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La Abeja Reina
La Abeja Reina
Por: Mckasse
Las abejas primero, la reina después.

En el Reino de León, la miel es símbolo de nobleza, dulzura y poder. Pero si me preguntan a mí, también sabe a veneno si la producen las abejas equivocadas.

Yo soy Azalea, la octava. La última. La que nunca debió nacer, si le preguntan a mis hermanas. Nací con los ojos del color de las tormentas y el pelo del color del sol, y eso bastó para convertirme en el error de la colmena.

Mi hermana mayor, Daisy –la de 25 años y un ego que le cabe justo en la corona– fue la primera abeja reina fallida. No la soporta nadie, ni siquiera su reflejo. Hoy, como casi todos los días, decidió empezar el amanecer con su pasatiempo favorito: arruinar el mío.

—¡Arriba, floja! —gritó, justo antes de lanzarme un cubo de agua fría encima—. Las sirvientas no duermen hasta tarde.

—No soy una sirvienta —le gruñí entre dientes, temblando.

—No, claro que no —rió con sarcasmo—. Pero pareces una.

La puerta se cerró de un portazo y escuché los tacones de la segunda: Maisy, la de 23. Siempre hambrienta, siempre en mi plato.

—¿Esto era tu desayuno? —preguntó con la boca llena, sosteniendo una bandeja que claramente no le pertenecía.

—Sí.

—Pues ya no.

Ella se fue, dejando migas en el suelo y olor a mermelada robada. Maisy siempre dice que tiene un "metabolismo real", pero la verdad es que come como si la estuvieran por ejecutar.

Suspiré y me sequé con una manta que tengo desde que era niña. Caminé descalza hasta la cocina, donde Wismeiry Dinah ya tenía un delicioso desayuno caliente esperándome. Ella no es solo mi doncella, es la única persona en este castillo que me ve como algo más que un estorbo.

—Te lo escondí en el horno —me dijo en voz baja, pasando el desayuno como si fuera oro—. La gorda viene a revisar la despensa todas las mañanas.

—La gorda y las víboras —añadí. Las víboras eran Lizzie y Patsy, las gemelas de veinte años. Dos copias exactas con corazones huecos y lenguas afiladas. Chivatas profesionales. No se puede ni estornudar sin que el rey (mi padre) se entere por su culpa.

Y luego están las trillizas: Suzie, Hazel y Eliza. Veintidós años de maldad concentrada en tres cuerpos perfectos, con caritas de muñeca y manos ligeras como las de un ladrón. Me robaron mis juguetes cuando era niña, luego mis libros cuando empecé la escuela primaria y secundaria, luego mi caballo cuando cumplí quince años. A estas alturas, si dejo mis zapatos afuera, aparecen en sus pies.

Por eso escondo lo poco que tengo en un cofre bajo una loseta suelta, en la esquina de mi habitación. Lo cubro con una alfombra vieja y rezo a las estrellas para que no lo encuentren.

Después del desayuno, me bañé y me cambié. Wismeiry me peinó el cabello en una trenza desordenada y me vestí como lo que creen que soy: una simple sirvienta. Porque a veces, para que te extrañen, tienes que desaparecer primero.

Sin decirle a Wis, mientras se preparaba para arreglar mi habitación, salí al pueblo por la entrada trasera del castillo, pasando el huerto. Nadie me reconoció. Nadie me saludó como a una princesa. Y eso me gusta.

Compré un poco de tela para una falda nueva, pan de maíz para Wismeiry, y una manzana roja que mordí mientras caminaba. En el mercado, soy solo una chica más. Una más entre la gente. Y eso me hace libre.

Aunque sea por unas horas.

Porque en el castillo, la batalla por la corona ya comenzó… y todas mis hermanas están dispuestas a matarse entre ellas para ganarla.

…y yo… yo ni siquiera he empezado a jugar.

Estaba cruzando la calle con la tranquilidad que da el anonimato, cuando un sonido extraño me hizo girar la cabeza.

Un rugido. Mecánico. Elegante.

Un coche negro. No un coche cualquiera. Un Ford Modelo T phaeton Fordor, 1929, recién salido de fábrica. Solo lo había visto en revistas extranjeras que la reina prohibía. Su estructura era impecable, como un insecto brillante deslizándose por la tierra de los simples.

Mi corazón se aceleró. No por miedo, sino por esa mezcla peligrosa de sorpresa y curiosidad.

No era normal ver algo así en nuestro reino. Menos aún en el pueblo.

Salté hacia atrás para evitarlo, y mi pie tropezó con un adoquín suelto. La manzana cayó rodando. Yo también estuve a punto de hacerlo… hasta que escuché el galope.

Cuatro.

Cuatro caballos. Grandes. Negros. Hermosos.

Caballos de raza pura sangre. Lo supe por su paso, su estampa y ese brillo que solo los mejores tienen. El mismo tipo de caballo que mi padre me compró una vez en la granja del señor Gray, antes de que mis hermanas hicieran que me lo quitaran “por no saber montarlo con elegancia”.

El aire se llenó de polvo, de fuerza, de presencia.

El coche negro siguió de largo, pero los jinetes se detuvieron. Venían como una tormenta. Uno de ellos, el más joven, el de cabello oscuro y sonrisa de viento, saltó de su caballo mientras lo guiaba con una sola mano.

Me sujetó por la cintura como si yo no pesara nada.

Como si yo fuera aire.

Me alzó y me sentó frente a él, sobre su montura, justo antes de que los cascos pasaran por donde estuve de pie.

Su perfume me invadió.

No era como el de los nobles de palacio: no olía a rosas marchitas ni a desesperación escondida bajo capas de colonia. Olía a limpio, a madera, a hojas secas y a lluvia. A alguien real.

—Casi te conviertes en parte del empedrado —dijo él, su voz con un acento extranjero y una sonrisa que no sabía si quería molestarme o protegerme—. Qué suerte que venía detrás.

Los otros tres jinetes pasaron a nuestro lado riéndose y gritando:

—¡Hermano! ¡Ya conseguiste novia! ¡Qué suerte! —uno de ellos alzó el puño en broma.

—¡Una sirvienta! —bromeó otro—. Las princesas serán nuestras, Roderick. ¡Rápido tú, como siempre!

Roderick.

Así se llamaba.

Yo no dije nada.

No podía.

Porque en ese instante exacto, allí, sentada en su caballo, por primera vez me sentí vista.

Y sin quererlo…

…empecé a fantasear.

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