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La sal en tu piel.

Mire a la forastera fruncir el ceño.

Cuando nos dieron la habitación, la chica dijo que solo tenía habitaciones con una cama. La acepte de todos modos no teníamos a donde ir por el momento.

Ayudé a la chica toda mojada para que se apoyara en mi hombro. Ya en la habitación le dije que tomara un baño, que iba por ropa seca.

Cuando salió del baño, traía el cabello húmedo, suelto como una sirena fuera del agua. Goteaba aún, dejando un pequeño rastro sobre el piso de madera. Le había dejado una muda de ropa limpia sobre la silla junto a la puerta del baño—un camisón blanco que apenas cubriría más de lo necesario y una ropa interior de encaje fue lo que encontré —.

No me dio las gracias. No la necesitaba de todas formas. Solo me miró con esa mezcla de orgullo y cansancio que me estaba volviendo adicto. No actuaba como una sirvienta, una plebeya o una esclava.

—La sopa está caliente —dije, señalando el cuenco humeante sobre la mesa.

El ron en mi copa me ayudaba a distraerme del vértigo de tenerla tan cerca.

Ya suficiente vergüenza fue el hecho de que ella se diera cuenta de mi erecciön mientras cabalgaba a su lado.

Asintió y se sentó en la cama con un movimiento lento, pero elegante. Tomaba la sopa en silencio, y yo preparaba los utensilios médicos como excusa para no mirarla demasiado.

—¿Dónde más te duele además de la rodilla?

No respondió. Solo me miró con una ceja en alto. Luego, sin decir una palabra, se levantó el dobladillo del camisón, y reveló una herida rojiza en el muslo, tan cerca de su entrepierna que me hizo tragar saliva.

«Definitivamente no era una noble» —pienso.

Casi podía ver su ropa interior de encaje....

Sentí que se me detenía el pulso. Es tan hermosa.

—¿Te vas a quedar mirando o vas a curarme, doctor?

El fuego que se encendió en mi pecho no tenía nombre. Me aclaré la garganta.

—Perdona... soy médico, sólo inspecciono bien la zona—mis labios no se detenían como si eso borrara mis pensamientos.

Me arrodillé con el botiquín, evitando mirar demasiado. Pero estaba allí. Ella. Su piel, suave. Herida. Real como la primera vez que nos vimos.

Tomé un paño limpio, lo humedecí con agua tibia y empecé a limpiar la herida. Ella se tensó ligeramente. Su respiración se volvió más pesada. Mis dedos, aunque firmes, temblaban por dentro.

—Esto puede arder un poco —le advertí, apenas tocando el borde de la piel dañada.

—No me asusta el dolor —murmura.

La forma en que lo dijo, como si hablara de algo más que heridas, me golpeó en la boca del estómago. Me obligué a concentrarme. A no mirar sus muslos torneados, ni la forma en que sus labios se entreabrieron con cada roce del paño.

Pero maldita sea, está jovencita... (aunque aún no sabía su nombre) tenía esa forma de estar presente como una tormenta de verano. Indomable. Bella. Inesperada.

—Estás temblando —le dije.

—¿Yo? Estás tú con los dedos fríos —dijo, pero sus mejillas estaban rojas.

Pasé el ungüento con delicadeza. La fragancia de su piel mojada me nublaba los pensamientos. Cada vez que mi pulgar rozaba su piel, sentía que algo en mi interior retrocedía y avanzaba al mismo tiempo.

—Cuando salí por la ropa me encontré con la doncella de la princesa Azalea.

—¿Con Wismeiry?

—No sé como se llama. Pero es la misma chica que pidió mi ayuda. Le informe que ya la princesa debía estar en el castillo, que solo me encontré contigo. Me preguntó cómo te llamabas y le dije que no sabía tu nombre pero te describí. También. le dije que estaríamos aquí porque los piratas deben estar por ahí. Mañana iré a la comisaría a denunciar lo que pasó.

—Oh...bien. Ella debe haber regresado con su princesa.

No dije nada más. Le noto una sonrisa ladeada.

Ni ella me dijo nada más..

Pero el silencio se volvió espeso, como si las palabras estuvieran de más.

Cuando terminé, me aparté un poco, aún arrodillado frente a ella. Me quedé mirándola, sin máscaras, por primera vez desde que la conocí.

—Gracias por no desmayarte —bromeé, buscando un respiro en esa tensión.

—Gracias por no aprovecharte —responde con una media sonrisa peligrosa.

—¿Eso piensas de mí?

—No... pero quería asegurarme.

Le tendí la manta. Ella la tomó y se recostó, cerrando los ojos por fin.

—¿Cómo te llamas? —pregunto en voz baja.

—¿Es eso importante ahora?

—Sabes el mío. Sería lo justo.

—Mis amigos me dicen abejita. Confórmate con eso.

Y fue como si la habitación se iluminara un poco más.

Abejita. Por fin, un sobrenombre para esa mirada imposible de olvidar.

Me senté en una de las sillas, sin querer irme. Sin saber si debía.

Y ella, medio dormida, murmura antes de perderse en sus sueños:

—Si te acercas demasiado... no prometo no acerté daño.

—Descansa, para cuando despiertes estarás renovada.

Me quedé observándola mientras dormía. La luz de la lámpara de aceite apenas dibujaba sombras suaves sobre su rostro. Tenía la piel aún húmeda por el vapor del baño, la respiración acompasada, el ceño ligeramente fruncido, como si hasta en sueños desconfiara del mundo entero. O de mí.

Abejita.

Una palabra dulce para una mujer que no sabía —o no quería— serlo. Pero había algo en ella, en esa forma en que se rendía al sueño con desconfianza, que me hizo querer quedarme. Solo un poco más. Solo hasta asegurarme de que no despertaría gritando por culpa de alguna pesadilla.

O de un recuerdo.

Me incliné hacia ella, despacio, cuidando de no hacer ruido. Le acomodé un mechón de cabello que caía sobre su mejilla. Su piel estaba caliente por el baño, pero el aire comenzaba a enfriarse.

Tomé mi capa, la que ella había rehusado antes con orgullo, y la coloqué suavemente sobre su cuerpo.

Se removió apenas.

—No me gusta que me tapen —murmura sin abrir los ojos.

—Y a mí no me gusta que te enfermes —le respondí en voz baja, sabiendo que mañana me lo recriminaría.

Me alejé unos pasos, volví a sentarme y apoyé los codos en las rodillas. El cansancio me estaba alcanzando. Cerré los ojos solo un instante, pero su voz volvió a sacarme del letargo.

—¿Roderick?

La escuché sin abrir los ojos.

—¿Mmm?

—¿Por qué ayudaste a una desconocida?

Abrí los ojos, y me encontré con los suyos. Aún medio cerrados, pero clavados en mí. Tan despiertos como su instinto.

—No lo sé... supongo que no me pareces tan desconocida.

Ella frunció un poco los labios, como si no supiera si eso era un halago o una amenaza.

—¿Sueles decirle eso a todas las chicas empapadas que encuentras en la playa?

—Solo a las que saben herir con un palo de almendra..

Eso la hizo sonreír. Una sonrisa pequeña, ladeada, casi burlona... pero real.

—Mañana me voy —dijo de repente.

—¿Adónde?

—Donde no me sigan los piratas. Ni los caballeros de capa noble.

Suspiré.

—Entonces debes tener cuidado. Yo debo denunciar a esos malechores. Y visitar a la princesa. No estaré tranquilo sin saber que está bien.

—Buena suerte con eso —susurra, cerrando los ojos otra vez.

Pasaron varios minutos antes de que el silencio se instalara por completo. Me levanté, tomé una de las mantas de repuesto y me acomodé en el suelo, cerca de la cama, donde pudiera oír si tenía una pesadilla o se movía demasiado. El suelo no era cómodo, pero ya estaba acostumbrado a dormir en condiciones peores.

Justo cuando el sueño comenzaba a llevarme, la oí murmurar una vez más:

—No... te acerques demasiado, Roderick... No sabes en qué lío te estás metiendo.

Abrí los ojos, pero no dije nada. Estaba teniendo un sueño conmigo.

Sonreí porque lo sabía.

Y aun así, ya estaba metido hasta el fondo.

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