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No había dormido. No podía. El sueño era un lujo que no merecía, no cuando Abigail estaba perdida en algún lugar, en las garras de quienes no tenían piedad. Cada vez que cerraba los ojos, su rostro aparecía, como un fantasma que se burlaba de mi impotencia. Abigail. Esa mirada suya, llena de determinación y valentía, que tanto admiraba, ahora se convertía en un tormento. La veía correr, alejarse, desvanecerse en la oscuridad, en el caos que yo mismo había ayudado a crear. La llamé, grité su nombre hasta que mi voz se quebró, pero fue inútil. Solo el eco de mi desesperación respondió.

La culpa me devoraba por dentro, como un parásito que no dejaba de crecer. ¿Por qué la llevé allí? ¿Por qué no la detuve? Sabía que era peligroso, sabía que no estaba preparada para enfrentar algo así. Pero ella insistió, con esa terquedad que tanto la caracterizaba. Quería ayudar, decía. Y yo, como un imbécil, cedí. Ahora, estaba en algún lugar, en manos de monstruos que no conocían la compasión. Y yo, a
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