Kaelan
Observaba cada rincón del bosque con detalle. Los susurros de las hojas y el eco de criaturas en la distancia parecían acompañar mis pensamientos oscuros. Habían pasado siglos desde aquella noche en que la perdí, pero su rostro, su esencia, su perfume aún persistían en mi mente. Como una marca indeleble en el lienzo de mi memoria, ahí seguía, intacta, Sarada. Ella había sido mi luna, la única capaz de calmar la tormenta que habitaba en mí. Desde su muerte, aquel vacío permanecía en mi interior, como si su ausencia fuera un lamento constante que el tiempo no podía acallar.
Con un suspiro, me cubrí con una piel de zorro y bajé desde el castillo hacia la fogata donde mi manada se reunía. Ellos charlaban y reían, absortos en la calidez del fuego y en la camaradería que nos unía. Al verme, los murmullos cesaron, y todos los ojos se posaron en mí. Sentía el peso de sus expectativas; para ellos, yo era el alfa, el líder, la roca que jamás debía mostrar signos de debilidad.
—Amo Kaelan, ¿va a algún lado? —me preguntó uno de los más jóvenes con curiosidad.
Mis ojos se posaron en él; era un muchacho enérgico, lleno de vida y admiración por cada aspecto de nuestra existencia. Aquello me recordaba a mí mismo en mis primeros años como lobo.
—Voy a dar una vuelta por el bosque, revisar si alguna criatura intenta cruzar nuestros territorio —le respondí con calma.
De inmediato, varios de ellos ofrecieron acompañarme, como si la simple idea de dejarme ir solo les resultara impensable. Pero en el fondo, sabía que se trataba de su lealtad inquebrantable, un lazo que habíamos forjado con el tiempo y las batallas compartidas.
—Descansen, chicos. No necesito a todos —les dije, en un intento por asegurarles que no era una carga que ellos debían llevar. Sin embargo, Ágata, una de las lobas más fieles de la manada, se acercó con una expresión de preocupación y tomó la iniciativa de acomodar mi abrigo, dejando un beso en mi mejilla antes de darme espacio.
—Así está mejor, mi amo. Debería cuidarse —murmuró, con una mezcla de ternura y respeto en su voz.
Su gesto me hizo sentir nuevamente el peso de lo que significaba ser su líder. Habia noches en las que se metia en mi alcoba, y como hombre no la rechazaba sin embargo yo no sentia nada por ella. Aún no habia llegado la mujer que remplazara los recuerdos de mi luna, mi amada Sarada.
—Bien, debemos irnos.
—Puedo acompañarte.
—No, Ágata.
—Amo yo ire con usted soy uno de los más fuertes.—Asentí mirándolo con una sonrisa forzada.
Mientras ellos se preparaban quedé mirando cada detalle de este lugar. Ellos quisieran aliviarme la carga, como si no pudieran ver que aún el alfa podía necesitar su soledad. Aquella constante expectativa de ser el líder inquebrantable… como si no fuera permitido para mí mostrar debilidad alguna.
—Me gustaría ir a tu lado.
—No, ya te dije no puedes estar verca de mi. Pasar unas noches juntas no te da derecho de permanecer a mi lado. Solo es cosa de momento.—Ella bajó la cabeza negando.
Tenía que alejarme de Ágata. Quería actuar como si fuera mi mujer sin embargo yo no la tenia como esa intención. Era hora de dejarle claro las cosas.
Iniciamos el recorrido, y, al poco tiempo, varios miembros de la manada se transformaron en lobos, disfrutando de la libertad que la noche ofrecía a sus formas verdaderas. Sentí una punzada en el pecho al verlos, pues yo, en cambio, prefería mi apariencia humana. La transformación, algo tan natural para ellos, últimamente me debilitaba, como si algo dentro de mí estuviera roto. No entendía bien por qué; sólo sabía que en mi forma humana, me sentía más fuerte. Era como si el sello que Sarada colocó sobre mí antes de morir me hubiera cambiado, dejándome más humano que lobo.
Uno de los jóvenes notó que me detenía en medio del camino y se acercó, con una sonrisa en el rostro.
—¿Está bien, amo? Quizá sea la edad… —se atrevió a bromear, sin percatarse de que sus palabras llevaban una pizca de verdad.
—¿La edad? —le respondí, tratando de ocultar una sonrisa.
—Bueno, señor, usted tiene más de quinientos años, y ya sabe… los huesos no son los mismos —añadió, con una risa nerviosa.
Le di un leve golpe cariñoso en su pelaje, recordándole que, aunque mi cuerpo era viejo, mi espíritu seguía siendo el de un guerrero. Pese a todo, sabía que mi conexión con mi forma lobuna se debilitaba con el paso de los años, como si aquella esencia que alguna vez compartí con Sarada estuviera desvaneciéndose.
Después de horas de correr, finalmente encontramos un punto alto donde pudimos observar el horizonte. Desde allí, el vasto bosque se extendía hasta donde alcanzaba la vista, con sus colinas y sombras, delimitando nuestro territorio con el de los humanos. Instintivamente, mi mano fue a la cadena de oro en mi cuello, un recuerdo tangible de Sarada, algo que ella misma me colocó en su día de agonia y que nunca he podido quitarme. Años atrás, intenté arrancarla y fue imposible. Incluso Ágata, hace poco, intentó hacerlo por mí, pero una fuerza la lanzó hacia atrás. En ese momento comprendí que esa cadena era un símbolo de que, aunque ella ya no estuviera aquí, su espíritu aún vivía conmigo.
—Amo Kaelan, ¿qué hay al otro lado de este bosque? —me preguntó Killer el chico, señalando hacia la frontera.
—Humanos —respondí, con la mirada fija en el horizonte, como si en esa simple palabra estuviera el eco de mil advertencias. Y de donde provenía mi luna.
—¿Son como nosotros? —inquirió, con una mezcla de curiosidad e inocencia.
—No. Ellos no tienen bestias en su interior, y desconocen nuestra existencia. Está prohibido cruzar la línea roja. Algunos cazadores aún poseen flechas de plata, y eso representa un peligro para todos nosotros. Es una ley que jamás debemos quebrantar, y la razón es simple: no debemos mezclarnos con humanos.
El chico pareció reflexionar por un momento, antes de murmurar:
—Perdón por la curiosidad, pero… escuché que su esposa fue una humana…
Mis puños se cerraron al instante. Sentí cómo mi sangre hervía y mis ojos verdes se tornaban rojos, mostrando mi ira contenida. Sarada no era un simple recuerdo; era una herida que aún sangraba en mi interior. Hablar de ella, especialmente de esa forma, era un atrevimiento que no estaba dispuesto a tolerar.
—¿Quién te dijo eso? —mi voz salió en un gruñido bajo y amenazante.
—Solo lo escuché, señor… uno de los ancianos de la manada mencionó algo, pero no fue con mala intención.
Respiré hondo, tratando de calmarme. No me agradaba que hablaran de Sarada, y su memoria no era un tema para que la manada discutiera libremente. Sarada había sido más que una esposa; era mi luna, mi fuerza, y aquella unión prohibida que aún atormentaba mi existencia.
Mientras los demás retomaban la vigilancia, me quedé en silencio, observando la línea que dividía nuestro territorio del mundo humano. Sarada era mi secreto, una memoria que llevaría hasta el final de mis días. Y aunque el tiempo pasara, aunque mis huesos envejecieran y el bosque cambiara, su recuerdo seguiría siendo mío y sólo mío, como la luna en la noche, inalcanzable, pero eterna.
Anya.La noche caía lentamente, y la cálida brisa del campo mecía las flores del jardín, envolviéndome en un aroma familiar que siempre encontraba reconfortante. Desde la entrada de la propiedad, esperaba a que Uriel apareciera con su lujos auto, pero los minutos se alargaban, y yo seguía allí, observando mis botas cubiertas de barro y mis guantes desgastados. Habían pasado meses desde la última vez que nos vimos, en la ciudad, donde todo era tan diferente. Sabía que Uriel, siempre tan pulcro y atento a los detalles, probablemente no entendería mi apego al campo. Pero esa era mi vida, y él lo sabía.Un peón se acercó cuando le hice una señal, y le pedí un poco de agua para lavarme las manos. En pocos minutos, trajo un balde con agua y jabón líquido. Me quité los guantes y comencé a lavar mis manos, disfrutando del agua fresca.—Gracias, Roger —le dije con una sonrisa.—A sus órdenes, patrona —respondió, inclinando la cabeza antes de alejarse.Me quedé de pie, inhalando el perfume de l
Kaelan Habíamos terminado de hacer las rondas de vigilancia, y ahora estaba con las manadas. Al regresar, subí a mi castillos, donde algunos de los sirvientes se movían en silencio, ordenando y preparando la cena. Justo en la entrada, uno de ellos me informó.— Señor, el anciano Raúl lo espera en su despacho.Agradecí con un gesto y me dirigí a la oficina. Raúl estaba ahí, observando las viejas fotografías enmarcadas y colgadas en la pared. Me senté frente a él y fui directo al grano. —¿Qué necesitas, Raúl?—Kaelan, ¿has escuchado sobre el vampiro que anda rondando? Ha estado atacando humanos que se adentran en el bosque.—Estuve en vigilancia, pero no vi nada inusual. ¿Estás seguro de que no es un rumor?— respondí con interés, ya que los humanos rara vez se acercaban a nuestro territorio sin permiso. Sin embargo ellos quizás no sabían de nuestra existencia.—Lo sé de buena fuente—, afirmó Raúl, con el ceño fruncido. —Hay vampiros aliados con algunos lobos de clanes foráneos, y esos
Anya.Mientras Úriel revisaba su teléfono con evidente aburrimiento, yo sentía cómo me hervía la sangre. Estaba a punto de estallar para que se fuera de una vez y me dejara en paz. Me sentía como un volcán a punto de erupciones.—Este lugar apesta —indicó sin rodeos, mirándome con aburrimiento —. Creo que no estás bien de la cabeza por querer vivir aquí.—¿Porque demonios viniste? —le respondí irritada—. No te entiendo, Úriel. ¿Cuál es el problema? Tú decidiste venir aquí.—Porque quiero estar contigo, Anya. ¿Es que no lo entiendes?—No, no te entiendo. Quiero entenderte, pero no lo logro. Me desconciertas —le repliqué, ya agotada por su actitud. Él me miró con esa sonrisa irónica que tanto detestaba.—Eres un caso perdido. ¿De verdad no ves lo que te pierdes en la ciudad? —insistió, gesticulando como si estuviera dándome una lección.—Úriel, ya te lo dije. No quiero la ciudad ni sus distracciones. Esto no va a funcionar si no puedes respetar mi vida aquí —le advertí, sin poder conten
Kaelan.Quería detenerme y parar esto que estaba a punto de suceder, estaba por quebrantar las reglas impuestas por nuestros grandes lideres. Mi mente luchaba por mantener la cordura, pero mi cuerpo no respondía; estaba atrapado en un deseo que no parecía mío. Sentía un impulso incontrolable hacia esta mujer que apenas conocía, una atracción ardiente que me hacía olvidar todo… incluso el motivo por el que había llegado a este lugar.Había venido para vigilar, para proteger a las mujeres de los posibles peligros, y ahora, irónicamente, era yo quien caía bajo el influjo de esta trampa. Había bebido el vino sin pensar, y la sospecha de que algún elixir oscuro de los vampiros lo había contaminado se asentaba en mi mente, pero mis pensamientos se deshacían en su cercanía.Cada caricia, cada susurro nos llevaba más allá, y a pesar de que intentaba mantener el control, mis instintos de lobo surgían, salvajes, difíciles de contener. Mi mente volvía a la imagen de aquella persona que perdí, aq
Anya.Ya era de noche sobre la aldea todo parecía tranquilo pero a la vez inquietante, envolviendo cada rincón con sombras danzantes y un frío que se filtraba por entre las rendijas de las ventanas y las puertas. El bosque, siempre ha sido un refugio para mí, hoy parecia un lugar extraño, casi extraño. Caminé con pasos ligeros de mi cabaña. Cada crujido bajo mis botas era un eco en la quietud, y mis manos, firmes, sostenían el arco con una naturalidad que mis músculos ya habían hecho suya.Las historias de mi abuela flotaban en mi memoria. —Los lobos no son como los animales comunes,— Me decía. —No caces en sus tierras, no te acerques al bosque de sangre, porque hay cosas que el hombre no debe intentar entender.—Niego mientras me detengo observando la noche y las luciérnagas haciendo camino alumbrandome.Los aldeanos siempre decían que las criaturas de la oscuridad, especialmente los lobos, eran guardianes de secretos que nosotros, los humanos, jamás deberíamos descubrir. Pero la ide
AnyaMiré mis manos una y otra vez, deseando soltar el poder oculto que anidaba en mi interior. Podía manejar a los demás, pero el que me haría más fuerte seguía dormido, reacio a liberarse. Me levanté de mi escritorio y salí al balcón, donde el campo se extendía ante mí, lleno de flores de distintos colores y aromas que embriagaban el aire. Las rayas de los caballos galopaban alrededor mientras mi mente era un torbellino de pensamientos y ansias. No sabía por qué me sentía tan atraída por ese lugar, pero necesitaba tiempo y, sobre todo, tener todo en orden en el rancho.Busqué al capataz, Jacinto, que estaba revisando las instalaciones.—Señor Jacinto, por favor, necesito que me cuente cuántas reses, toros, cabras y gallos hay. Necesito una buena estadística y contabilidad. Sobre todo las ventas de esta semana, todo el informe. Por otro lado, necesito que me vea si necesitamos más trabajadores.—Sí, señorita, a sus órdenes. —Asintió con respeto—. Mi hija María preparara el desayuno.