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Abeja reina y el encuentro con el amor.

Sentí cómo el aire volvía a mis pulmones al tocar el suelo. Sus brazos, que hacía segundos me envolvían con una fuerza que no conocía, ahora se separaban de mí con delicadeza. Me colocó de pie, con cuidado, como si temiera romperme, y su mirada se quedó en la mía por unos segundos que parecieron años.

—¿Realmente estás bien? —pregunta con una voz tan serena como profunda.

Asentí, aunque no podía evitar mirar sus ojos… eran como los cielos que tanto admiraba desde mi ventana. Ni siquiera noté que los demás jinetes se habían detenido hasta que los caballos pasaron rugiendo a nuestro lado, lanzando silbidos y risas.

—¡Hermano, qué suerte la tuya! ¿La llevarás contigo? Creo que se enamoró, mira sus ojitos—grita uno de ellos, carcajeándose como si aquello fuera un espectáculo de feria—. ¡Y una sirvienta! Te gustan humildes, ¿eh?

—¡Se lo diré a papá, Roderick! ¡Las princesas te van a aniquilar cuando vean que una sirvienta les ganó! —añade otro, sin siquiera mirarme, como si yo fuera solo una mota de polvo en su camino.

Mi pecho ardía. No de vergüenza, sino de rabia contenida. Me agache y cubro con mi pañuelo el rostro.

¿Eso era lo que pensaban? ¿Una sirvienta? ¿Solo eso veían en mí? Me dieron ganas de gritarles quién era, pero me contuve. No por ellos. Sino por mí. Porque en ese momento, en medio del polvo, los cascos retumbando y ese chico que me había salvado sin conocerme… no quería ser princesa. Quería ser yo.

—Ignóralos —me dijo él, aún cerca—. Siempre han sido así. No saben ver lo que realmente importa.

—Y tú… ¿sí sabes? —pregunto antes de poder evitarlo.

No me responde. Solo me sonríe. No fue una sonrisa de esas que se lanzan por cortesía. Fue como si me hablara sin palabras, como si mi pregunta lo hubiera sorprendido más de lo que le molestó.

—Te acompaño a casa —dice, tomando las riendas de su caballo.

—No tengo casa —mentí—. Trabajo por ahí...tu sabes un poco de todo. Estoy bien. Gracias.

No sabía por qué mentía. Tal vez porque no quería que me tratara distinto. Tal vez porque por un momento, deseaba saber qué se sentía ser solo… Azalea.

Me di media vuelta sin esperar su respuesta. Y mientras me alejaba, podía sentir su mirada clavada en mi espalda.

Mi corazón, sin permiso, empezó a latir distinto.

No me responde. Solo me sonríe.

No fue una sonrisa de esas que se lanzan por cortesía. Fue como si me hablara sin palabras, como si mi pregunta lo hubiera sorprendido más de lo que le molestó.

—Te acompaño a casa —dice, tomando las riendas de su caballo.

—No tengo casa —mentí—. Trabajo por ahí… tú sabes, un poco de todo. Estoy bien. Gracias.

No sabía por qué mentía. Tal vez porque no quería que me tratara distinto. Tal vez porque por un momento, deseaba saber qué se sentía ser solo… Azalea.

Me di media vuelta sin esperar su respuesta. Y mientras me alejaba, podía sentir su mirada clavada en mi espalda.

Mi corazón, sin permiso, empezó a latir distinto.

Roderick.

Ese nombre se me quedó pegado a los labios como un secreto dulce.

No lo repetí en voz alta. No aún. Pero ya era mío.

Detrás de mí, escuché las risas de sus hermanos.

—¡Te rechazó una sirvienta, hermanito querido! —bromea uno con tono sarcástico—. ¿Cómo te sientes, príncipe?

—Ni siquiera te pidió el nombre, Roderick —se burla otro—. Eso sí fue doloroso.

Apuré el paso. Fingí no escucharlos, pero lo hice. Cada palabra. Cada risa.

Sentí cómo el calor me subía por el cuello.

Corrí. Crucé entre los puestos hasta perderme en el aroma de pan recién horneado y mandarinas frescas. Me detuve junto a uno de los carritos. Tomé una mandarina entre los dedos y la apreté sin comprarla.

Lo recordé todo.

El lunar cerca de la comisura de sus labios.

Sus guantes negros.

Sus dedos largos.

Su mirada, azul y profunda como el río después de una tormenta.

Esa voz grave que me caló hasta los huesos.

Me tragué el suspiro. Me dolía el pecho de tanto latir.

Roderick.

Ese nombre volvió a mí como un conjuro.

Tal vez no fuera más que un forastero, un noble aburrido, un joven con tiempo de sobra y hermanos idiotas.

Pero si era noble, entonces tendría que estar en alguna parte…

Y los nobles siempre aparecen en los periódicos.

Antes de doblar por el huerto que me lleva al castillo, decidí darme una vuelta por la calle de la modista. La señora Ghislaine, dueña del taller más elegante del pueblo, había sacado a exhibir nuevos vestidos de gala en los maniquíes de su vitrina. Bordados brillantes, perlas falsas, corpiños apretados, colores llamativos. Todo muy regio. Todo muy... para mis hermanas.

Los vi de reojo, sin detenerme. No eran para mí. No lo habían sido nunca.

Ghislaine estaba barriendo la entrada y me lanzó esa mirada que solo dan las mujeres que saben que no tienes dinero suficiente para entrar, pero tampoco pueden echarte por si acaso traes una sorpresa en los bolsillos.

Le sonreí con educación, bajé la cabeza y seguí hasta la parte trasera del taller. Golpeé la puertecita de madera tres veces, como siempre.

—¿Quién es? —pregunta una voz dulce desde dentro.

—La clienta misteriosa —respondí.

La puerta se abrió de inmediato. Natalie sonrió al verme, con las manos llenas de alfileres y la frente perlada de sudor. Tenía una cinta métrica colgándole del cuello y el cabello recogido de cualquier forma. Pero sus ojos brillaban como los de una niña que juega a ser hada madrina.

—Creí que ya no vendrías —dijo, haciéndose a un lado para dejarme pasar.

—Siempre vengo —le respondí, cerrando la puerta detrás de mí.

Saqué de mi bolso la tela que había comprado esa mañana y se la extendí. Era de un verde bosque profundo, suave y con caída. Sus ojos se agrandaron al tocarla.

—¡Azalea, esto es precioso!

—¿Crees que puedes hacerme algo sencillo con esto?

—Puedo hacerte lo que quieras —respondió con una sonrisa cómplice—. Pero con esta tela no se hace algo sencillo. Esta tela se merece brillar.

Reí, y luego saqué diez monedas de oro envueltas en un pañuelo.

—Por tu arte, no por la tela —le dije.

Ella negó con la cabeza, pero no insistí. Siempre terminaba aceptando. Sabía que no podía permitirse rechazarlo, aunque odiara sentirse pagada por una princesa que finge ser sirvienta.

—¿Y qué pasa si alguien te ve con uno de mis vestidos en el baile y te preguntan quién los hizo? —pregunta mientras me tomaba medidas.

—Diré que me hizo una excelente costurera—bromeé.

—¿Y si tus hermanas lo roban? —pregunta con picardía.

La miré de reojo.

—¿Tu crees? No les servirá a ninguna.

—Sabes, por ahí escuché que un nuevo rey viene. Luego de la guerra le cedieron la mitad del país. Él y sus hijos junto a su esposa llegarán hoy. Se mudaran en el castillo del sur.

—No he leído las noticias. Deben ser el carro que casi me atropella y los cuatro hermanos a caballo.

—¿Que ?

—Si, uno de ellos se llama Roderick.

—Todo el mercado está hablando de que el hijo menor de los Alcalá de la alameda es doctor muy joven y ha venido con sus hermanos y sus padres. Y que vienen a buscar novias para casarse.

No dije nada. Natalie me miró con una ceja alzada, esperando que dijera algo.

—Wao, que bien. Bien por ellos.

—¿Y bien?

—Solo teje el vestido, hada madrina —dije, dándole un pequeño codazo.

Nos reímos las dos. Sabemos que ese tipo de eventos reúne todas las señoritas de la alta sociedad y esos príncipes serán presa facil para las depredadoras.

Cuando salí, el sol ya caía por completo, tiñendo de naranja las piedras del pueblo. Sabía que me estaban esperando en el castillo. Pero por un instante, caminé más lento. Muy, muy lento.

Porque en mis bolsillos ya no solo guardaba monedas, sino un nombre que no podía sacarme del pecho.

Roderick.

Cuando llegue al castillo —me prometí mientras me comía otra mandarina—, le pediré a mamá que me deje ver los periódicos viejos. Los de sociedad.

La farándula.

Las bodas.

Los escándalos.

Todo.

Porque los pobres no aparecen en esas páginas.

Pero los príncipes sí.

Y yo necesitaba saber quién era él… antes de que fuera demasiado tarde para olvidarlo.

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