Cuando crucé la reja trasera del palacio, ya había oscurecido. Mi falda de lino estaba manchada de tierra y el pañuelo con el que cubría mi cabello apenas se sostenía por un nudo flojo. Apenas empujé la puerta que daba a las cocinas, escuché el chillido agudo de Wismeiry Dinah.
—¡Por las barbas del santo Falcón! ¡Azalea Izzy Haro Benavides! ¡¿dónde estabas?! Su voz fue un látigo que me trajo a la realidad. Su rostro estaba pálido, las manos aún cubiertas de harina, el mandil torcido como si hubiera salido corriendo de la cocina. Me tomó del brazo y me arrastró hasta dentro con más fuerza de la que parecía tener. Pensé que algo grave sucedía. —¿Qué pasa? —pregunto, quitándome el pañuelo—. Solo fui al pueblo, como siempre. ¿Mi padre se entero? —¡Te buscaron! ¡Te buscaron como si se hubiera abierto el infierno! —me regañó entre susurros—. Les dije que fuiste a casa de la señorita Luisa. —¿Por qué tanto alboroto? —Dos mensajeros del Consejo llegaron esta tarde, ¡y tus hermanas se están arrancando las pelucas unas a otras! Me detuve en seco. —¿Mensajeros? Wismeiry asintió con la cabeza. Su voz bajó a un murmullo. —El emperador… ha hablado. El Reino de León será dividido en dos. El rey Arturo Alcalá de la Alameda gobernará la otra mitad con sus cuatro hijos. Vendrán aquí… en una semana… para el gran baile de encuentro. Se ganaron el derecho de la mitad por ganar la guerra. —¿Baile? ¿Ganaron la guerra a nombre del emperador y les darán una parte del territorio? Entonces era eso—susurro. —Sí. Un baile donde cada una de ustedes deberá mostrar su valor, su gracia… su inteligencia. Y sí, Azalea, aunque no lo quieras, tú también estás incluida. Si no te postulas viviremos un infierno con tus hermanas. Mi estómago se encogió. Como si el poco desayuno que me había comido se hubiese endurecido en piedra. Era mi oportunidad de volver a verlo. El rostro de Roderick me volvió en flashes: sus manos cálidas, su voz serena, la forma en que me miró como si no me viera como una simple pieza del tablero… Y la risa burlona de sus hermanos. “Las princesas serán nuestras”, dijeron. No. No quiero quedarme atrás. Aunque yo no quiero ser reina. Nunca lo quise. Pero si eso significa poder elegir mi camino… si eso significa que no me vuelvan a ver como una sirvienta más… evitar el abuso al menos de las personas que me rodean, si eso significa que puedo estar cerca de él… entonces quizás, por primera vez en mi vida, valga la pena pelear por algo. O por alguien. —Wismeiry —le dije en voz baja, apenas cerramos la puerta de mi habitación—. Necesitaré tu ayuda con un peinado… y maquillaje. Me presentaré ante mi padre. Sus ojos se abrieron como platos. Me observó en silencio por un segundo y luego entrecerró los ojos, como si intentara descifrarme. —¿Vamos a darle la guerra? —No seas tan dramatica—respondí, caminando hasta el rincón donde escondía mis cosas—. Solo quiero verme bien. Levanté la alfombra, corrí la loseta suelta y saqué con cuidado el cofre de madera. Dentro, envuelto como un tesoro, estaba el collar de piedras preciosas que mi abuela me dejó, saco el vestido que Natalie había confeccionado en tiempo récord para mi. Era perfecto. Sencillo, sí, pero elegante, con la caída exacta, el corte justo, y ese color verde profundo que parecía hecho para confundirse con la noche. Wismeiry se acercó, lo tomó entre las manos como si sostuviera seda traída de otro mundo. —¿Dónde…? —Lo mandé a hacer en secreto —le respondí—. No quiero que mis hermanas lo vean hasta que sea demasiado tarde. Ella sonrió con complicidad y lo colgó con cuidado del perchero. Luego, sin decir una palabra, fue hasta el gran baúl al pie de mi cama, uno que había llenado de mantas y colchas para despistar. Movió las telas hasta el fondo y sacó una caja cuadrada, de terciopelo gris. Mis ojos se iluminaron. La abrió lentamente, como quien abre una promesa. Ahí estaban. Mis zapatos. Eran de charol negro, con tacón bajo y cintas de seda que se enredaban alrededor del tobillo. Hermosos. Inmaculados. Los había comprado en una feria hace años, con algunas monedas de oro que me habían quedado de un regalo de cumpleaños de mi madre, y los había escondido desde entonces. —Sabía que algún día los usarías —susurra Wis. Después del baño, me senté frente al espejo de cuerpo entero mientras ella se encargaba de todo. Me peinó el cabello en una trenza coronada que dejaba algunos mechones sueltos cayendo a los lados. Con el maquillaje fue sutil, pero suficiente para que mis ojos grises parecieran más profundos. No me reconocí al verme. No parecía una princesa. Parecía… una amenaza silenciosa. Una sombra dulce. Una carta inesperada. La hermana que nadie quería. —Lista —dijo Wismeiry, dando un paso atrás para admirar su obra. Me puse de pie. El vestido se ajustaba perfecto, los zapatos no dolían, y mi reflejo me devolvía una chica que no temía caminar entre lobos. Respiré hondo. Ya no era solo Azalea, la hermana menor. Ya no era solo la que prefería el huerto al trono. Estaba a punto de entrar al salón familiar, donde mis hermanas esperaban como leonas enjauladas, dispuestas a devorarse por la corona. Y esta vez… yo también iba a estar ahí. No por la corona. Por mí. Por los débiles que me rodean. Por él. Y porque estaba cansada de esconderme. —Vamos —le dije a Wis—. Que comience el juego. Bajé los escalones con cuidado. Cada paso resonaba más fuerte en mi pecho que en el mármol del castillo. El vestido rozaba la baranda, y los zapatos —esos que esperaron tanto para ser usados— se sentían como una promesa hecha realidad. Me detuve a mitad de camino, como siempre lo hacía. Ahí estaba la pintura. Honey. La habían inmortalizado con un vestido azul cielo, el cabello recogido con cintas blancas, y esa sonrisa serena que nunca dejaba de parecer real. La más hermosa de todas. La más dulce. Y también… la más ausente. Tenía diez años cuando cayó en aquel pozo, cerca de los establos. O al menos eso fue lo que dijeron. Yo tenía nueve. Y aún recuerdo el grito que rompió la tarde, el ruido de los sirvientes corriendo, las lágrimas de mamá —llorando sin hacer ruido, como si el mundo fuera de cristal—. Nadie hablaba de Honey. Nadie se atrevía a mencionarla. Como si con callarla bastara para enterrarla de nuevo. Pero yo sí la recuerdo. Recuerdo que siempre me peinaba con flores, que me dejaba su parte de postre cuando pensaba que yo estaba triste, que decía que cuando fuera reina, me haría su consejera personal porque confiaba en mí más que en nadie. Y recuerdo también que no le gustaba jugar cerca del pozo. —Honey… —susurré, casi sin darme cuenta. La pintura parecía mirarme. Como si supiera que estaba bajando esas escaleras no solo con un vestido nuevo, sino con la determinación de no dejar que me vuelvan invisible. De no permitir que otra más de nosotras se pierda en la sombra de las coronas. —Quisiera que estuvieras aquí —le dije—. Porque tú habrías visto lo que yo aún no puedo decir en voz alta. Seguí bajando. Y aunque el corazón me pesaba, sentí algo distinto esta vez. Como si Honey caminara conmigo. Como si, al fin, el recuerdo no doliera… sino que me acompañara. El salón estaba cerca. Las voces. Las risas vacías. Las hermanas que me creían fuera del juego. Pero esta vez no me iba a quedar sentada al borde del tablero. No hoy.No hay sonido más aterrador que el chillido de siete víboras disfrazadas de princesas. —Señorita ya deben estar todos adentro. —Espera, Wis déjame ir sola por un momento. Ni bien pasé por el pasillo principal, escuché los alaridos que salían del salón del trono. Me escondí tras un tapiz, ese viejo de hilos dorados que oculta una ranura en la pared, y desde allí me asomé lo suficiente para espiar. —¡¿Solo cuatro?! —gritó Daisy, la mayor, sacudiendo una carta de pergamino como si quisiera que ardiera en sus manos—. ¡Somos siete! ¿Qué clase de burla es esta? —¡Esto es una humillación! —dijo Hazel, una de las trillizas, mientras Eliza se arreglaba el moño como si aún estuviera en una fiesta—. ¡Nosotras merecemos reyes, no sobras! —¡Yo soy la más joven y bella! —bufó Patsy, lanzando una mirada fulminante a Lizzie, su gemela—. Seguro uno se queda conmigo. Tú tienes las caderas de una mula. —¡¿Mula, yo?! ¡Te crees la miel y no llegas ni a propóleos! —le respondió Lizzie, lista pa
Cuando crucé el arco del salón, las risas se apagaron por un segundo. Solo un segundo. Pero fue suficiente. Todas estaban allí: Daisy acomodada como una emperatriz en uno de los sillones, con una copa de licor de rosas entre los dedos. Maisy servía una segunda ronda de dulces que claramente no había hecho ella misma. Las trillizas Suzie, Eliza y Hazel estaban en su clásica pose de espejo: una se miraba las uñas, otra el cabello, y la tercera simplemente observaba a todas, tomando nota mental de cada detalle. Y por supuesto, las gemelas Lizzie y Patzy cuchicheaban con servidumbre vestida de lujo, como si fueran parte de un tribunal. Yo avancé con la cabeza en alto, con mi ropa sencilla. Mi trenza ahora estaba suelta, cayendo como una cascada dorada sobre mi hombro. Sabía que no me veían como a una más… pero por primera vez, no me importó. —¿Y esta aparición? —dijo Patzy, arqueando una ceja—. ¿Desde cuándo vienes y te presentas a cenar? Siempre nos hechas al menos diciendo que es
El sol apenas empezaba a asomarse cuando Azalea se despertó, aún con los pensamientos del baile y las miradas de sus hermanas retumbando en su mente. Pero esa mañana no quería pensar en coronas, ni en galas. Solo en telas. En colores. En nuevas posibilidades. Y destacar sobre las demás sin perder su originalidad y esencia. —¿Lista, Wis? —pregunta, abrochándose la capa sobre el vestido sencillo que llevaba. Y unas botas muy viejas que usa para cabalgar. Wismeiry asintió con una sonrisa, llevando una cesta y su monedero con monedas de oro entre los pechos. Tomaron la entrada trasera como siempre, se escabulleron entre los arbustos del huerto, y bajaron la colina hasta el pueblo. Nadie las reconoció. Nadie las detuvo. La mañana era suya. Después de recorrer un par de tiendas, decidieron ir más allá, hacia el puerto, donde a veces llegaban mercaderes con telas exóticas traídas de tierras lejanas. —Estas le quedarán espectacular señorita. —Me gusta este azul profundo. Azalea s
No sé si fue el agua salada, el susto o el golpe que me di en la rodilla o la cortada en la entrepierna contra una roca afilada, pero juraría que vi a los piratas llegar en balsas como si fueran en una especie de picnic mal organizado. Lo único que les faltaba era el mantel a cuadros y la música de fondo. Yo, con la pierna medio cojeando, empapada y despeinada como una escoba vieja, hice lo único que una persona con sentido común haría: correr. O algo que se pareciera a correr. Parecía más una mezcla entre trote, salto y grito de "¡sálvese quien pueda!" Uno de ellos me gritó: —¡Detente, muñeca, no queremos hacerte daño! Nuestro capitán aún no termina de hablar contigo. Sí, claro, porque su plan era darme un abrazo y una taza de té. ¡No! ¡Ese tipo buenmoso solo quiere hacerme su esposa! Tomé un palo de árbol de almendras y lo usé como mi espada. Cuando uno casi me alcanza, justo cuando estaba a punto de gritarle cosas feas que ni yo sabía que sabía, lo vi. Él. Roderick.
Mire a la forastera fruncir el ceño.Cuando nos dieron la habitación, la chica dijo que solo tenía habitaciones con una cama. La acepte de todos modos no teníamos a donde ir por el momento. Ayudé a la chica toda mojada para que se apoyara en mi hombro. Ya en la habitación le dije que tomara un baño, que iba por ropa seca. Cuando salió del baño, traía el cabello húmedo, suelto como una sirena fuera del agua. Goteaba aún, dejando un pequeño rastro sobre el piso de madera. Le había dejado una muda de ropa limpia sobre la silla junto a la puerta del baño—un camisón blanco que apenas cubriría más de lo necesario y una ropa interior de encaje fue lo que encontré —. No me dio las gracias. No la necesitaba de todas formas. Solo me miró con esa mezcla de orgullo y cansancio que me estaba volviendo adicto. No actuaba como una sirvienta, una plebeya o una esclava. —La sopa está caliente —dije, señalando el cuenco humeante sobre la mesa. El ron en mi copa me ayudaba a distraerme del v
Toc toc toc ( sonido d ella puerta al ser tocada)—Buenos días, caballero...—Mmm— gruñido al despertar. Abrí los ojos lentamente, con la espalda hecha trizas y el cuello en un ángulo que definitivamente no era natural. Dormir en el suelo nunca fue mi fuerte. Me quejé en voz baja mientras me sentaba, llevándome la mano al cuello y girando los hombros con el sonido de crujidos que habrían asustado a cualquier ser vivo decente.— ¡Va!Me puse de pie de golpe, lo que fue un error. El dolor me bajó por la espalda como una espada oxidada. —Buenos días, señor. ¿Quieres limpieza?—Ahh...no. Gracias.Cierro la puerta y me rasco el pelo. Miré hacia la cama. Vacía. Parpadeé. Parpadeé otra vez. Nada. Cojeando fui hacia la puerta otra vez y la abrí de golpe, esperando verla apoyada en el pasillo, esperando a alguien o simplemente tomando aire. Nada. Bajé los escalones, busqué con la mirada entre las mesas y borrachos aún dormidos sobre las sillas. La posada era un desastre post-fiesta.
—No tengo tanto deseo de cabalgar pero es mejor que estar encerrada. —Esta bien, señorita iré a su lado. Esa tarde, bajo el cielo anaranjado del crepúsculo, Azalea ensilló a su yegua, Niebla. Wis la acompañaba en otro corcel más tranquilo. Galopaban por la llanura, lejos del castillo, dejando que el viento les despeinara los pensamientos. Todo era paz… hasta que no lo fue. Niebla relinchó con fuerza, levantó las patas delanteras y salió disparada, desbocada, enloquecida. Azalea se da cuenta de que algo no está bien.—¡Niebla! ¡Detente! —¡AZALEA! ¡No vayas tan rápido!—gritó Wis, tratando de alcanzarla sin éxito.—¡No soy yo! ¡Algo le pasa a este animal!—le grita a todo pulmón. El cabello de Azalea se soltó en el aire, sus manos apenas lograban controlar las riendas. El mundo se volvió desequilibrado. —¡Sostente con fuerzas!—¡No te escucho! ¡Debí quedarme en mi habitación! ¡Detente animal del mismísimo infierno! ¡Que te pasa! ¡NIEBLAAAAAAA!Las ramas, el viento, el temblor
Desde aquel encuentro en el campo, el nombre de Estefan Rafael Alcalá de la Alameda comenzó a resonar en los pasillos del castillo con más frecuencia de la que Azalea hubiera deseado. Como general condecorado y hermano del joven héroe Roderick, no era raro verlo convocado a banquetes, recepciones y hasta simples paseos por los jardines reales con jóvenes de todas las familias… pero Azalea no era tonta. Ese era el más popular de los cuatro. Sabía exactamente por qué Estefan estaba allí. Y cada vez que lo veía caminar entre los corredores de mármol, con sus botas resonando con autoridad, sus ojos fijos en ella cuando creía que nadie miraba… se le apretaba algo en el pecho. Pero el problema no era solo él. El problema eran ellas. —Azalea, ¿lo viste otra vez? —preguntó Hazel Marina, una de las trillizas, con una sonrisa insinuante mientras arreglaba su escote frente al espejo—. Hoy llevaba un abrigo azul marino. Me dijo que era su favorito. ¿Te fijaste en cómo huele? —cerró los oj