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3. Su esencia sigue conmigo.

Kaelan

Observaba cada rincón del bosque con detalle. Los susurros de las hojas y el eco de criaturas en la distancia parecían acompañar mis pensamientos oscuros. Habían pasado siglos desde aquella noche en que la perdí, pero su rostro, su esencia, su perfume aún persistían en mi mente. Como una marca indeleble en el lienzo de mi memoria, ahí seguía, intacta, Sarada. Ella había sido mi luna, la única capaz de calmar la tormenta que habitaba en mí. Desde su muerte, aquel vacío permanecía en mi interior, como si su ausencia fuera un lamento constante que el tiempo no podía acallar.

Con un suspiro, me cubrí con una piel de zorro y bajé desde el castillo hacia la fogata donde mi manada se reunía. Ellos charlaban y reían, absortos en la calidez del fuego y en la camaradería que nos unía. Al verme, los murmullos cesaron, y todos los ojos se posaron en mí. Sentía el peso de sus expectativas; para ellos, yo era el alfa, el líder, la roca que jamás debía mostrar signos de debilidad.

—Amo Kaelan, ¿va a algún lado? —me preguntó uno de los más jóvenes con curiosidad.

Mis ojos se posaron en él; era un muchacho enérgico, lleno de vida y admiración por cada aspecto de nuestra existencia. Aquello me recordaba a mí mismo en mis primeros años como lobo.

—Voy a dar una vuelta por el bosque, revisar si alguna criatura intenta cruzar nuestros territorio —le respondí con calma.

De inmediato, varios de ellos ofrecieron acompañarme, como si la simple idea de dejarme ir solo les resultara impensable. Pero en el fondo, sabía que se trataba de su lealtad inquebrantable, un lazo que habíamos forjado con el tiempo y las batallas compartidas.

—Descansen, chicos. No necesito a todos —les dije, en un intento por asegurarles que no era una carga que ellos debían llevar. Sin embargo, Ágata, una de las lobas más fieles de la manada, se acercó con una expresión de preocupación y tomó la iniciativa de acomodar mi abrigo, dejando un beso en mi mejilla antes de darme espacio.

—Así está mejor, mi amo. Debería cuidarse —murmuró, con una mezcla de ternura y respeto en su voz.

Su gesto me hizo sentir nuevamente el peso de lo que significaba ser su líder. Habia noches en las que se metia en mi alcoba, y como hombre no la rechazaba sin embargo yo no sentia nada por ella. Aún no habia llegado la mujer que remplazara los recuerdos de mi luna, mi amada Sarada.

—Bien, debemos irnos.

—Puedo acompañarte.

—No, Ágata.

—Amo yo ire con usted soy uno de los más fuertes.—Asentí mirándolo con una sonrisa forzada.

Mientras ellos se preparaban quedé mirando cada detalle de este lugar. Ellos quisieran aliviarme la carga, como si no pudieran ver que aún el alfa podía necesitar su soledad. Aquella constante expectativa de ser el líder inquebrantable… como si no fuera permitido para mí mostrar debilidad alguna.

—Me gustaría ir a tu lado.

—No, ya te dije no puedes estar verca de mi. Pasar unas noches juntas no te da derecho de permanecer a mi lado. Solo es cosa de momento.—Ella bajó la cabeza negando.

Tenía que alejarme de Ágata. Quería actuar como si fuera mi mujer sin embargo yo no la tenia como esa intención. Era hora de dejarle claro las cosas.

Iniciamos el recorrido, y, al poco tiempo, varios miembros de la manada se transformaron en lobos, disfrutando de la libertad que la noche ofrecía a sus formas verdaderas. Sentí una punzada en el pecho al verlos, pues yo, en cambio, prefería mi apariencia humana. La transformación, algo tan natural para ellos, últimamente me debilitaba, como si algo dentro de mí estuviera roto. No entendía bien por qué; sólo sabía que en mi forma humana, me sentía más fuerte. Era como si el sello que Sarada colocó sobre mí antes de morir me hubiera cambiado, dejándome más humano que lobo.

Uno de los jóvenes notó que me detenía en medio del camino y se acercó, con una sonrisa en el rostro.

—¿Está bien, amo? Quizá sea la edad… —se atrevió a bromear, sin percatarse de que sus palabras llevaban una pizca de verdad.

—¿La edad? —le respondí, tratando de ocultar una sonrisa.

—Bueno, señor, usted tiene más de quinientos años, y ya sabe… los huesos no son los mismos —añadió, con una risa nerviosa.

Le di un leve golpe cariñoso en su pelaje, recordándole que, aunque mi cuerpo era viejo, mi espíritu seguía siendo el de un guerrero. Pese a todo, sabía que mi conexión con mi forma lobuna se debilitaba con el paso de los años, como si aquella esencia que alguna vez compartí con Sarada estuviera desvaneciéndose.

Después de horas de correr, finalmente encontramos un punto alto donde pudimos observar el horizonte. Desde allí, el vasto bosque se extendía hasta donde alcanzaba la vista, con sus colinas y sombras, delimitando nuestro territorio con el de los humanos. Instintivamente, mi mano fue a la cadena de oro en mi cuello, un recuerdo tangible de Sarada, algo que ella misma me colocó en su día de agonia y que nunca he podido quitarme. Años atrás, intenté arrancarla y fue imposible. Incluso Ágata, hace poco, intentó hacerlo por mí, pero una fuerza la lanzó hacia atrás. En ese momento comprendí que esa cadena era un símbolo de que, aunque ella ya no estuviera aquí, su espíritu aún vivía conmigo.

—Amo Kaelan, ¿qué hay al otro lado de este bosque? —me preguntó  Killer el chico, señalando hacia la frontera.

—Humanos —respondí, con la mirada fija en el horizonte, como si en esa simple palabra estuviera el eco de mil advertencias. Y de donde provenía mi luna.

—¿Son como nosotros? —inquirió, con una mezcla de curiosidad e inocencia.

—No. Ellos no tienen bestias en su interior, y desconocen nuestra existencia. Está prohibido cruzar la línea roja. Algunos cazadores aún poseen flechas de plata, y eso representa un peligro para todos nosotros. Es una ley que jamás debemos quebrantar, y la razón es simple: no debemos mezclarnos con humanos.

El chico pareció reflexionar por un momento, antes de murmurar:

—Perdón por la curiosidad, pero… escuché que su esposa fue una humana…

Mis puños se cerraron al instante. Sentí cómo mi sangre hervía y mis ojos verdes se tornaban rojos, mostrando mi ira contenida. Sarada no era un simple recuerdo; era una herida que aún sangraba en mi interior. Hablar de ella, especialmente de esa forma, era un atrevimiento que no estaba dispuesto a tolerar.

—¿Quién te dijo eso? —mi voz salió en un gruñido bajo y amenazante.

—Solo lo escuché, señor… uno de los ancianos de la manada mencionó algo, pero no fue con mala intención.

Respiré hondo, tratando de calmarme. No me agradaba que hablaran de Sarada, y su memoria no era un tema para que la manada discutiera libremente. Sarada había sido más que una esposa; era mi luna, mi fuerza, y aquella unión prohibida que aún atormentaba mi existencia.

Mientras los demás retomaban la vigilancia, me quedé en silencio, observando la línea que dividía nuestro territorio del mundo humano. Sarada era mi secreto, una memoria que llevaría hasta el final de mis días. Y aunque el tiempo pasara, aunque mis huesos envejecieran y el bosque cambiara, su recuerdo seguiría siendo mío y sólo mío, como la luna en la noche, inalcanzable, pero eterna.

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