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Cap. 1 El impetuoso rey Edward

“El ímpetu de su carácter era similar a la violencia de un mar embravecido”

Edward era un hombre apuesto a rabiar, su cabello era entre dorado con mechones rubios y sus ojos eran azul plomizo, regalo de su madre, según le habían dicho; además de ser un versado guerrero y amante de las armas. Analizaba una espada que le habían traído desde el oriente con suma atención examinaba el peso de la misma.

—Es más ligera y delgada…—miraba el diseño—demasiado ligera.

—Se necesita técnica para manejarla, señor—dijo su mejor amigo Rob—creo que deberías pedir maestros de oriente que te enseñen la técnica.

Eso no le gustó y dijo molesto.

—Una espada es una espada, si manejas una, manejas todas.

La Reina Madre se acercó a ver a su brillante nieto muy entretenido con las armas. Desde su perspectiva era un hombre grande, de espaldas anchas, se notaba su diferencia en clase y arrojo. Lo escuchó decir.

—Si manejo el peso de la misma lograré dominarla—tomaba el escudo—es fuerte, me encanta el labrado.

—Edward…

Él giró su mirada y vio a su abuela con su corte.

—Edward, tenemos que hablar.

—Ahora estoy ocupado.

Nada, ni se movió la mujer, era inamovible y entonces se viró ante ella con infinita paciencia.

—Abuela, ¿deseaba hablar conmigo?

—Así es querido nieto… Debemos hablar sobre tú… Descendencia.

—¿Mi descendencia?—movía la espada—mi descendencia está muy bien.

La anciana le dijo molesta:

—Edward, no tienes descendencia, ese es el problema, por eso he pensado en que ya es hora de que busquemos una digna esposa para ti.

A Edward se la escapó de la mano la espada y se clavó en el piso cerca de la Reina Madre.

—¿Una reina?

—Una esposa y una madre de un heredero.

¿Reina? ¿Heredero? Eso era demasiado para él, su abuela añadió.

—Eres un poderoso rey y los dioses te dieron el favor de la belleza y el éxito, pero no puedes gobernar solo, debes tener una reina acorde a tu grandeza.

Edward entonces le dijo a su abuela.

—No he pensado en eso…

—Por eso es mi deber como tu consejera opinar por ti.

Edward se quedó cortado ante sus palabras y la Reina Madre le dijo:

—Envié por información sobre hermosas princesas, dignas de este trono.

—No necesito una esposa, puedo gobernar como rey absoluto.

—Ningún rey puede hacerlo—fijó sus ojos en Rob, mano derecha de su nieto—que te lo explique tu hombre de confianza.

Entonces, después de lanzarle la bomba encima, se retiró con su corte y Rob le dijo:

—Será difícil persuadirla del tema.

—¿Casarme? Solamente eso me faltaba…—dijo molesto.

Rob lo miró sorprendido y le preguntó:

—¿En tus planes no está el matrimonio?

Edward dijo seguro:

—El mejor matrimonio que puedes hacer es con el poder y tener de amante al miedo.

Entonces sonrió imaginándose la escena: poder hermosa y seductora mujer en su alcoba y al miedo entrando en poca ropa, con cabello negro azabache… Qué orgía que se darían los tres.

—Edward, Edward…

Él salió de su pensamiento y miró a Rob bastante preocupado.

—Todo rey necesita un heredero.

—Es cierto, pero no hay mujer que me cautive para reflexionar en una descendencia.

Bien, Edward no se caracterizaba por ser el hombre más cordial y galante con el sexo femenino, es más, cuando alguien le caía mal… Cielos, como esa pobre hija del Duque de Siena.

—Edward, ella es la duquesa de Siena-se la habían presentado.

—Señor—se inclinó ante él—a sus órdenes.

Eso le interesó y preguntó a la bella dama.

—¿En serio estás a mis órdenes?

La joven lo miró sorprendida y volvió a inclinarse ante el solemne.

—Por supuesto, su alteza.

—Bien, entonces ladra.

Era un pedido poco común y la joven debió mirarlo con desconcierto. No complacer al rey era peligroso, él esperó su gesto de fidelidad y entonces sucedió lo más bochornoso para ella y para todos los que lo presenciaron: la joven comenzó a ladrar como perro delante de todos. Sí, así era Edward, nada de flores, cuando algo no le caía, no le caía y ahora le exigían matrimonio, no imaginaba todo lo que eso implicaría para él.

Una joven llamada Acsa

Acsa era una bella señorita cuya belleza se hallaba cubierta por el color tiznado que el carbón y el humo le daba a su hermosa piel, sus cabellos largos y castaños los recogía en una pañoleta y tal vez era lo único que no tenía cenizas en ella. Trabajaba en los fogones de un mesón, se encargaba de preparar el guiso de cordero y algunos platillos que eran el deleite de los comensales. En ese momento le decía al ayudante que tenía.

—Quiero que le pongas una rama de esto, solo una rama, si exageras se pudre todo.

El chico asintió nervioso. En ese momento entró Hilda, la dueña y ordenó.

—Acsa trae verduras del huerto para el guiso de carnero y no te demores.

En la parte trasera del mesón tenían un huerto en donde crecían varios vegetales y las hierbas para aderezar los platos que se servían. Era un camino bastante agradable, porque había flores como manzanillas y jazmines que crecían a los lados y le daba colorido y aroma a su trayecto.

Entonces se topó con Ilena, la hija de su jefa. En comparación a ella, Ilena nunca estaba sucia, es más, no conocía sobre el calor de un horno o de trabajar en los fogones, pues era la señorita de la casa y se esperaba de ella un buen matrimonio o algo glorioso; lo que ella, una huérfana sin dinero no podía aspirar a no ser que algo espectacular pasase.

Normalmente, Acsa la ignoraba, pues no tenían un tema de conversación, ni una amistad. De Ilena solo recibía burlas o miradas despectivas y esa mañana no sería distinto.

—Acsa, te ves bien, tal como una empleada se debe verse, pobre y sucia.

—Hola, Ilena.

—¿No te cansas de la vida miserable que tienes?—la seguía.

—No—se detuvo—soy feliz.

Le dio risa sus palabras y le comentó para fastidiarla.

—Pienso que no puedes ser feliz sin nada, todas las chicas pronto nos casaremos con buenos hombres y tú seguirás en el mesón secándote con el fuego.

 Acsa la miró despectivamente y le dijo a la petulante muchacha.

—Para ser la hija de una mesonera, hablas como si fueras la reina.

Ilena hizo un respingo sorprendida de su respuesta y la miró indignada y Acsa añadió.

—Cuando seas la reina hablamos.

Procedió a ir a la huerta. Podía soportar muchas cosas, menos la petulancia de la gente que no tenía tanto como ella.

Acsa vivía en una casucha en las afueras junto a su primo Gerald y eran felices a su modo, aunque siempre venía bien algo más… Pero ese más no aparecía.

Era domingo y por ende el único día que Acsa y su primo tenían para pasarla bien. La joven aprovechaba para ir al río y darse un merecido baño y su primo para pescar y asar pescado a orillas de él.

 Ese día salieron temprano con una cesta de comida, dispuestos a pasar el mejor domingo del mundo cerca del río.

Acsa aprovecharía para lavar su ropa y quitarse todo el carbón que pudo acaparar esos días.

Cerca de allí crecían unas Decamerón, unas flores de tonos intensos y que al frotar sus pétalos despedían un olor nauseabundo, pero que en proporciones adecuadas era bueno como ungüento para aliviar dolores.

 Acsa se deleitaba con los colores de esas flores, le daban al entorno un tono encendido.

—¿Por qué Dios le dio un olor tan desagradable a tan bellas flores?

—Puedo preguntar lo mismo con respecto a Ilena, le dio belleza y un corazón hediondo.

Ella rio y comenzó a colocar el mantel y le dijo a su primo.

—Olvídate de ella, hay muchas chicas que son mejores y que saben hacer guisos.

Su primo sacó el anzuelo y entonces le dijo a Acsa.

—¿Cómo quieres tu pescado?

—Asado y con especias.

Ese era su momento y lo iba a aprovechar intensamente, se metió en ropa interior al agua. Sintió que esta le devolvía la vida, que los fogones le quitaban. Pasó una mano por su cuello restregándose todo el hollín y carbón posible, se sumergió hasta lo más hondo que pudo para poder sentirse llena de una nueva energía. Emergió y nadó hasta una roca en donde crecía un grupo de Decamerón de tonos rojos. Las cortó con sumo cuidado e hizo un adorno que colocó en su cabello, luego hizo otro y de repente tenía una corona de flores rojas en su cabeza. Jugaba cerca de la orilla, allá donde el agua era más clara y pequeños bancos de peces de colores se escondían entre las rocas, para ella era un deleite asustarlos alzando las rocas y verlos huir despavoridos hacia otra. Fue en ese instante cuando escuchó el ruido de caballos acercándose. Algo estaba a punto de pasar y Acsa se escondió para mirar al jinete que andaba solo, lo vio mirar al río con atención y le escuchó decir:

—Aquí está bien.

La joven estaba detrás de unas rocas desde donde podía verlo perfectamente: era apuesto, diferente a los hombres que solía ver por el mesón, sus mechones dorados lo hacían ver encantador y cuando vio que el sujeto se bajaba los pantalones y sacaba su miembro para orinar en el río, quedó perpleja.

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