—Voy con usted señorita. —No Wis, quédate y mantenme informada de lo que hacen mis demás hermanas y no las dejes entrar a mi habitación a robarme. —Bien, señorita Azalea. El sol del mediodía caía con fuerza sobre el empedrado de la plaza principal del reino, justo frente al antiguo edificio del ayuntamiento. Azalea, la princesa menor del Reino Haro Benavides, salía con paso rápido, llevando en una carpeta los documentos sellados con el permiso oficial para la fiesta de recibimiento. Su madre la había enviado personalmente, y aunque no le agradaban mucho los encargos administrativos, agradecía la excusa para salir del castillo. No esperaba, sin embargo, chocar con alguien justo al bajar los escalones de la entrada. El impacto la hizo perder el equilibrio, y los papeles cayeron como hojas secas al suelo. Un brazo fuerte la sostuvo a tiempo de evitar la caída. —¡Oh! Mis disculpas, señorita —dijo el joven, inclinando la cabeza con respeto mientras se agachaba a recoger los papeles
En el Reino de León, la miel es símbolo de nobleza, dulzura y poder. Pero si me preguntan a mí, también sabe a veneno si la producen las abejas equivocadas. Yo soy Azalea, la octava. La última. La que nunca debió nacer, si le preguntan a mis hermanas. Nací con los ojos del color de las tormentas y el pelo del color del sol, y eso bastó para convertirme en el error de la colmena. Mi hermana mayor, Daisy –la de 25 años y un ego que le cabe justo en la corona– fue la primera abeja reina fallida. No la soporta nadie, ni siquiera su reflejo. Hoy, como casi todos los días, decidió empezar el amanecer con su pasatiempo favorito: arruinar el mío. —¡Arriba, floja! —gritó, justo antes de lanzarme un cubo de agua fría encima—. Las sirvientas no duermen hasta tarde. —No soy una sirvienta —le gruñí entre dientes, temblando. —No, claro que no —rió con sarcasmo—. Pero pareces una. La puerta se cerró de un portazo y escuché los tacones de la segunda: Maisy, la de 23. Siempre hambrienta,
Sentí cómo el aire volvía a mis pulmones al tocar el suelo. Sus brazos, que hacía segundos me envolvían con una fuerza que no conocía, ahora se separaban de mí con delicadeza. Me colocó de pie, con cuidado, como si temiera romperme, y su mirada se quedó en la mía por unos segundos que parecieron años. —¿Realmente estás bien? —pregunta con una voz tan serena como profunda. Asentí, aunque no podía evitar mirar sus ojos… eran como los cielos que tanto admiraba desde mi ventana. Ni siquiera noté que los demás jinetes se habían detenido hasta que los caballos pasaron rugiendo a nuestro lado, lanzando silbidos y risas. —¡Hermano, qué suerte la tuya! ¿La llevarás contigo? Creo que se enamoró, mira sus ojitos—grita uno de ellos, carcajeándose como si aquello fuera un espectáculo de feria—. ¡Y una sirvienta! Te gustan humildes, ¿eh? —¡Se lo diré a papá, Roderick! ¡Las princesas te van a aniquilar cuando vean que una sirvienta les ganó! —añade otro, sin siquiera mirarme, como si yo fu
Cuando crucé la reja trasera del palacio, ya había oscurecido. Mi falda de lino estaba manchada de tierra y el pañuelo con el que cubría mi cabello apenas se sostenía por un nudo flojo. Apenas empujé la puerta que daba a las cocinas, escuché el chillido agudo de Wismeiry Dinah. —¡Por las barbas del santo Falcón! ¡Azalea Izzy Haro Benavides! ¡¿dónde estabas?! Su voz fue un látigo que me trajo a la realidad. Su rostro estaba pálido, las manos aún cubiertas de harina, el mandil torcido como si hubiera salido corriendo de la cocina. Me tomó del brazo y me arrastró hasta dentro con más fuerza de la que parecía tener. Pensé que algo grave sucedía. —¿Qué pasa? —pregunto, quitándome el pañuelo—. Solo fui al pueblo, como siempre. ¿Mi padre se entero? —¡Te buscaron! ¡Te buscaron como si se hubiera abierto el infierno! —me regañó entre susurros—. Les dije que fuiste a casa de la señorita Luisa. —¿Por qué tanto alboroto? —Dos mensajeros del Consejo llegaron esta tarde, ¡y tus hermanas
No hay sonido más aterrador que el chillido de siete víboras disfrazadas de princesas. —Señorita ya deben estar todos adentro. —Espera, Wis déjame ir sola por un momento. Ni bien pasé por el pasillo principal, escuché los alaridos que salían del salón del trono. Me escondí tras un tapiz, ese viejo de hilos dorados que oculta una ranura en la pared, y desde allí me asomé lo suficiente para espiar. —¡¿Solo cuatro?! —gritó Daisy, la mayor, sacudiendo una carta de pergamino como si quisiera que ardiera en sus manos—. ¡Somos siete! ¿Qué clase de burla es esta? —¡Esto es una humillación! —dijo Hazel, una de las trillizas, mientras Eliza se arreglaba el moño como si aún estuviera en una fiesta—. ¡Nosotras merecemos reyes, no sobras! —¡Yo soy la más joven y bella! —bufó Patsy, lanzando una mirada fulminante a Lizzie, su gemela—. Seguro uno se queda conmigo. Tú tienes las caderas de una mula. —¡¿Mula, yo?! ¡Te crees la miel y no llegas ni a propóleos! —le respondió Lizzie, lista pa
Cuando crucé el arco del salón, las risas se apagaron por un segundo. Solo un segundo. Pero fue suficiente. Todas estaban allí: Daisy acomodada como una emperatriz en uno de los sillones, con una copa de licor de rosas entre los dedos. Maisy servía una segunda ronda de dulces que claramente no había hecho ella misma. Las trillizas Suzie, Eliza y Hazel estaban en su clásica pose de espejo: una se miraba las uñas, otra el cabello, y la tercera simplemente observaba a todas, tomando nota mental de cada detalle. Y por supuesto, las gemelas Lizzie y Patzy cuchicheaban con servidumbre vestida de lujo, como si fueran parte de un tribunal. Yo avancé con la cabeza en alto, con mi ropa sencilla. Mi trenza ahora estaba suelta, cayendo como una cascada dorada sobre mi hombro. Sabía que no me veían como a una más… pero por primera vez, no me importó. —¿Y esta aparición? —dijo Patzy, arqueando una ceja—. ¿Desde cuándo vienes y te presentas a cenar? Siempre nos hechas al menos diciendo que es
El sol apenas empezaba a asomarse cuando Azalea se despertó, aún con los pensamientos del baile y las miradas de sus hermanas retumbando en su mente. Pero esa mañana no quería pensar en coronas, ni en galas. Solo en telas. En colores. En nuevas posibilidades. Y destacar sobre las demás sin perder su originalidad y esencia. —¿Lista, Wis? —pregunta, abrochándose la capa sobre el vestido sencillo que llevaba. Y unas botas muy viejas que usa para cabalgar. Wismeiry asintió con una sonrisa, llevando una cesta y su monedero con monedas de oro entre los pechos. Tomaron la entrada trasera como siempre, se escabulleron entre los arbustos del huerto, y bajaron la colina hasta el pueblo. Nadie las reconoció. Nadie las detuvo. La mañana era suya. Después de recorrer un par de tiendas, decidieron ir más allá, hacia el puerto, donde a veces llegaban mercaderes con telas exóticas traídas de tierras lejanas. —Estas le quedarán espectacular señorita. —Me gusta este azul profundo. Azalea s
No sé si fue el agua salada, el susto o el golpe que me di en la rodilla o la cortada en la entrepierna contra una roca afilada, pero juraría que vi a los piratas llegar en balsas como si fueran en una especie de picnic mal organizado. Lo único que les faltaba era el mantel a cuadros y la música de fondo. Yo, con la pierna medio cojeando, empapada y despeinada como una escoba vieja, hice lo único que una persona con sentido común haría: correr. O algo que se pareciera a correr. Parecía más una mezcla entre trote, salto y grito de "¡sálvese quien pueda!" Uno de ellos me gritó: —¡Detente, muñeca, no queremos hacerte daño! Nuestro capitán aún no termina de hablar contigo. Sí, claro, porque su plan era darme un abrazo y una taza de té. ¡No! ¡Ese tipo buenmoso solo quiere hacerme su esposa! Tomé un palo de árbol de almendras y lo usé como mi espada. Cuando uno casi me alcanza, justo cuando estaba a punto de gritarle cosas feas que ni yo sabía que sabía, lo vi. Él. Roderick.