El sol apenas empezaba a asomarse cuando Azalea se despertó, aún con los pensamientos del baile y las miradas de sus hermanas retumbando en su mente. Pero esa mañana no quería pensar en coronas, ni en galas. Solo en telas. En colores. En nuevas posibilidades. Y destacar sobre las demás sin perder su originalidad y esencia.
—¿Lista, Wis? —pregunta, abrochándose la capa sobre el vestido sencillo que llevaba. Y unas botas muy viejas que usa para cabalgar. Wismeiry asintió con una sonrisa, llevando una cesta y su monedero con monedas de oro entre los pechos. Tomaron la entrada trasera como siempre, se escabulleron entre los arbustos del huerto, y bajaron la colina hasta el pueblo. Nadie las reconoció. Nadie las detuvo. La mañana era suya. Después de recorrer un par de tiendas, decidieron ir más allá, hacia el puerto, donde a veces llegaban mercaderes con telas exóticas traídas de tierras lejanas. —Estas le quedarán espectacular señorita. —Me gusta este azul profundo. Azalea se emocionó al ver una carpa con sedas brillantes como la luna y terciopelos oscuros como el cielo nocturno. Pero ninguna se percató de unos hombres que estaban esperando a una víctima para hacer de las suyas. —Señorita, voy al baño. No se mueva de aqui. —Ve Wis, no pienso ir a ningún lado. Azalea se quita la capa un momento por el calor mostrando su cabellera y su rostro impecable. —Esa debe ser hija de algún funcionario o con suerte la hija del rey. —No importa quien sea, siempre y cuando consigamos algo de dinero. Azalea estaba eligiendo una pieza azul profundo cuando se le acercaron y la sujetaron tapándole la boca con cloroformo. Antes de que pudiera volverse, unas manos ásperas la sujetaron por detrás. Un trapo húmedo cubrió su boca. Su visión se nubló. —¿Oiga, que hace? ¡Sueltame! ¡Ummmm! —Shhh, tranquila muñeca. Duerme belleza. En menos de un minuto después, Wis sale del local y no ve a Azalea frente a la ropa, mira a un lado en un callejón y ve que dos tipos montan a una chica con una capucha sobre un caballo y un tipo detrás, Wis nota que es la misma ropa que su señorita. —¡Azalea!— grita sin entender por qué la llevan así. Es cuando se le acerca uno de los tipos. —Hola muñeca ¿acaso buscas a tu señorita? —¿Qué? ¿Quién es usted? ¿Por qué tienen a mi amiga? —No importa quien sea, escucha muy bien. Regresa a su casa y dile a su padre que si no tiene dos cofres de oro le devolveremos a su hija en varias piezas, si no la echamos al mar—le dice colocándole un cuchillo en el cuello—Si no tiene tanto, puedes traerme todo lo de valor y mejor si tiene oro. Estaremos en el muelle y ahí de ti que avises a las autoridades. —¡No puede hacerle esto! ¡Mejor llévame a mi! El hombre subió a su caballo y se fue. Wismeiry corrió. Gritó su nombre hasta que su garganta se rompió. Nadie ayudó. Nadie se acercó. Los piratas, encapuchados, ya la llevaban hacia un bote camino al muelle. Wis los siguió corriendo, pero no pudo alcanzarlos. —¡Díganle a su padre que tiene hasta el anochecer para darnos el intercambio! Si no… la señorita será comida de tiburones. Wismeiry se gira en sus talones y corre rumbo al palacio. En una calle diferente, Roderick cabalgaba en el pueblo para conocerlo mejor... y para ver si encontraba a la chica muy peculiar que había salvado anteriormente... baja del caballo y se compra una bebida para refrescarse, se gira y casi choca con Wismeiry, empapada en sudor y con el rostro descompuesto. Se tambalea, y él la sostiene por los hombros. —¡Mira con cuidado! ¿Qué le sucede, señorita? —pregunta, alarmado por su expresión. —¡La hija menor del rey! —jadea Wis, sin notar que hablaba con el mismísimo príncipe Roderick —. ¡Azalea… ha sido raptada! —¿Qué? ¿Una princesa, la hija del rey? —Piratas… la llevaron del puerto, oh por Dios… dijeron que zarparán y que si no entregan dos cofres de oro, la lanzarán a los tiburones al caer la noche… ayúdeme por favor. Dijeron que si avisaba a la guardia la iban a matar. Si llego al castillo para dar la mala noticia, mi señorita estará en peligro de muerte. Roderick sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. Si algo le pasaba a un miembro de la realeza contraria podrían acusar a su padre que acababa de instalarse por negligencia o complot, así que decidió actual por su cuenta. Ciertamente si la doncella va a avisar a su padre este cometería el error de llevar guardias poniendo en riesgo a su hija ya que ha escuchado rumores de que esa familia es muy extraña. —Espera aquí, veré qué tan grave es el caso. Si tengo la oportunidad la voy a rescatar. Sin decir nada más, montó su caballo y galopó hacia el muelle, desde allí vio un barco cerca de los acantilados y se dirigió por tierra con mucha cautela. Porque si alguien iba a rescatarla… …iba a ser él. Eso le daría algunos puntos sobre sus hermanos Y de paso ayudaría a una buena causa. No como cuando giras en un vals, ni como cuando sueñas flotando. Se movía de verdad, con el crujir de la madera bajo sus pies, el vaivén del océano y el olor a sal pegándosele en la piel como una segunda capa. Las muñecas le dolían por la soga áspera. Y la mordaza le dejaba la boca seca, el corazón trepidando en su pecho como un tambor de guerra. Azalea estaba atrapada. Y se dió cuenta un rato después cuando despertó. A bordo de un barco pirata. Y no… no eran como los libros que había robado del ala este de la biblioteca del castillo. No eran viejos, ni estaban podridos de ron, ni tenían la dentadura negra y rota. No. Eran jóvenes. Altos. Algunos hasta guapos, con torsos marcados por el trabajo bajo el sol, tatuajes tribales que subían por sus cuellos, pelo en rastas o trenzas y sonrisas de deseo que, en vez de consuelo, daban miedo para alguien como ella. —Tenemos una joyita a bordo —murmura uno con acento extranjero, mientras otro reía con descaro—. Si nos paga con oro, la devolvemos… pero mientras, puede servirnos en la borda. —Será nuestra camarera —dijo otro, mientras le quitaban la venda de los ojos—. Que al menos mire el mar, no las ratas del sótano. La llevaré frente a nuestro capitán primero. La arrastraron hasta una puerta de madera reforzada con hierro, al final de un pasillo angosto. Un guardia abrió sin mirar, como si ya supiera que vendrían. Dentro, la luz se colaba por una ventana circular, iluminando el camarote principal. Ahí estaba él. El gran pirata Alex Hopper. No llevaba parche. Ni garfio. Ni capa. Estaba frente a un enorme mapa con una brújula en la mano. Llevaba una camisa blanca abierta hasta el pecho, un pantalón oscuro y botas altas. Su cabello era castaño oscuro, atado en una coleta desordenada, y sus ojos —casi verdes— eran tan afilados como el puñal en su cinto. Azalea tragó saliva. O lo habría hecho si no tuviera aún la mordaza puesta. Él alzó la mirada lentamente. La observó de pies a cabeza. —¿Atraparon a la hija menor del rey? —pregunta con voz ronca, casi burlona. Nadie responde. Azalea tiembla. ¿Cómo sabía que era la hija del rey? sus manos atadas al frente titiritaban. No sabía si por el frío del mar, por la cuerda en sus muñecas o por la forma en que ese hombre la miraba… como si ya supiera que no era una simple sirvienta. Como si supiera quién era en realidad. Y peor aún… como si no pensara devolverla. El camarote olía a madera vieja, a ron caro y a peligro. Alex Hopper no había dejado de mirarla desde que entró. Con las manos aún atadas al frente, Azalea se mantenía erguida, orgullosa, sin decir palabra. Pero por dentro… hervía. —¿Realmente es una de las hijas del rey mi capitán? ¿Cómo está seguro? —Pelo dorado como el sol, ojos grises como la tormenta...y ese brazalete con la insignia del castillo, esta debe ser Azalea la menor de las ocho hermanas. —Entonces ahora sí la pegamos, mi capitán. —Tremendos asnos que son. Larguense de mi vista. Los hombres salen dejando a Azalea y a Alex solos en el camarote. —Si sabes quién soy, será mejor que me dejes ir. —Hola, disculpa la rudeza de mis hombres. Soy Alex Hopper. Capitan de esta nave. —No me interesa. ¿Ya me puedo ir? —¿Por qué tan rápido? Tengo una propuesta —dijo él, acercándose con lentitud felina—. Podríamos casarnos, princesa. Serías mi reina del mar. Tendrías joyas, barcos, islas... y a mi. Escuché por ahí que ya todas buscan maridos en el palacio. Según escuché eres la rebelde de todas. Azalea frunce el ceño mientras ve cómo la desata de las muñecas dejándola libre. —¿Casarme contigo? —espetó con asco—. No me casaría con un delincuente aunque fueras el último hombre del planeta. Prefiero morir que compartir el nombre con un saqueador. Alex sonríe, como si lo disfrutara. —Tienes carácter —dijo, inclinándose peligrosamente—. Eso me gusta. Te vi una vez hace años cuando aún no era pirata. No matamos gente, sólo sobrevivimos a los tiempos. Podría ser de utilidad para ti reino. Conocemos el mar, hemos estado en medio de la tormenta y nos dedicamos a buscar tesoros. Ella giró el rostro, pero él se acercó más acorralando la contra la mesa. —Podrías aprender a quererme... con el tiempo —susurra, bajando la voz mientras intentaba rozar sus labios. Pero no. Azalea no era ninguna flor delicada. En un segundo, con una rapidez que ni ella misma sabía que tenía, agarró el primer objeto que encontró —un florero de cerámica azul— y se lo estrelló en la cabeza con un grito feroz. —¡Ni en tus sueños, Hopper! —¡Ack! ¡Mierda! Él cayó hacia atrás, tambaleándose, sorprendido más que herido. Ella no esperó a ver si se levantaba. Salió corriendo por el pasillo, esquivando marineros y barriles. Subió a cubierta, empujó a un joven pirata que trató de detenerla, y sin pensarlo, sin mirar atrás… Se lanzó al mar. Las olas la envolvieron como hielo. Nadó con fuerza, alejándose del barco, de los gritos, de los disparos. —¡Alto maldita sea, no disparen! ¡la quiero con vida! — escucha a Álex decir. Nadó hasta que sus brazos dolieron, hasta que el sabor a sal quemaba su lengua, hasta que su vista divisó los acantilados. Con la última energía que le quedaba, Azalea alcanzó la roca más cercana, trepó jadeando como pudo, y se desplomó, empapada, sangrando de una pierna… pero libre. Miró el horizonte. Los piratas estaban subiendo a sus botes más pequeños para darle persecución.No sé si fue el agua salada, el susto o el golpe que me di en la rodilla o la cortada en la entrepierna contra una roca afilada, pero juraría que vi a los piratas llegar en balsas como si fueran en una especie de picnic mal organizado. Lo único que les faltaba era el mantel a cuadros y la música de fondo. Yo, con la pierna medio cojeando, empapada y despeinada como una escoba vieja, hice lo único que una persona con sentido común haría: correr. O algo que se pareciera a correr. Parecía más una mezcla entre trote, salto y grito de "¡sálvese quien pueda!" Uno de ellos me gritó: —¡Detente, muñeca, no queremos hacerte daño! Nuestro capitán aún no termina de hablar contigo. Sí, claro, porque su plan era darme un abrazo y una taza de té. ¡No! ¡Ese tipo buenmoso solo quiere hacerme su esposa! Tomé un palo de árbol de almendras y lo usé como mi espada. Cuando uno casi me alcanza, justo cuando estaba a punto de gritarle cosas feas que ni yo sabía que sabía, lo vi. Él. Roderick.
Mire a la forastera fruncir el ceño.Cuando nos dieron la habitación, la chica dijo que solo tenía habitaciones con una cama. La acepte de todos modos no teníamos a donde ir por el momento. Ayudé a la chica toda mojada para que se apoyara en mi hombro. Ya en la habitación le dije que tomara un baño, que iba por ropa seca. Cuando salió del baño, traía el cabello húmedo, suelto como una sirena fuera del agua. Goteaba aún, dejando un pequeño rastro sobre el piso de madera. Le había dejado una muda de ropa limpia sobre la silla junto a la puerta del baño—un camisón blanco que apenas cubriría más de lo necesario y una ropa interior de encaje fue lo que encontré —. No me dio las gracias. No la necesitaba de todas formas. Solo me miró con esa mezcla de orgullo y cansancio que me estaba volviendo adicto. No actuaba como una sirvienta, una plebeya o una esclava. —La sopa está caliente —dije, señalando el cuenco humeante sobre la mesa. El ron en mi copa me ayudaba a distraerme del v
Toc toc toc ( sonido d ella puerta al ser tocada)—Buenos días, caballero...—Mmm— gruñido al despertar. Abrí los ojos lentamente, con la espalda hecha trizas y el cuello en un ángulo que definitivamente no era natural. Dormir en el suelo nunca fue mi fuerte. Me quejé en voz baja mientras me sentaba, llevándome la mano al cuello y girando los hombros con el sonido de crujidos que habrían asustado a cualquier ser vivo decente.— ¡Va!Me puse de pie de golpe, lo que fue un error. El dolor me bajó por la espalda como una espada oxidada. —Buenos días, señor. ¿Quieres limpieza?—Ahh...no. Gracias.Cierro la puerta y me rasco el pelo. Miré hacia la cama. Vacía. Parpadeé. Parpadeé otra vez. Nada. Cojeando fui hacia la puerta otra vez y la abrí de golpe, esperando verla apoyada en el pasillo, esperando a alguien o simplemente tomando aire. Nada. Bajé los escalones, busqué con la mirada entre las mesas y borrachos aún dormidos sobre las sillas. La posada era un desastre post-fiesta.
—No tengo tanto deseo de cabalgar pero es mejor que estar encerrada. —Esta bien, señorita iré a su lado. Esa tarde, bajo el cielo anaranjado del crepúsculo, Azalea ensilló a su yegua, Niebla. Wis la acompañaba en otro corcel más tranquilo. Galopaban por la llanura, lejos del castillo, dejando que el viento les despeinara los pensamientos. Todo era paz… hasta que no lo fue. Niebla relinchó con fuerza, levantó las patas delanteras y salió disparada, desbocada, enloquecida. Azalea se da cuenta de que algo no está bien.—¡Niebla! ¡Detente! —¡AZALEA! ¡No vayas tan rápido!—gritó Wis, tratando de alcanzarla sin éxito.—¡No soy yo! ¡Algo le pasa a este animal!—le grita a todo pulmón. El cabello de Azalea se soltó en el aire, sus manos apenas lograban controlar las riendas. El mundo se volvió desequilibrado. —¡Sostente con fuerzas!—¡No te escucho! ¡Debí quedarme en mi habitación! ¡Detente animal del mismísimo infierno! ¡Que te pasa! ¡NIEBLAAAAAAA!Las ramas, el viento, el temblor
Desde aquel encuentro en el campo, el nombre de Estefan Rafael Alcalá de la Alameda comenzó a resonar en los pasillos del castillo con más frecuencia de la que Azalea hubiera deseado. Como general condecorado y hermano del joven héroe Roderick, no era raro verlo convocado a banquetes, recepciones y hasta simples paseos por los jardines reales con jóvenes de todas las familias… pero Azalea no era tonta. Ese era el más popular de los cuatro. Sabía exactamente por qué Estefan estaba allí. Y cada vez que lo veía caminar entre los corredores de mármol, con sus botas resonando con autoridad, sus ojos fijos en ella cuando creía que nadie miraba… se le apretaba algo en el pecho. Pero el problema no era solo él. El problema eran ellas. —Azalea, ¿lo viste otra vez? —preguntó Hazel Marina, una de las trillizas, con una sonrisa insinuante mientras arreglaba su escote frente al espejo—. Hoy llevaba un abrigo azul marino. Me dijo que era su favorito. ¿Te fijaste en cómo huele? —cerró los oj
—Voy con usted señorita. —No Wis, quédate y mantenme informada de lo que hacen mis demás hermanas y no las dejes entrar a mi habitación a robarme. —Bien, señorita Azalea. El sol del mediodía caía con fuerza sobre el empedrado de la plaza principal del reino, justo frente al antiguo edificio del ayuntamiento. Azalea, la princesa menor del Reino Haro Benavides, salía con paso rápido, llevando en una carpeta los documentos sellados con el permiso oficial para la fiesta de recibimiento. Su madre la había enviado personalmente, y aunque no le agradaban mucho los encargos administrativos, agradecía la excusa para salir del castillo. No esperaba, sin embargo, chocar con alguien justo al bajar los escalones de la entrada. El impacto la hizo perder el equilibrio, y los papeles cayeron como hojas secas al suelo. Un brazo fuerte la sostuvo a tiempo de evitar la caída. —¡Oh! Mis disculpas, señorita —dijo el joven, inclinando la cabeza con respeto mientras se agachaba a recoger los papeles
En el Reino de León, la miel es símbolo de nobleza, dulzura y poder. Pero si me preguntan a mí, también sabe a veneno si la producen las abejas equivocadas. Yo soy Azalea, la octava. La última. La que nunca debió nacer, si le preguntan a mis hermanas. Nací con los ojos del color de las tormentas y el pelo del color del sol, y eso bastó para convertirme en el error de la colmena. Mi hermana mayor, Daisy –la de 25 años y un ego que le cabe justo en la corona– fue la primera abeja reina fallida. No la soporta nadie, ni siquiera su reflejo. Hoy, como casi todos los días, decidió empezar el amanecer con su pasatiempo favorito: arruinar el mío. —¡Arriba, floja! —gritó, justo antes de lanzarme un cubo de agua fría encima—. Las sirvientas no duermen hasta tarde. —No soy una sirvienta —le gruñí entre dientes, temblando. —No, claro que no —rió con sarcasmo—. Pero pareces una. La puerta se cerró de un portazo y escuché los tacones de la segunda: Maisy, la de 23. Siempre hambrienta,
Sentí cómo el aire volvía a mis pulmones al tocar el suelo. Sus brazos, que hacía segundos me envolvían con una fuerza que no conocía, ahora se separaban de mí con delicadeza. Me colocó de pie, con cuidado, como si temiera romperme, y su mirada se quedó en la mía por unos segundos que parecieron años. —¿Realmente estás bien? —pregunta con una voz tan serena como profunda. Asentí, aunque no podía evitar mirar sus ojos… eran como los cielos que tanto admiraba desde mi ventana. Ni siquiera noté que los demás jinetes se habían detenido hasta que los caballos pasaron rugiendo a nuestro lado, lanzando silbidos y risas. —¡Hermano, qué suerte la tuya! ¿La llevarás contigo? Creo que se enamoró, mira sus ojitos—grita uno de ellos, carcajeándose como si aquello fuera un espectáculo de feria—. ¡Y una sirvienta! Te gustan humildes, ¿eh? —¡Se lo diré a papá, Roderick! ¡Las princesas te van a aniquilar cuando vean que una sirvienta les ganó! —añade otro, sin siquiera mirarme, como si yo fu