Cuando crucé la reja trasera del palacio, ya había oscurecido. Mi falda de lino estaba manchada de tierra y el pañuelo con el que cubría mi cabello apenas se sostenía por un nudo flojo. Apenas empujé la puerta que daba a las cocinas, escuché el chillido agudo de Wismeiry Dinah. —¡Por las barbas del santo Falcón! ¡Azalea Izzy Haro Benavides! ¡¿dónde estabas?! Su voz fue un látigo que me trajo a la realidad. Su rostro estaba pálido, las manos aún cubiertas de harina, el mandil torcido como si hubiera salido corriendo de la cocina. Me tomó del brazo y me arrastró hasta dentro con más fuerza de la que parecía tener. Pensé que algo grave sucedía. —¿Qué pasa? —pregunto, quitándome el pañuelo—. Solo fui al pueblo, como siempre. ¿Mi padre se entero? —¡Te buscaron! ¡Te buscaron como si se hubiera abierto el infierno! —me regañó entre susurros—. Les dije que fuiste a casa de la señorita Luisa. —¿Por qué tanto alboroto? —Dos mensajeros del Consejo llegaron esta tarde, ¡y tus hermanas
No hay sonido más aterrador que el chillido de siete víboras disfrazadas de princesas. —Señorita ya deben estar todos adentro. —Espera, Wis déjame ir sola por un momento. Ni bien pasé por el pasillo principal, escuché los alaridos que salían del salón del trono. Me escondí tras un tapiz, ese viejo de hilos dorados que oculta una ranura en la pared, y desde allí me asomé lo suficiente para espiar. —¡¿Solo cuatro?! —gritó Daisy, la mayor, sacudiendo una carta de pergamino como si quisiera que ardiera en sus manos—. ¡Somos siete! ¿Qué clase de burla es esta? —¡Esto es una humillación! —dijo Hazel, una de las trillizas, mientras Eliza se arreglaba el moño como si aún estuviera en una fiesta—. ¡Nosotras merecemos reyes, no sobras! —¡Yo soy la más joven y bella! —bufó Patsy, lanzando una mirada fulminante a Lizzie, su gemela—. Seguro uno se queda conmigo. Tú tienes las caderas de una mula. —¡¿Mula, yo?! ¡Te crees la miel y no llegas ni a propóleos! —le respondió Lizzie, lista pa
Cuando crucé el arco del salón, las risas se apagaron por un segundo. Solo un segundo. Pero fue suficiente. Todas estaban allí: Daisy acomodada como una emperatriz en uno de los sillones, con una copa de licor de rosas entre los dedos. Maisy servía una segunda ronda de dulces que claramente no había hecho ella misma. Las trillizas Suzie, Eliza y Hazel estaban en su clásica pose de espejo: una se miraba las uñas, otra el cabello, y la tercera simplemente observaba a todas, tomando nota mental de cada detalle. Y por supuesto, las gemelas Lizzie y Patzy cuchicheaban con servidumbre vestida de lujo, como si fueran parte de un tribunal. Yo avancé con la cabeza en alto, con mi ropa sencilla. Mi trenza ahora estaba suelta, cayendo como una cascada dorada sobre mi hombro. Sabía que no me veían como a una más… pero por primera vez, no me importó. —¿Y esta aparición? —dijo Patzy, arqueando una ceja—. ¿Desde cuándo vienes y te presentas a cenar? Siempre nos hechas al menos diciendo que es
El sol apenas empezaba a asomarse cuando Azalea se despertó, aún con los pensamientos del baile y las miradas de sus hermanas retumbando en su mente. Pero esa mañana no quería pensar en coronas, ni en galas. Solo en telas. En colores. En nuevas posibilidades. Y destacar sobre las demás sin perder su originalidad y esencia. —¿Lista, Wis? —pregunta, abrochándose la capa sobre el vestido sencillo que llevaba. Y unas botas muy viejas que usa para cabalgar. Wismeiry asintió con una sonrisa, llevando una cesta y su monedero con monedas de oro entre los pechos. Tomaron la entrada trasera como siempre, se escabulleron entre los arbustos del huerto, y bajaron la colina hasta el pueblo. Nadie las reconoció. Nadie las detuvo. La mañana era suya. Después de recorrer un par de tiendas, decidieron ir más allá, hacia el puerto, donde a veces llegaban mercaderes con telas exóticas traídas de tierras lejanas. —Estas le quedarán espectacular señorita. —Me gusta este azul profundo. Azalea s
No sé si fue el agua salada, el susto o el golpe que me di en la rodilla o la cortada en la entrepierna contra una roca afilada, pero juraría que vi a los piratas llegar en balsas como si fueran en una especie de picnic mal organizado. Lo único que les faltaba era el mantel a cuadros y la música de fondo. Yo, con la pierna medio cojeando, empapada y despeinada como una escoba vieja, hice lo único que una persona con sentido común haría: correr. O algo que se pareciera a correr. Parecía más una mezcla entre trote, salto y grito de "¡sálvese quien pueda!" Uno de ellos me gritó: —¡Detente, muñeca, no queremos hacerte daño! Nuestro capitán aún no termina de hablar contigo. Sí, claro, porque su plan era darme un abrazo y una taza de té. ¡No! ¡Ese tipo buenmoso solo quiere hacerme su esposa! Tomé un palo de árbol de almendras y lo usé como mi espada. Cuando uno casi me alcanza, justo cuando estaba a punto de gritarle cosas feas que ni yo sabía que sabía, lo vi. Él. Roderick.
Mire a la forastera fruncir el ceño.Cuando nos dieron la habitación, la chica dijo que solo tenía habitaciones con una cama. La acepte de todos modos no teníamos a donde ir por el momento. Ayudé a la chica toda mojada para que se apoyara en mi hombro. Ya en la habitación le dije que tomara un baño, que iba por ropa seca. Cuando salió del baño, traía el cabello húmedo, suelto como una sirena fuera del agua. Goteaba aún, dejando un pequeño rastro sobre el piso de madera. Le había dejado una muda de ropa limpia sobre la silla junto a la puerta del baño—un camisón blanco que apenas cubriría más de lo necesario y una ropa interior de encaje fue lo que encontré —. No me dio las gracias. No la necesitaba de todas formas. Solo me miró con esa mezcla de orgullo y cansancio que me estaba volviendo adicto. No actuaba como una sirvienta, una plebeya o una esclava. —La sopa está caliente —dije, señalando el cuenco humeante sobre la mesa. El ron en mi copa me ayudaba a distraerme del v
Toc toc toc ( sonido d ella puerta al ser tocada)—Buenos días, caballero...—Mmm— gruñido al despertar. Abrí los ojos lentamente, con la espalda hecha trizas y el cuello en un ángulo que definitivamente no era natural. Dormir en el suelo nunca fue mi fuerte. Me quejé en voz baja mientras me sentaba, llevándome la mano al cuello y girando los hombros con el sonido de crujidos que habrían asustado a cualquier ser vivo decente.— ¡Va!Me puse de pie de golpe, lo que fue un error. El dolor me bajó por la espalda como una espada oxidada. —Buenos días, señor. ¿Quieres limpieza?—Ahh...no. Gracias.Cierro la puerta y me rasco el pelo. Miré hacia la cama. Vacía. Parpadeé. Parpadeé otra vez. Nada. Cojeando fui hacia la puerta otra vez y la abrí de golpe, esperando verla apoyada en el pasillo, esperando a alguien o simplemente tomando aire. Nada. Bajé los escalones, busqué con la mirada entre las mesas y borrachos aún dormidos sobre las sillas. La posada era un desastre post-fiesta.
—No tengo tanto deseo de cabalgar pero es mejor que estar encerrada. —Esta bien, señorita iré a su lado. Esa tarde, bajo el cielo anaranjado del crepúsculo, Azalea ensilló a su yegua, Niebla. Wis la acompañaba en otro corcel más tranquilo. Galopaban por la llanura, lejos del castillo, dejando que el viento les despeinara los pensamientos. Todo era paz… hasta que no lo fue. Niebla relinchó con fuerza, levantó las patas delanteras y salió disparada, desbocada, enloquecida. Azalea se da cuenta de que algo no está bien.—¡Niebla! ¡Detente! —¡AZALEA! ¡No vayas tan rápido!—gritó Wis, tratando de alcanzarla sin éxito.—¡No soy yo! ¡Algo le pasa a este animal!—le grita a todo pulmón. El cabello de Azalea se soltó en el aire, sus manos apenas lograban controlar las riendas. El mundo se volvió desequilibrado. —¡Sostente con fuerzas!—¡No te escucho! ¡Debí quedarme en mi habitación! ¡Detente animal del mismísimo infierno! ¡Que te pasa! ¡NIEBLAAAAAAA!Las ramas, el viento, el temblor