CAPÍTULO 4

—Será difícil que le acepten en la cocina —informó el mayordomo del palacio del emperador, refiriéndose al cocinero que ella solicitaba—, es por precaución. Y déjeme aclarar que no intento insinuar que alguien esté intentando hacerle daño al emperador, esto es simple protocolo.

—Lo entiendo —aseguró Samia, que de verdad comprendía el miedo de esa gente.

Ella no solo era la princesa de un reino lejano, era la princesa de un lejano reino que había tenido muchos roses con el imperio Cenzalino, incluso ella había llegado al emperador como un tipo botín de guerras tras una guerra no convencional.

Esa guerra, del tipo psicológica, había dejado al reino de Lutenia severamente afectado hasta que el rey del lugar, buscando detener los daños económicos y morales que estaban sufriendo su país y su gente, decidió rendirse ante Cenzalino.

Sin embargo, el acuerdo de paz no incluía la conformidad de ambas partes, por eso era normal que vieran a la nueva reina como una amenaza para su amado emperador, quien, por alguna razón desconocida, no era lo que ella esperaba.

» Sin embargo —habló la ahora reina de un imperio que no la quería—, estoy en la misma postura que ustedes. Tengo en claro que la gente del palacio no me quiere, así que temo por mi seguridad.

Los rostros de todos los presentes, que eran: el mayordomo, dos guardias, la jefa de mucamas y dos de ellas, empalidecieron. Esa mujer, sin temor alguno, acababa de declarar que percibía de ellos intensiones de dañarla, y eso era en extremo peligroso para sus vidas.

La nueva reina se percató de su sutil sobresalto, y sonrió internamente por haber conseguido lo que buscaba.

» Solo digo que no puedo comer en paz sabiendo que no sé quién preparó mi comida o cómo la prepararon, además, cada que alguien abre la puerta de la habitación me estremezco —explicó Samia segura de que si los presionaba con miedo ellos cederían un poco ante ella—. Esto también es solo por precaución.

—La entiendo, majestad —dijo un hombre mayor, que sudaba de cuerpo completo—, pero me disculpo con usted, no puedo hacer más de lo que le ofrezco.

Samia se mordió los labios, pensativa. Necesitaba encontrar una buena opción, para ella, así que incluso hizo un sonido mientras miraba a todos lados.

—Bien —dijo la emperatriz—, entonces, establezcamos una segunda cocina en el palacio, de esa manera, incluso mi gente se sentirá tranquila, igual que ustedes, porque estoy segura de que no les gusta verse mutuamente, y, en lo posible, me gustaría evitar afrontas entre mi gente y ustedes.

—Con todo el respeto que merece, su majestad, desde que se convirtió en la reina de nuestro imperio nosotros también somos su gente —señaló el mayordomo que, por disposición del emperador, que confiaba a plenitud en él, le había encargado la dirección de ese palacio.

—Entonces... ¿Cuál es el problema? —preguntó la azabache, con el rostro endurecido para mostrar, de esa manera, su descontento con la situación—. Si ustedes, como ellos, son mi gente, ¿por qué no pueden ellos integrarse al servicio del palacio?

Las manos del mayordomo temblaron con nerviosismo. Esa mujer, a pesar de lo joven que era, sabía utilizar bien las palabras, de otra manera no lo tendría contra la espada y la pared.

—Si me disculpa, su majestad, debo decir que es por la lealtad de esa gente —señaló el hombre y el cuerpo erguido de la dama de enorme y muy adornado vestido se endureció un poco más, igual que su expresión.

—El reino Lutenia pertenece al imperio Cenzalino —declaró la ojiazul molesta—, ¿por qué no seríamos leales a su majestad el emperador?

El ambiente se ensordeció de pronto, y los corazones de todos dejaron de latir hasta que una carcajada retumbara en el lugar, haciendo que todos miraran a quien reía de desaforada manera.

Leone II, emperador del imperio Cenzalino, se encontraba de pie junto a una puerta abierta, al parecer, divertido por lo que había escuchado.

Los azules ojos de la nueva reina de Cenzalino se posaron en un hombre del cuál no sabía qué debía esperar. Es decir, de todo lo que recordaba de él, eso era que la había aceptado por compromiso, porque era la bandera de la rendición de Lutenia, y luego la había ignorado por completo; pero ahora tenía desde que despertaron comportándose extraño, contrariándola mucho.

—¿Por qué dudas de la lealtad de mi esposa hacia Jim, mayordomo? —preguntó Leone II y el hombre que, a sus palabras, sentía la sangre del cuerpo congelarse y su alma abandonarle, se tiró al suelo para implorar clemencia.

—No lo hice, su majestad —aseguró un hombre incapaz de elegir sus palabras cuidadosamente, pues su instinto de supervivencia era tal que había dejado a su cabeza sin funcionar racionalmente.

Ese hombre estaba en convertirse en puro instinto y llorar suplicando perdón, tal vez incluso culpando a otros por sus palabras malinterpretadas.

—No fue contra mí, majestad —habló Samia, poniéndose en pie para saludar al hombre, y luego de ello siguió su alegato—, al parecer, no solo él, sino que todos en el palacio tienen la idea de que las personas de Lutenia no somos leales a su excelencia.

—¿Y lo son? —preguntó el hombre más poderoso de ese imperio, caminando hasta su esposa, que ocultaba bien su nerviosismo, para sonreírle muy cerca del rostro—. ¿Todos son leales a mí?

—¿Cómo podría hablar por todo el reino, su eminencia? —cuestionó Samia con un nudo en el estómago—. Ni siquiera podría asegurar si todos en sus dominios son leales a usted. Es difícil creer que todos comulgamos en nuestros gustos e intereses.

Leone II sonrió de medio lado y retrocedió un paso para sentarse en donde antes su esposa lo hubiera estado, mirando los pálidos rostros de todo el mundo.

—Bien —dijo el emperador—, dejemos eso de lado y solo explíquenme cómo es que llegaron a ese punto: y, tú, levántate del suelo.

—Al parecer, por venir de Lutenia, ni mi cocinero ni mi dama pueden servirme como pido, así que intentaba aclarar algunos puntos con su gente para poder disponer del servicio de mi gente.

La explicación de la reina iba a hacerle mucho daño a algunos, por eso el mayordomo decidió intervenir un poco, para endulzar la situación antes de entregarla a un hombre que, aunque siempre había parecido justo, tenía toda la mañana siendo un tanto irracional.

—Por protocolo y precaución, nadie con antecedentes no verificados, ni sin referencias de familias nobles, puede trabajar en el palacio, mi señor —explicó el mayordomo y la reina suspiró.

—He pedido una cocina aparte, porque me niego a confiar en quien no confía en mí —explicó la azabache cansada de no llegar a ningún lado.

—¿No es impráctico dos cocinas en un mismo palacio? —cuestionó el emperador y tanto el mayordomo como la reina le miraron suplicantes.

Si él iba a mediar, debería ser más tajante. Su ambigüedad tan solo provocaría que las cosas se alargaran.

—En ese caso —habló Samia, que ya sufría un terrible dolor de cabeza—, concédame un palacio donde la cocina y las mucamas estén a cargo de las personas que renunciaron a la comodidad de sus hogares, a sus antiguos empleos y a sus familias para servirme aún en otra tierra.

El rostro del emperador se ensombreció con la sugerencia y el cuerpo de la azabache tembló por completo. Ese hombre le daba miedo, mucho, pero no todo el tiempo, solo cuando la miraba fija y fríamente, como si quiera despedazarla.

—No hay palacios disponibles —informó el rubio de ojos azules, jalando a la reina hasta sentarla a su lado y abrazándola hasta el punto que su boca quedó cerca de uno de los oídos de ella—. Tú vas a quedarte donde yo pueda cuidarte.

«¿Acaso esa era una amenaza?» Al menos así fue como Samia lo interpretó, por eso agachó la mirada y cerró los ojos, experimentando lo doloroso que era no poder respirar.

» Hagamos lo de las dos cocinas —concedió el emperador, poniéndose en pie tras ver a su mujer temblar sutilmente, sintiéndose mal por ello—, su dama será quien ella designe y, como mucamas, busca hijas nobles de familias neutrales. La prioridad es la comodidad de mi reina.

La sonrisa con que el hombre finalizó fue tranquilizadora para todo el mundo, a pesar de que casi nadie se quedó conforme con la resolución que él había dado.

El personal completo, exceptuando los guardias y el asistente personal del emperador, se retiraron, y fue así como Samia supo el nombre de un hombre que solo conocía de vista.

» Él es Corono Elliot —informó el emperador, refiriéndose a un hombre de cabello largo, liso y castaño claro, casi rubio, de ojos miel, casi dorados—, es mi asistente, pero te lo prestaré algunos meses en lo que te acostumbras tus deberes como reina y encuentras a un auxiliar que te agrade, te sea útil y con quien te sientas a gusto.

—Soy Corono Elliot —se presentó el hombre, haciendo una reverencia—, heredero del ducado Elliot y asistente personal de su excelencia. Estaré a su cuidado a partir de hoy.

—Soy Samia Lut... —comenzó a decir ella, pero el emperador la interrumpió recordándole que no había nadie en el imperio que no la conociera, y que, como reina, jamás debía doblar su rodilla ante nadie, mucho menos bajar la cabeza.

—Y no será desde hoy —informó el emperador a su asistente—, comenzarán a trabajar la próxima semana. Ya es demasiado que yo deba escaparme de nuestra alcoba nupcial cuando estamos recién casados, no ocuparé a mi esposa con deberes agotadores y agobiantes por ahora.

Corono asintió, se disculpó con la reina y ambos hombres se despidieron de esa mujer que no parecía tener queja alguna con lo que le habían informado, y que se quedó con el corazón en la garganta por haber tenido que enfrentar a un hombre que le doblaba las rodillas con su sola presencia.

Samia respiró profundo y se atragantó con el aire en su pecho cuando la puerta de su habitación fue golpeada. Estaba exhausta, física y mentalmente, y aún así no parecía que fuera a tener un descanso.

—Adelante —concedió Samia tras escuchar anunciarse al mayordomo, quien le solicitó le acompañara para elegir el espacio y los muebles que se designarían a la nueva cocina, igual que las habitaciones de los nuevos empleados.

Samia caminó detrás del hombre que le llamaba tras haberse alentado internamente a seguir, pensando en lo increíblemente fácil que había sido acostumbrarse a la buena vida; y es que, tras un par de meses de no ser nadie, hoy debía volver a ser de la realeza, y eso era muchísimo trabajo qué atender.  

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