El enjambre ruge

No hay sonido más aterrador que el chillido de siete víboras disfrazadas de princesas.

—Señorita ya deben estar todos adentro.

—Espera, Wis déjame ir sola por un momento.

Ni bien pasé por el pasillo principal, escuché los alaridos que salían del salón del trono. Me escondí tras un tapiz, ese viejo de hilos dorados que oculta una ranura en la pared, y desde allí me asomé lo suficiente para espiar.

—¡¿Solo cuatro?! —gritó Daisy, la mayor, sacudiendo una carta de pergamino como si quisiera que ardiera en sus manos—. ¡Somos siete! ¿Qué clase de burla es esta?

—¡Esto es una humillación! —dijo Hazel, una de las trillizas, mientras Eliza se arreglaba el moño como si aún estuviera en una fiesta—. ¡Nosotras merecemos reyes, no sobras!

—¡Yo soy la más joven y bella! —bufó Patsy, lanzando una mirada fulminante a Lizzie, su gemela—. Seguro uno se queda conmigo. Tú tienes las caderas de una mula.

—¡¿Mula, yo?! ¡Te crees la miel y no llegas ni a propóleos! —le respondió Lizzie, lista para lanzarle un zapato.

—¡Basta! —intervino Suzie, levantando las manos como si aún le quedaran fuerzas para imponer orden. Estaba tan roja que parecía un tomate relleno de orgullo—. ¡Debemos pensar! ¡No podemos permitir que una cualquiera —miró de reojo al pasillo, como si supiera que yo espiaba— nos quite lo que es nuestro! No somos las únicas princesas en el baile, estamos hablando de todas las doncellas del reino aunque no sean princesas.

Apreté los dientes.

"Una cualquiera", claro. La menor. La extraña. La de ojos grises y cabello dorado. La que se cuela en la cocina y no se sienta derecha en los banquetes. Ellas nunca olvidan recordarme lo lejos que estoy de su mundo de brillos, abanicos, momentos de té y sonrisas falsas.

—Lo que hay que hacer —dijo Daisy, ya más calmada—, es aliarnos. Somos siete. Solo cuatro llegarán al altar. Las demás deben estar listas para sacrificarse por la que tenga más oportunidad. Esos puestos debemos tenerlos nosotras.

—¿Sacrificarme? ¡Yo?! —gritó Maisy—. ¡Yo no me sacrifico ni por mis medias!

En ese momento entro por la puerta y todas me miran como si tuviera lodo en el rostro.

—Que bueno que llegas hija. Tu sirvienta me dijo que estabas en casa de mi amiga.

—Si padre, disculpa la demora.

—¿De donde sacaste esos ajuares? preguntan las gemelas al unísono.

—Pase por dónde mi modista, tenía meses haciéndome este vestido.

—Basta, niñas, no estamos aquí para hablar de ropa o zapatos.

Hubo un silencio. Cortante. Denso. Como si todas pensaran lo mismo pero nadie se atreviera a decirlo.

—Y tú, Azalea... —murmura Eliza, alzando la voz de forma teatral, como si mi nombre fuera veneno—. Ni sueñes con presentarte al baile. Nadie se va a fijar en una niñita sin experiencia en la sociedad.

Las otras hermanas hicieron un gesto entre burla y aprobación, mientras mi padre tomaba asiento en su trono secundario, el de las reuniones familiares. Era de madera negra, con tallados de halcones en las esquinas, sobrio como él.

Me alisé la falda con calma. Sabía que esa provocación vendría.

—Asistiré —dije firme, con la voz más clara de lo que esperaba—. Ya soy mayor de edad, cumplí dieciocho años hace dos meses, y tengo el mismo derecho que todas.

Eliza bufó, cruzando los brazos con arrogancia.

—No tienes ni la mitad de la educación de corte que—

—Basta —la interrumpí—. La idea del baile es que los príncipes elijan a cuatro de esta familia, no a cualquiera de otras casas nobles. ¿Y qué creen? Las rivalidades absurdas no nos van a favorecer. Si seguimos dividiéndonos, perderemos ante las otras familias. Deberíamos estar unidas. Por una vez.

Las gemelas abrieron la boca para replicar, pero entonces mi padre se incorporó.

El Rey Falcón Haro de León clavó su mirada color miel en cada una de sus hijas, hasta llegar a mí.

—Tiene razón —declara, con su voz profunda y final como un decreto real—. Azalea es mayor de edad. Tiene derecho a asistir al baile como cualquiera de ustedes. Y si demuestra valor, inteligencia o belleza suficiente para ser elegida por uno de los príncipes, no habrá discusión.

Las demás quedaron en silencio, tragando su orgullo.

—Así que... —añadió, caminando hasta mí— prepárense todas. Y dejen de comportarse como gallinas en celo. Son hijas de reyes, no mercaderas peleando por tela.

Se giró y se fue, su capa ondeando como sombra de autoridad.

Yo me quedé de pie. Apretando los labios. Gané esta vez. Pero sabía que mis hermanas no perdonarían fácilmente.

—¡Tú! — grita mi hermana mayor.

—¡Con su permiso!

Me eché para atrás antes de que las demás giraran hacia mí. Me fui corriendo, sintiendo que el corazón me golpeaba las costillas.

Me dolía por lo que no podían ver: que yo no necesitaba corona ni vestido... pero ahora quería algo que ellas jamás entenderían.

Quería elegir a quién amar.

Y no pensaba quedarme fuera del baile.

No podía quedarme. No en esa habitación donde me buscarían primero. Sabía que en cuanto la cena comenzara y mi padre no estuviera cerca, las otras no perderían oportunidad de recordarme mi lugar… o de intentar quitármelo.

—Azalea, ¿a dónde vamos? —preguntó Wismeiry, mi dama de compañía, intentando seguir el ritmo de mi carrera por los corredores de piedra.

—A la colina —le respondí sin girarme—. Necesito aire. Necesito pensar.

—¿No te vas a cambiar? Estás con ese vestido de gala...y pronto estará el almuerzo.

—Mas tarde.

Wismeiry suspiró y se recogió el dobladillo del vestido para no tropezar. Juntas salimos por la puerta del invernadero y cruzamos los jardines traseros.

La colina no quedaba lejos, pero implicaba cruzar el muro de piedra que separaba el jardín de los terrenos exteriores. Wismeiry me ayudó a subir, empujándome por la cintura, y luego yo la tomé de los brazos y la atraje hacia mí. Caímos de espaldas sobre el pasto.

—¿Estás bien? —pregunta ella entre risas.

—Estoy viva. Y eso es suficiente por ahora.

Nos acostamos sobre la hierba, contemplando el cielo que ya se teñía de violeta. Las primeras estrellas se asomaban tímidamente.

—¿Sabes algo, Wismeiry? —dije luego de un largo silencio.

—Dime.

—Hoy... cuando me enfrenté a ellas. No fue solo por el baile. Fue por mí. Por primera vez, por mí.

—Lo sé —susurra ella—. Y estoy orgullosa de ti.

Sonreí. Luego me giré hacia ella, mordiéndome el labio inferior antes de soltar la verdad que me ardía desde hacía días.

—Tengo que contarte algo.

Ella frunce el ceño, girándose también.

—¿Sobre qué?

—Sobre él. El joven que me salvó en la plaza cuando esquivaba un coche, me sostuvo en sus brazos sobre su caballo.

—¿Qué? ¡Azalea! ¿Por qué no dijiste nada? No te permito que vuelvas sola por ahí.

—Porque… no sabía cómo. Pensé que tal vez lo soñé. O que nunca vería algo asi. Fue tan lindo.

Wismeiry se incorpora rápidamente, cruzando las piernas como una niña curiosa.

—¡Cuéntamelo ya!

Me senté también, abrazando mis rodillas.

Le conté todo y Wismeiry asintió, fascinada.

—¿Te dijo su nombre?

—No a mi directamente, pero escuché como lo llamaron los otros chicos.

—Eso es... ¡eso es muy de príncipe!

—¿Lo dices por los libros que leemos?

—¡Lo digo porque estoy segura de que era uno de los hijos del otro reino!

—¿Del Reino de Alcalá?

—¡Sí! Recuerda que llegarán al baile para elegir a las futuras reinas. ¿Que harás si te elije?

—No lo sé, Wismeiry... veremos. Me gustaría conocerlo un poco más. No quiero solo elegirlo por lo lindo o porque me salvó. Debo asegurarme de que sea un verdadero caballero.

—¿Y si tratamos de encontrarlo por ahí y hacer que parezca casual? ¿Qué tal si te invita a una tarde de té?

Me quedé en silencio, sintiendo un escalofrío que no venía del frío.

—No lo sé...¿Sabes qué es lo peor? —le susurro.

—¿Qué?

—Que sus hermanos no son nada bueno. La que le toque de mis hermanas estarán en apuros.

Nos quedamos en silencio. El viento nos revolvía el cabello, y las primeras luces del castillo se encendían a lo lejos.

—Tenemos que volver —dijo Wismeiry—. Si no, te acusarán de despreciar el almuerzo real.

—¿Y eso no sería tan terrible?

—Para ti no. Pero para mí, sí. Mi madre trabaja en las cocinas.

Reímos y nos pusimos de pie.

Volvimos por el mismo camino, pero esta vez, nos colamos por la entrada de servicio. Corrimos por las escaleras traseras y entramos por la puerta de las lavanderas. Nadie nos vio.

Una vez en mi habitación, me deshice del vestido, tirándolo al suelo sin cuidado.

—¿Vas a dejar eso así? —preguntó Wismeiry, levantando una ceja.

—Ese vestido me pesa más que una armadura. Quiero respirar.

Me puse ropa sencilla: una blusa de lino color perla, pantalones cómodos y mi capa gris favorita.

—¿Lista para la cena?

—No. Pero iré igual luego de guardar todo muy bien.

Antes de salir, me detuve frente al espejo. Toqué mi rostro.

—¿Y si lo vuelvo a ver pronto?

—¿Te va a disgustar si dejas que te vea como una princesa y no como una chica común y corriente?

—No lo creo —susurro—. Aunque esté en andrajos lo elegiría pero está de su parte elegirme sin ser etiquetada.

Porque una no olvida al que la sostuvo cuando el mundo parecía deshacerse.

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