Cuando crucé el arco del salón, las risas se apagaron por un segundo. Solo un segundo. Pero fue suficiente.
Todas estaban allí: Daisy acomodada como una emperatriz en uno de los sillones, con una copa de licor de rosas entre los dedos. Maisy servía una segunda ronda de dulces que claramente no había hecho ella misma. Las trillizas Suzie, Eliza y Hazel estaban en su clásica pose de espejo: una se miraba las uñas, otra el cabello, y la tercera simplemente observaba a todas, tomando nota mental de cada detalle. Y por supuesto, las gemelas Lizzie y Patzy cuchicheaban con servidumbre vestida de lujo, como si fueran parte de un tribunal. Yo avancé con la cabeza en alto, con mi ropa sencilla. Mi trenza ahora estaba suelta, cayendo como una cascada dorada sobre mi hombro. Sabía que no me veían como a una más… pero por primera vez, no me importó. —¿Y esta aparición? —dijo Patzy, arqueando una ceja—. ¿Desde cuándo vienes y te presentas a cenar? Siempre nos hechas al menos diciendo que estás enferma. —Eso parece más teatro. ¿No, Lizzie? —dijo la otra—. ¿Será que nuestra hermanita quiere encontrar esposo para salir del palacio y deshacerse de nosotras?. ¿Quién lo diría, Azalea? —Quizás se encontró una hada madrina y le da confianza suficiente para ganar uno—Eliza ríe entre dientes. —O un príncipe se enamorará de ella a primera vista—añade Suzie con veneno en la voz—. Lástima que los buenos ya están contados. —Exacto —interrumpe Daisy, cruzando las piernas—. Cuatro príncipes. Ocho hermanas. Ustedes hagan las cuentas. No vamos a dejar que alguna damazuela con suerte y una sonrisa bonita se lleve lo que nos corresponde. Las que no caigan en gracia deben apoyar a las que si. —El baile será la próxima semana —dijo Maisy, comiéndose la última galleta de la bandeja—. Habrá hijas de barones, condesas, aristócratas... Necesitamos sobresalir. —Tu ya sobresales hermanita. Con suerte te conseguiré algún conde. Yo ya mandé a hacer tres vestidos —anunció Hazel—. Uno para el baile, uno para la cena previa, y uno para cuando me pidan matrimonio. —¿Y tú, Azalea? —pregunta Lizzie, con una sonrisa afilada como cuchilla—. ¿Vas a servir el vino o solo recoger los pétalos después de que escojan a la futura reina? El silencio fue breve. Yo solo sonreí. —Eso aún está por verse —dije, manteniendo la calma—. Aunque si todo se resume a vestidos y falsas sonrisas… creo que algunas van a estar en problemas. Vi cómo los labios de Daisy se tensaron por un segundo. Fue tan breve como el silencio de antes. Pero fue suficiente para saber que, por primera vez, me vieron como una amenaza. No como la hermana menor. No como la desamparada. Sino como otra pieza… en juego. El sonido de las puertas abriéndose interrumpió todo intento de nueva burla. —Su Majestad, el Rey. Su Majestad, la Reina —anunció un sirviente. Como por arte de magia, mis hermanas se enderezaron, se alisaron las faldas, algunas hasta sonrieron de más. Daisy incluso fingió que me hablaba cordialmente. —Oh, Azalea, querida, ¿por qué no tomas asiento aquí, junto a mí? Tragué saliva, conteniendo el impulso de rodar los ojos. En vez de eso, asentí con suavidad y me acomodé en la orilla del sillón, justo a su lado. Tenía las manos heladas. Mis padres cruzaron el salón con la majestuosidad que siempre los caracterizó. Él, con su capa azul oscuro arrastrando apenas el suelo; ella, radiante, con su corona de esmeraldas. Ninguno de los dos parecía haber notado nunca la guerra silenciosa entre sus hijas. —Qué gusto verlas reunidas —dijo mi madre, su voz como un caramelo dulce y suave—. Justo a tiempo para hablar del baile. —Estamos muy emocionadas —intervino Patzy, fingiendo dulzura—. Todas tenemos claro lo importante que es este evento. —Cada una brillará como debe —añadió Lizzie, con una sonrisa ensayada. Mi padre nos miró una a una, sus ojos reposando por unos segundos más en mí. Frunció el ceño apenas, como si algo en mi presencia le resultara extraño. Pero luego asintió. —Me alegra que estén comprometidas con esta oportunidad. La unión entre reinos puede nacer de una buena primera impresión. Serán muchos invitados. Cuatro príncipes, embajadores, señores de tierras lejanas… —Y doncellas —dijo mi madre con diplomacia—. Muchísimas chicas jóvenes. La competencia será fuerte. Pero nosotras tenemos algo más importante: valores, educación, presencia. Casi solté una risa. Mis hermanas, "valores". Qué ironía. —Estoy segura que nuestras hijas sabrán comportarse —concluyó ella, y luego me miró con ternura—. Azalea, te veías preciosa, me dijo tu padre cariño. ¿Era un vestido nuevo? Mi garganta se cerró por un instante. No recordaba la última vez que ella me había mirado así, como una igual. —Sí, madre. Me lo hizo Natalie… la hija de la modista. Lo guarde para que no se arruine. —Elegante y simple es la clave. —Es elegante y sencillo. —Bien. Me gusta —dijo su padre con sinceridad—. Deberías encargarle uno a ellas también, Azalea. Vi el leve temblor en la mandíbula de mi hermana mayor, como si tragar sus palabras le costara más que cualquier otra cosa. —Lo consideraré, madre —digo con una sonrisa forzada. Mis hermanas no se atrevieron a mirarme con odio mientras nuestros padres estaban presentes. Pero cuando se fueron, cuando las puertas se cerraron detrás de ellos… esa será otra historia. Lo supe en cuanto sentí el peso de todas las miradas sobre mí. Como si me culparan por algo que aún no había hecho. Como si supieran, sin decirlo, que esta vez… no me iba a dejar pisotear. Esperé. Luego de la cena. Conté cada segundo mientras los pasos de mis padres se alejaban por el corredor largo del ala norte. Cuando por fin las puertas principales se cerraron tras ellos, mis hermanas comenzaron a hablar entre ellas como aves de rapiña. Carcajadas agudas, cuchicheos venenosos, promesas de vestidos perfectos y tronos soñados. Yo no dije nada. Solo me levanté del sillón sin hacer ruido. Nadie me notó. Nadie me detuvo. Así como tantas veces antes, fui invisible. Pero esta vez, esa invisibilidad era mía. Me protegía. Me servía en ese momento. Me deslicé por el pasillo largo, pegada a las paredes, como una sombra, así que me quite los zapatos. El mármol bajo mis pies estaba frio, pero mis pensamientos estaban calientes, ardientes. Subí las escaleras por la escalera de servicio, la que las doncellas usaban. Ironías de la vida: esa era la única ruta que conocía bien. Mi habitación estaba oscura, pero no cerrada. Wismeiry la había dejado entreabierta, como siempre, para que entrara sin ruido. Me deslicé adentro y cerré la puerta con suavidad. Solo entonces respiré hondo. Me quité los pendientes primero, luego los pasadores del peinado. Uno a uno, cada objeto que tenía, que sentía como una máscara, los guardé en un cajón. Encendí una vela. La llama tembló como yo. Me acerqué al espejo. Y allí estaba yo… Azalea. No la sirvienta. No la hermana olvidada. Tampoco una princesa. Solo una chica con un secreto en el pecho, con el nombre de un muchacho como un susurro entre los labios. Sería mi libertad o eso esperaba. Roderick. Me toqué los labios, recordando su sonrisa silenciosa, su voz grave. Me estremecí. Me quité la ropa con cuidado, como si fuera parte de un ritual. Pise todo en los cajones, junto a una tela que Natalie aún no había tocado. Me puse una bata suave y me senté en la cama, recogiendo las piernas, abrazándome. Tal vez mañana todo volvería a ser como antes o mejor. Pero esta noche… esta noche, era mía.El sol apenas empezaba a asomarse cuando Azalea se despertó, aún con los pensamientos del baile y las miradas de sus hermanas retumbando en su mente. Pero esa mañana no quería pensar en coronas, ni en galas. Solo en telas. En colores. En nuevas posibilidades. Y destacar sobre las demás sin perder su originalidad y esencia. —¿Lista, Wis? —pregunta, abrochándose la capa sobre el vestido sencillo que llevaba. Y unas botas muy viejas que usa para cabalgar. Wismeiry asintió con una sonrisa, llevando una cesta y su monedero con monedas de oro entre los pechos. Tomaron la entrada trasera como siempre, se escabulleron entre los arbustos del huerto, y bajaron la colina hasta el pueblo. Nadie las reconoció. Nadie las detuvo. La mañana era suya. Después de recorrer un par de tiendas, decidieron ir más allá, hacia el puerto, donde a veces llegaban mercaderes con telas exóticas traídas de tierras lejanas. —Estas le quedarán espectacular señorita. —Me gusta este azul profundo. Azalea s
No sé si fue el agua salada, el susto o el golpe que me di en la rodilla o la cortada en la entrepierna contra una roca afilada, pero juraría que vi a los piratas llegar en balsas como si fueran en una especie de picnic mal organizado. Lo único que les faltaba era el mantel a cuadros y la música de fondo. Yo, con la pierna medio cojeando, empapada y despeinada como una escoba vieja, hice lo único que una persona con sentido común haría: correr. O algo que se pareciera a correr. Parecía más una mezcla entre trote, salto y grito de "¡sálvese quien pueda!" Uno de ellos me gritó: —¡Detente, muñeca, no queremos hacerte daño! Nuestro capitán aún no termina de hablar contigo. Sí, claro, porque su plan era darme un abrazo y una taza de té. ¡No! ¡Ese tipo buenmoso solo quiere hacerme su esposa! Tomé un palo de árbol de almendras y lo usé como mi espada. Cuando uno casi me alcanza, justo cuando estaba a punto de gritarle cosas feas que ni yo sabía que sabía, lo vi. Él. Roderick.
Mire a la forastera fruncir el ceño.Cuando nos dieron la habitación, la chica dijo que solo tenía habitaciones con una cama. La acepte de todos modos no teníamos a donde ir por el momento. Ayudé a la chica toda mojada para que se apoyara en mi hombro. Ya en la habitación le dije que tomara un baño, que iba por ropa seca. Cuando salió del baño, traía el cabello húmedo, suelto como una sirena fuera del agua. Goteaba aún, dejando un pequeño rastro sobre el piso de madera. Le había dejado una muda de ropa limpia sobre la silla junto a la puerta del baño—un camisón blanco que apenas cubriría más de lo necesario y una ropa interior de encaje fue lo que encontré —. No me dio las gracias. No la necesitaba de todas formas. Solo me miró con esa mezcla de orgullo y cansancio que me estaba volviendo adicto. No actuaba como una sirvienta, una plebeya o una esclava. —La sopa está caliente —dije, señalando el cuenco humeante sobre la mesa. El ron en mi copa me ayudaba a distraerme del v
Toc toc toc ( sonido d ella puerta al ser tocada)—Buenos días, caballero...—Mmm— gruñido al despertar. Abrí los ojos lentamente, con la espalda hecha trizas y el cuello en un ángulo que definitivamente no era natural. Dormir en el suelo nunca fue mi fuerte. Me quejé en voz baja mientras me sentaba, llevándome la mano al cuello y girando los hombros con el sonido de crujidos que habrían asustado a cualquier ser vivo decente.— ¡Va!Me puse de pie de golpe, lo que fue un error. El dolor me bajó por la espalda como una espada oxidada. —Buenos días, señor. ¿Quieres limpieza?—Ahh...no. Gracias.Cierro la puerta y me rasco el pelo. Miré hacia la cama. Vacía. Parpadeé. Parpadeé otra vez. Nada. Cojeando fui hacia la puerta otra vez y la abrí de golpe, esperando verla apoyada en el pasillo, esperando a alguien o simplemente tomando aire. Nada. Bajé los escalones, busqué con la mirada entre las mesas y borrachos aún dormidos sobre las sillas. La posada era un desastre post-fiesta.
—No tengo tanto deseo de cabalgar pero es mejor que estar encerrada. —Esta bien, señorita iré a su lado. Esa tarde, bajo el cielo anaranjado del crepúsculo, Azalea ensilló a su yegua, Niebla. Wis la acompañaba en otro corcel más tranquilo. Galopaban por la llanura, lejos del castillo, dejando que el viento les despeinara los pensamientos. Todo era paz… hasta que no lo fue. Niebla relinchó con fuerza, levantó las patas delanteras y salió disparada, desbocada, enloquecida. Azalea se da cuenta de que algo no está bien.—¡Niebla! ¡Detente! —¡AZALEA! ¡No vayas tan rápido!—gritó Wis, tratando de alcanzarla sin éxito.—¡No soy yo! ¡Algo le pasa a este animal!—le grita a todo pulmón. El cabello de Azalea se soltó en el aire, sus manos apenas lograban controlar las riendas. El mundo se volvió desequilibrado. —¡Sostente con fuerzas!—¡No te escucho! ¡Debí quedarme en mi habitación! ¡Detente animal del mismísimo infierno! ¡Que te pasa! ¡NIEBLAAAAAAA!Las ramas, el viento, el temblor
Desde aquel encuentro en el campo, el nombre de Estefan Rafael Alcalá de la Alameda comenzó a resonar en los pasillos del castillo con más frecuencia de la que Azalea hubiera deseado. Como general condecorado y hermano del joven héroe Roderick, no era raro verlo convocado a banquetes, recepciones y hasta simples paseos por los jardines reales con jóvenes de todas las familias… pero Azalea no era tonta. Ese era el más popular de los cuatro. Sabía exactamente por qué Estefan estaba allí. Y cada vez que lo veía caminar entre los corredores de mármol, con sus botas resonando con autoridad, sus ojos fijos en ella cuando creía que nadie miraba… se le apretaba algo en el pecho. Pero el problema no era solo él. El problema eran ellas. —Azalea, ¿lo viste otra vez? —preguntó Hazel Marina, una de las trillizas, con una sonrisa insinuante mientras arreglaba su escote frente al espejo—. Hoy llevaba un abrigo azul marino. Me dijo que era su favorito. ¿Te fijaste en cómo huele? —cerró los oj
—Voy con usted señorita. —No Wis, quédate y mantenme informada de lo que hacen mis demás hermanas y no las dejes entrar a mi habitación a robarme. —Bien, señorita Azalea. El sol del mediodía caía con fuerza sobre el empedrado de la plaza principal del reino, justo frente al antiguo edificio del ayuntamiento. Azalea, la princesa menor del Reino Haro Benavides, salía con paso rápido, llevando en una carpeta los documentos sellados con el permiso oficial para la fiesta de recibimiento. Su madre la había enviado personalmente, y aunque no le agradaban mucho los encargos administrativos, agradecía la excusa para salir del castillo. No esperaba, sin embargo, chocar con alguien justo al bajar los escalones de la entrada. El impacto la hizo perder el equilibrio, y los papeles cayeron como hojas secas al suelo. Un brazo fuerte la sostuvo a tiempo de evitar la caída. —¡Oh! Mis disculpas, señorita —dijo el joven, inclinando la cabeza con respeto mientras se agachaba a recoger los papeles
En el Reino de León, la miel es símbolo de nobleza, dulzura y poder. Pero si me preguntan a mí, también sabe a veneno si la producen las abejas equivocadas. Yo soy Azalea, la octava. La última. La que nunca debió nacer, si le preguntan a mis hermanas. Nací con los ojos del color de las tormentas y el pelo del color del sol, y eso bastó para convertirme en el error de la colmena. Mi hermana mayor, Daisy –la de 25 años y un ego que le cabe justo en la corona– fue la primera abeja reina fallida. No la soporta nadie, ni siquiera su reflejo. Hoy, como casi todos los días, decidió empezar el amanecer con su pasatiempo favorito: arruinar el mío. —¡Arriba, floja! —gritó, justo antes de lanzarme un cubo de agua fría encima—. Las sirvientas no duermen hasta tarde. —No soy una sirvienta —le gruñí entre dientes, temblando. —No, claro que no —rió con sarcasmo—. Pero pareces una. La puerta se cerró de un portazo y escuché los tacones de la segunda: Maisy, la de 23. Siempre hambrienta,