4. No sabía que hacer.

Anya.

La noche caía lentamente, y la cálida brisa del campo mecía las flores del jardín, envolviéndome en un aroma familiar que siempre encontraba reconfortante. Desde la entrada de la propiedad, esperaba a que Uriel apareciera con su lujos auto, pero los minutos se alargaban, y yo seguía allí, observando mis botas cubiertas de barro y mis guantes desgastados. Habían pasado meses desde la última vez que nos vimos, en la ciudad, donde todo era tan diferente. Sabía que Uriel, siempre tan pulcro y atento a los detalles, probablemente no entendería mi apego al campo. Pero esa era mi vida, y él lo sabía.

Un peón se acercó cuando le hice una señal, y le pedí un poco de agua para lavarme las manos. En pocos minutos, trajo un balde con agua y jabón líquido. Me quité los guantes y comencé a lavar mis manos, disfrutando del agua fresca.

—Gracias, Roger —le dije con una sonrisa.

—A sus órdenes, patrona —respondió, inclinando la cabeza antes de alejarse.

Me quedé de pie, inhalando el perfume de las flores y perdiéndome en los sonidos de la naturaleza que siempre me traían paz. Amaba este lugar, el campo, el trabajo al aire libre, todo lo que significaba vivir aquí. Estaba segura de que Uriel me reprocharía la suciedad en mis botas, las picaduras de mosquito, mi atuendo tan distinto de las prendas elegantes que solía usar en la ciudad. Pero poco me importaba. Yo no era esa muñeca delicada que él parecía desear. Había encontrado mi esencia, mi identidad en este espacio, y no estaba dispuesta a dejar que nadie me cambiara.

Finalmente, vi un coche acercarse por el camino de tierra. Uriel bajó y miró a su alrededor con un leve gesto de disgusto, claramente incómodo. Inmediatamente le dijo a su chofer que aparcara bien el auto, y yo reprimí una sonrisa. Cuando se acercó, trató de abrazarme, pero al ver el estado en que estaba, decidió simplemente tomarme la mano.

—Hola —saludé sin ganas.

—Me dan ganas de darte un buen abrazo y un beso, pero... tienes un poquito de lodo —comentó, sin poder ocultar su desagrado.

—Sí, estuve sembrando unas plantas —respondí con naturalidad, a sabiendas de que esto le molestaba—. ¿Vas a entrar o te quedarás aquí de pie? Huele a flores, a libertad, a paz... ¿no te parece?

—Vamos, cariño, te mostraré lo que te traje, pero primero... date una ducha —dijo, esquivando mi mirada y gesticulando hacia la casa.

Levanté una ceja, cruzándome de brazos. —¿Qué te pasa, Uriel? Esto es lo que soy. Tal vez en la ciudad me viste de otra forma, pero aquí soy esta, la que vive con botas llenas de barro y un sombrero para el sol.

Uriel suspiró y, en lugar de insistir, trató de suavizar su tono. —Tranquila, así eres tú... —expresó con un tono resignado—. Y yo soy quien soy, un hombre que aprecia las cosas... de otra forma.

Intentando contener mi exasperación, hice una señal al guardia para que cerrara bien la porton mientras el chofer de Uriel terminaba de aparcar. Entramos en la casa, y él se acomodó en el sofá, observando a su alrededor con esa expresión que mezclaba curiosidad y desaprobación.

—¿Y tu abuela? —preguntó tras un rato—. Supongo que está ocupada, como siempre.

—Sí, está en su oficina. Ella siempre tiene cosas importantes que hacer.

Él asintió, pero noté un leve rastro de sarcasmo en su sonrisa. —Sí, siempre tan ocupada. No me extraña que hayas salido igual, aunque quizás... solo te haya manipulado para que seas como ella.

Sentí cómo la irritación subía por mi pecho. —Mi abuela jamás me ha manipulado. Yo soy quien soy, y si vienes a esto, mejor vete.

Él intentó suavizar el momento, acercándose a besarme, pero lo esquivé, recordándole que andaba sucia. Aunque fingió entender, sus gestos seguían delatando su incomodidad. Me miró un momento, suspirando.

—Perdona, ya sabes cómo soy. Vine para quedarme esta noche y, quizás, algunos días más.

—¿Vas a quedarte? —pregunté, sorprendida.

—Sí, amor. Soy capaz de aguantar a los mosquitos de este condado por ti —replicó con su tono arrogante que me hacía hervir la sangre.

Reprimiendo otro suspiro, asentí, aunque en mi mente ya veía mis planes de pasar unos días en el bosque desmoronarse.

—Cariño, ¿en qué piensas? Estás en la luna —menciona con una sonrisa divertida.

—Nada. Voy a darme una ducha y luego hablamos.

Me dirigí a mi habitación, me quité la ropa sucia y la dejé a un lado, entre al baño, cerrando la puerta detrás de mí. Mientras el agua caía sobre mi piel, sentí un poco de molestia acumulado en mi interior, por otro lado, me sentía atrapada, sin saber que hacer con Uriel. Pensaba escaparme al bosque, disfrutar de mi tiempo a solas, y ahora tendría que quedarme.

Cuando terminé y salí del baño, lo encontré sentado en mi cama, observándome con una sonrisa.

—¿Por qué no tocaste la puerta? —dije, cruzándome de brazos.

Él se encogió de hombros, restándole importancia. —¿Tengo que pedirle permiso a mi novia para estar con ella?

—Ay, por Dios, Uriel. No estoy de humor para esto.

Se acercó, quitándome la toalla de manera inesperada. —Llevamos meses sin estar juntos, y ya no puedo esperar más. Sabes que te deseo.

Lo aparté, notando la frustración en su mirada. —Te he dicho que no. No me siento con ganas. 

—Cómo dormiremos juntos, y ahora no me dejas tocarte.

Él intentó insistir, pero mantuve mi distancia. —Está casa tiene muchos cuartos donde quedarte —le dije.

—Así me hiciste venir hasta aquí.

 —Yo no te pedí que vinieras.

Uriel se levantó, visiblemente molesto. —No vine aquí para esto. —Sin decir nada más, salió de la habitación, y me aseguré de cerrar la puerta con llave.

Suspiré, sintiendo una mezcla de alivio y tristeza. A decir verdad, aunque él fue mi primera relación, no podía evitar sentir que algo faltaba, como si aquella conexión esencial entre nosotros nunca hubiera existido realmente.

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