No sé si fue el agua salada, el susto o el golpe que me di en la rodilla o la cortada en la entrepierna contra una roca afilada, pero juraría que vi a los piratas llegar en balsas como si fueran en una especie de picnic mal organizado. Lo único que les faltaba era el mantel a cuadros y la música de fondo.
Yo, con la pierna medio cojeando, empapada y despeinada como una escoba vieja, hice lo único que una persona con sentido común haría: correr. O algo que se pareciera a correr. Parecía más una mezcla entre trote, salto y grito de "¡sálvese quien pueda!" Uno de ellos me gritó: —¡Detente, muñeca, no queremos hacerte daño! Nuestro capitán aún no termina de hablar contigo. Sí, claro, porque su plan era darme un abrazo y una taza de té. ¡No! ¡Ese tipo buenmoso solo quiere hacerme su esposa! Tomé un palo de árbol de almendras y lo usé como mi espada. Cuando uno casi me alcanza, justo cuando estaba a punto de gritarle cosas feas que ni yo sabía que sabía, lo vi. Él. Roderick. Con su capa ondeando al viento, su espada brillante, y esa cara de héroe salido de una novela romántica mal traducida. —¿Tú otra vez? —dije, sin aliento, pero con suficiente energía para sentirme insultada por la coincidencia. Hice uso de mis últimas fuerzas y corrí hacia su dirección. —¡Roderick! ¡Ayudaaaa! Y él, como si no fuera suficiente el drama, bajo de su caballo con una maldita elegancia que me dejó boquiabierta. Se veía tan lindo y sexy que sentí por un momento como la baba abandonaba mis labios. ¡Peleó como si la vida dependiera de ello! Y, honestamente, qué hombre. Espada va, espada viene, piratas por el suelo... Yo casi le aplaudo, si no fuera porque un pirata me queria llevar a rastras aprovechando la distracción del caballero que peleaba con tres. Yo tomé arena y se la lancé directo a los ojos y le agarre los huevos he hice huevos estrellados en mis manos. Él pobre hombre no creo que pueda engendrar después de eso. Porque lo rematé con el palo de almendra. Cuando por fin se fueron, algunos arrastrándose como cangrejos malheridos, él se acercó con esa mirada heroica suya, con la respiración agitada y los cabellos despeinados pero sin bajar la guardia. —¿Has visto a la princesa Azalea? —me pregunta. Así, como si no acabara de salvarme la vida. Como si me dijera “¿y el pan?” Yo parpadeé. Una, dos, tres veces. Lo miré de arriba abajo, mientras respiraba agitada y de paso me desangraba por la herida. ¡NO FUE POR MÍ QUE VINO! Osea, si vino por la princesa y soy yo, pero eso el muy inocente no lo sabe. Al menos pudo preguntarme primero si estaba bien. Mi orgullo quiso lanzarse al suelo y patalear, pero me mantuve digna. —Sí, claro... La princesa...ahhh...ella...está perfectamente bien. Seguramente sentada en su palacio bordando flores en seda desde hace rato, porque fue la primera en huir, si...eso pasó, yo me quedé luchando contra todos esos hombres, si... eso es—solté con el sarcasmo más elegante que pude reunir mientras me sacudía la arena de los brazos y presionaba la herida. Él me mira, confundido. —Oh...ya veo—lo veo mirar alrededor. ¿Enserio cree que la va a encontrar? ¿Que princesa saldría sin escolta? Bueno solo yo. —Enserio, no te preocupes ella estará bien. Le hago ademanes con la mano. —Pero... tu ¿cómo estás? —¿Yo? bueno mi ropa está empapada... —¿Que hacías luchando con todos esos tipos? —¡Trabajo por ahí! ¿Recuerdas? Un poco de todo. Sirvo sopa, lavo ropa, peleo con piratas y sobrevivo a naufragios. Lo típico. Todo esto es normalito para mí. —Ven conmigo, te llevaré...a tu casa. Me toma de la mano y toca mi brazalete real. Yo me cubrí la manga y me solté de su agarre. —Estare bien. Gracias por ayudarme. Me di media vuelta, decidida a regresar arrastrando los pies si era necesario. Pero él, terco como mula elegante, insistió. —Te llevo a casa, de seguro me queda de camino. El pueblo está muy lejos y estás herida. —No tengo casa. —¿Entonces no estabas bromeando? —No. —Entonces te llevo a donde sea que te estés quedando...¿una cueva o un establo? ¿tal vez la casa de una amiga?. —No soy... —Pero me detuve. Porque la verdad, mis piernas y mis brazos estaban al borde de una huelga general. Así que suspiré, me di vuelta, y me subí a su caballo. Él subió detrás de mí y sentí cómo el calor de su pecho me rozaba la espalda. —No me mires estoy mojada —le advertí. —No estoy mirando. —¡Bien! Y así, empapada, enojada, y aún sin saber si me quería reír o llorar, cabalgué con Roderick hacia el pueblo. Sentí cómo sus brazos se enredaban en mi cintura. Bueno, enredar es una palabra elegante… más bien me sujetó como si yo fuera un saco de harina muy valioso. El galope del caballo hacía que nuestros cuerpos se sacudieran al mismo tiempo, y cada vez que brincábamos por una piedra, yo quedaba más pegada a él . Empecé a sentir algo rozando mi espalda y rezaba para que fuera su cinturón. —¿Estás bien? —me pregunta, cerca del oído. —Depende. ¿El mareo y las cosquillas en la nuca cuentan como bienestar? —Eres muy graciosa. —Siento algo clavándose por detrás, espero que sea tu cinturón. Y no te pases de gracioso. —Oh...eso, no es nada, debe ser por el calor—pude ver cómo se sonrojaba confirmando mis sospechas—No hagas caso. Es sólo que es la segunda vez que estamos los dos en el mismo caballo. —¿No habías subido nunca a ninguna mujer a tu caballo? —No. —Menudo caballero. —Mi estatus no me lo permite. —¿Quién eres realmente? ¿porqué no fuiste a la policía a denunciar el secuestro de la princesa en vez de venir a su rescate tu solo? ¿Quién te envió? —Yo...no lo pensé, solo actúe. Me encontré con una doncella desesperada y me pidió ayuda. Pero dices que la princesa ya se había ido en buen estado. —Si...se fue antes de que llegaras. Cuando llegamos al pueblo, me sentía como un espárrago hervido. Apenas pude sostenerme en pie cuando bajé del caballo. Me preguntó dónde me estaba quedando y, sin pensar demasiado, señalé la primera posada de mala muerte que vi. No era mi mejor idea, pero con esa fachada tan... humillante, dudaba que se animara a seguirme. Pero me equivoqué. —Voy contigo, ese lugar no parece seguro. —Es dónde pienso pasar la noche el día de hoy, mañana puede ser en otro sitio. —Puedo conseguirte algo mejor...no te preocupes por el dinero. —Ya que te ofreces en pagar, ven—le dije con la esperanza de que cuando viera el interior y el ambiente salga corriendo. Error. Al entrar, el olor a cerveza y ron, además de la sopa sospechosa me golpea de frente como un ladrillo emocional. Iba a decir algo educado tipo "Gracias, ya puedes irte", pero el caballero de brillante capa se adelanta, se asegura de que me sentara en una de las mesas y sin consultarme pago la posada para dos diciendo que no me dejaría sola, además pidió comida y bebida. —¿Una sopa para la dama y cerveza para mí? llevármelo a la habitacion. Además necesito medicina para una herida—dijo con una sonrisa encantadora. —¿Que crees que haces?—le pregunto anonadada. —Soy médico, si te dejas mucho tiempo esa herida se puede infectar. Y terminará en una amputación. Necesitamos tratarla. Si te llevo a un medico posiblemente esos piratas aún estén por ahí afuera buscándonos con refuerzos. Yo solo asentí. Estaba cansada, mojada, preocupada y… bien, tal vez un poco encantada también. —Esta bien. Vamos.Mire a la forastera fruncir el ceño.Cuando nos dieron la habitación, la chica dijo que solo tenía habitaciones con una cama. La acepte de todos modos no teníamos a donde ir por el momento. Ayudé a la chica toda mojada para que se apoyara en mi hombro. Ya en la habitación le dije que tomara un baño, que iba por ropa seca. Cuando salió del baño, traía el cabello húmedo, suelto como una sirena fuera del agua. Goteaba aún, dejando un pequeño rastro sobre el piso de madera. Le había dejado una muda de ropa limpia sobre la silla junto a la puerta del baño—un camisón blanco que apenas cubriría más de lo necesario y una ropa interior de encaje fue lo que encontré —. No me dio las gracias. No la necesitaba de todas formas. Solo me miró con esa mezcla de orgullo y cansancio que me estaba volviendo adicto. No actuaba como una sirvienta, una plebeya o una esclava. —La sopa está caliente —dije, señalando el cuenco humeante sobre la mesa. El ron en mi copa me ayudaba a distraerme del v
Toc toc toc ( sonido d ella puerta al ser tocada)—Buenos días, caballero...—Mmm— gruñido al despertar. Abrí los ojos lentamente, con la espalda hecha trizas y el cuello en un ángulo que definitivamente no era natural. Dormir en el suelo nunca fue mi fuerte. Me quejé en voz baja mientras me sentaba, llevándome la mano al cuello y girando los hombros con el sonido de crujidos que habrían asustado a cualquier ser vivo decente.— ¡Va!Me puse de pie de golpe, lo que fue un error. El dolor me bajó por la espalda como una espada oxidada. —Buenos días, señor. ¿Quieres limpieza?—Ahh...no. Gracias.Cierro la puerta y me rasco el pelo. Miré hacia la cama. Vacía. Parpadeé. Parpadeé otra vez. Nada. Cojeando fui hacia la puerta otra vez y la abrí de golpe, esperando verla apoyada en el pasillo, esperando a alguien o simplemente tomando aire. Nada. Bajé los escalones, busqué con la mirada entre las mesas y borrachos aún dormidos sobre las sillas. La posada era un desastre post-fiesta.
—No tengo tanto deseo de cabalgar pero es mejor que estar encerrada. —Esta bien, señorita iré a su lado. Esa tarde, bajo el cielo anaranjado del crepúsculo, Azalea ensilló a su yegua, Niebla. Wis la acompañaba en otro corcel más tranquilo. Galopaban por la llanura, lejos del castillo, dejando que el viento les despeinara los pensamientos. Todo era paz… hasta que no lo fue. Niebla relinchó con fuerza, levantó las patas delanteras y salió disparada, desbocada, enloquecida. Azalea se da cuenta de que algo no está bien.—¡Niebla! ¡Detente! —¡AZALEA! ¡No vayas tan rápido!—gritó Wis, tratando de alcanzarla sin éxito.—¡No soy yo! ¡Algo le pasa a este animal!—le grita a todo pulmón. El cabello de Azalea se soltó en el aire, sus manos apenas lograban controlar las riendas. El mundo se volvió desequilibrado. —¡Sostente con fuerzas!—¡No te escucho! ¡Debí quedarme en mi habitación! ¡Detente animal del mismísimo infierno! ¡Que te pasa! ¡NIEBLAAAAAAA!Las ramas, el viento, el temblor
Desde aquel encuentro en el campo, el nombre de Estefan Rafael Alcalá de la Alameda comenzó a resonar en los pasillos del castillo con más frecuencia de la que Azalea hubiera deseado. Como general condecorado y hermano del joven héroe Roderick, no era raro verlo convocado a banquetes, recepciones y hasta simples paseos por los jardines reales con jóvenes de todas las familias… pero Azalea no era tonta. Ese era el más popular de los cuatro. Sabía exactamente por qué Estefan estaba allí. Y cada vez que lo veía caminar entre los corredores de mármol, con sus botas resonando con autoridad, sus ojos fijos en ella cuando creía que nadie miraba… se le apretaba algo en el pecho. Pero el problema no era solo él. El problema eran ellas. —Azalea, ¿lo viste otra vez? —preguntó Hazel Marina, una de las trillizas, con una sonrisa insinuante mientras arreglaba su escote frente al espejo—. Hoy llevaba un abrigo azul marino. Me dijo que era su favorito. ¿Te fijaste en cómo huele? —cerró los oj
—Voy con usted señorita. —No Wis, quédate y mantenme informada de lo que hacen mis demás hermanas y no las dejes entrar a mi habitación a robarme. —Bien, señorita Azalea. El sol del mediodía caía con fuerza sobre el empedrado de la plaza principal del reino, justo frente al antiguo edificio del ayuntamiento. Azalea, la princesa menor del Reino Haro Benavides, salía con paso rápido, llevando en una carpeta los documentos sellados con el permiso oficial para la fiesta de recibimiento. Su madre la había enviado personalmente, y aunque no le agradaban mucho los encargos administrativos, agradecía la excusa para salir del castillo. No esperaba, sin embargo, chocar con alguien justo al bajar los escalones de la entrada. El impacto la hizo perder el equilibrio, y los papeles cayeron como hojas secas al suelo. Un brazo fuerte la sostuvo a tiempo de evitar la caída. —¡Oh! Mis disculpas, señorita —dijo el joven, inclinando la cabeza con respeto mientras se agachaba a recoger los papeles
En el Reino de León, la miel es símbolo de nobleza, dulzura y poder. Pero si me preguntan a mí, también sabe a veneno si la producen las abejas equivocadas. Yo soy Azalea, la octava. La última. La que nunca debió nacer, si le preguntan a mis hermanas. Nací con los ojos del color de las tormentas y el pelo del color del sol, y eso bastó para convertirme en el error de la colmena. Mi hermana mayor, Daisy –la de 25 años y un ego que le cabe justo en la corona– fue la primera abeja reina fallida. No la soporta nadie, ni siquiera su reflejo. Hoy, como casi todos los días, decidió empezar el amanecer con su pasatiempo favorito: arruinar el mío. —¡Arriba, floja! —gritó, justo antes de lanzarme un cubo de agua fría encima—. Las sirvientas no duermen hasta tarde. —No soy una sirvienta —le gruñí entre dientes, temblando. —No, claro que no —rió con sarcasmo—. Pero pareces una. La puerta se cerró de un portazo y escuché los tacones de la segunda: Maisy, la de 23. Siempre hambrienta,
Sentí cómo el aire volvía a mis pulmones al tocar el suelo. Sus brazos, que hacía segundos me envolvían con una fuerza que no conocía, ahora se separaban de mí con delicadeza. Me colocó de pie, con cuidado, como si temiera romperme, y su mirada se quedó en la mía por unos segundos que parecieron años. —¿Realmente estás bien? —pregunta con una voz tan serena como profunda. Asentí, aunque no podía evitar mirar sus ojos… eran como los cielos que tanto admiraba desde mi ventana. Ni siquiera noté que los demás jinetes se habían detenido hasta que los caballos pasaron rugiendo a nuestro lado, lanzando silbidos y risas. —¡Hermano, qué suerte la tuya! ¿La llevarás contigo? Creo que se enamoró, mira sus ojitos—grita uno de ellos, carcajeándose como si aquello fuera un espectáculo de feria—. ¡Y una sirvienta! Te gustan humildes, ¿eh? —¡Se lo diré a papá, Roderick! ¡Las princesas te van a aniquilar cuando vean que una sirvienta les ganó! —añade otro, sin siquiera mirarme, como si yo fu
Cuando crucé la reja trasera del palacio, ya había oscurecido. Mi falda de lino estaba manchada de tierra y el pañuelo con el que cubría mi cabello apenas se sostenía por un nudo flojo. Apenas empujé la puerta que daba a las cocinas, escuché el chillido agudo de Wismeiry Dinah. —¡Por las barbas del santo Falcón! ¡Azalea Izzy Haro Benavides! ¡¿dónde estabas?! Su voz fue un látigo que me trajo a la realidad. Su rostro estaba pálido, las manos aún cubiertas de harina, el mandil torcido como si hubiera salido corriendo de la cocina. Me tomó del brazo y me arrastró hasta dentro con más fuerza de la que parecía tener. Pensé que algo grave sucedía. —¿Qué pasa? —pregunto, quitándome el pañuelo—. Solo fui al pueblo, como siempre. ¿Mi padre se entero? —¡Te buscaron! ¡Te buscaron como si se hubiera abierto el infierno! —me regañó entre susurros—. Les dije que fuiste a casa de la señorita Luisa. —¿Por qué tanto alboroto? —Dos mensajeros del Consejo llegaron esta tarde, ¡y tus hermanas