CAPÍTULO 40
Mía abrió los ojos y se sintió terrible, su cuerpo dolía completo, sobre todo su cabeza y hombro, y no tenía energía ni para pedir un vaso de agua, que sentía necesitaba para no morir.

Sus lágrimas recorrieron sus sienes, desde la comisura externa de sus ojos hasta el nacimiento del cabello sobre sus orejas, y ahí se perdieron mientras miraba un techo que ni siquiera conocía, aunque no se dio cuenta de eso en un primer momento.

—¡Mía! —exclamó con sorpresa el conde Saulo Dunant, que alrededor de doce veces al día la visitaba para confirmar su estado—. Gracias al cielo que, por fin, despiertas. ¿Cómo te sientes? ¿te duele algo? ¿tienes hambre? Necesitas saber que tienes poco más de una semana dormida, luchando con la fiebre. Tu herida del hombro era severa.

—A... gua —alcanzó a vociferar la joven y luego volvió a llorar, porque todo lo que había vivido seguía agolpándose en su cabeza.

No entendía por qué era su supuesto padre, y no su esposo, quien estaba a su lado, pero, ya que no
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