminaran por extinguirse.

Debido a tales inhumanas condiciones, era que muchos de los omegas más jóvenes caían en las falsas promesas de los proxenetas, esos que venían desde la ciudad capital buscando incautos a los cuales engañar y prostituir, pagándoles una miseria que los tuviera conformes y quedándose con la mayor parte del dinero.

Otros, los más hermosos, podrían considerarse “suertudos”, si se les podía llama de ese modo claro está. Esos tenían la esperanza de cada dos años participar en la famosa Selección de los Marcados, nombre estúpido que recibía aquel degenerado programa de reproducción implantado por los alfas gobernantes.

Si bien debido a la escasez de alfas que nacían en Rhevnar, se amenazaba la estabilidad de la sociedad clasista, nacer siendo uno te llevaba directamente a la cima. Serías venerado por la sociedad y vivirías en la capital o cualquiera de las otras grandes y ricas ciudades del Imperio, sin preocuparte por nada más que embarazar omegas en busca de procrear a más de su jerarquía. O si eras una mujer alfa tendrías una vida similar a una reina.

Con ese objetivo se llevaba a cabo la selección. Las omegas más bellas, jóvenes, vírgenes y obviamente fértiles, tenían la oportunidad de presentarse a palacio, allí eran rigurosamente seleccionadas un pequeño número de ellas, que serían destinadas a los alfas que las eligieran, para así poder procrear uno o más hijos para él, todo esto por supuesto en busca de un bebé alfa. Si por alguna casualidad concebías un omega serías desechada y otra ocuparía tu lugar como siguiente fábrica de bebés.

Aquel sistema le parecía repugnante a Lieve, era a causa de eso que jamás se había siquiera planteado participar en algo así, a pesar de las muchas sugerencias que recibía para hacerlo, pues todos aseguraban que sería elegida debido a su belleza.

¿Cómo podrían pedirle algo así a ella?

Todos eran conscientes del inmenso odio que sentía hacia los gobernantes y el rey. Incluso se había jurado a sí misma que si algún día tenía la mala suerte de estar frente a él, no dudaría en darle una buena golpiza, aunque eso significase una inminente muerte.

Ella prefería morir antes de verse pisoteada o permitir que alguno de esos bastardos le pusiera la mano encima.

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