El regreso

La pequeña mujer se recostó ligeramente contra el asiento del coche, ajustándose la delicada tela de su vestido mientras observaba cómo el paisaje de Londres comenzaba a cambiar. Desde que Cristopher había enviado al chofer para recogerla, todo parecía moverse a una velocidad distinta, como si cada paso que daba la acercara más al corazón de un mundo que aún le resultaba extraño, pero que, a pesar de su timidez, había aprendido a navegar.

Al llegar al imponente salón, una mansión restaurada con elegancia y rodeada de jardines perfectamente cuidados, el chofer la ayudó a salir, ofreciendo una mirada discreta mientras ella ajustaba la falda de su vestido. El maquillaje impecable y el peinado perfectamente elaborado no lograban ocultar la fragilidad que la envolvía, pero, como inesperadamente Lucero había logrado que se sintiera como la mujer más hermosa en una sala llena de poderosas figuras de la alta sociedad inglesa.

Mientras avanzaba hacia la entrada, el murmullo en el aire creció. La gente se giró al ver su presencia, algunos murmullos de admiración se hicieron audibles, y varios hombres se acercaron, incapaces de ocultar la fascinación que su figura causaba. Eda, pequeña en estatura, pero impresionante en presencia, no podía dejar de sentirse un tanto abrumada por tanta atención. Sus ojos brillaban con una inocencia única, una inocencia que parecía cautivar a cada uno de los asistentes.

“Pero, si es la Señora Davenport” “Su esposo tiene una joya en casa”, murmuró un hombre alto, de cabello plateado y traje perfectamente cortado, mientras observaba con admiración la elegancia impecable de Eda.

Ella sonrió con suavidad, respondiendo educadamente, pero consciente de que todos los ojos estaban sobre ella. Se sentía como un pájaro en una jaula dorada, hermosa, pero a la vez vulnerable en medio de tanta riqueza y poder.

Sin embargo, en medio de esa ola de halagos, su mirada siempre regresaba a él: Christopher. Él, con su imponente figura y su traje hecho a medida, avanzaba junto a ella como un dios de la elegancia. Con su porte distinguido, su presencia era tan fuerte que hacía que todos los demás parecieran desaparecer. Eda se sentía aún más pequeña a su lado, como si la luz de su esposo la eclipsara por completo. No obstante, a pesar de esa sensación de intimidación, su corazón latía con fuerza por la seguridad que Cristopher le brindaba, con cada paso que daba con dirección a ella.

El hombre al llegar frente a su esposa la observa fijamente, pero su rostro que siempre estaba serio no había cambiado no demostraba sorpresa ante la belleza que ella demostraba, Christopher parecía ser inmune a la inocencia la belleza y la fragilidad de la mujer que tenía como esposa, era un hombre frío distante e indiferente con los demás y aquello no iba a cambiar con Eda, después de todo solo era un matrimonio de contrato aquello que los unía.

— Pensé que habías olvidado que la fiesta era hoy, el chofer me ha dicho que estuvo esperándote — expuso Christopher mientras ofrecía su mano para que su esposa se agarre de él y empiecen a avanzar al interior del salón. Eda no había respondido ante lo dicho por Cristofer más bien se mantuvo en silencio quizás aquello le aseguraba la vida, aunque se había avergonzado, efectivamente había tardado un poco.

Conforme la fiesta se desarrollaba, Eda había logrado relajarse poco a poco, de hecho le habían ofrecido una bebida y ella había aceptado beber de ella. Con su natural simpatía y su genuina dulzura, había comenzado a conectar con varios de los invitados, aquellos que no la miraban solo por su belleza, sino que apreciaban su sencillez y su inteligencia. Las conversaciones casuales fluían con facilidad, y por primera vez esa noche, Eda empezó a disfrutar de la compañía de otros, aunque siempre a la sombra de su esposo, quien permanecía cercano, pero distante en su propio círculo de negocios, hasta que Christopher se acerca a ella.

— No fue tan mala idea que vinieras, estas dando una muy buena impresión — expuso el hombre, Eda con tan solo escuchar la la ronquera en la voz de su marido sintió escalofríos.

Fue en ese preciso momento que el disertante, un hombre alto y con voz resonante, anunció un cambio en la dinámica de la fiesta. “Ahora, señores y señoras, tenemos el honor de anunciar a alguien que todos conocemos muy bien, pero que hoy vuelve a formar parte del mundo empresarial de nuestra querida Inglaterra. Les pido un cálido aplauso para la señorita Patricia Granville, quien tomará la palabra en nombre de la empresa que hoy se reintegra al mercado”, dijo con énfasis.

La atmósfera en el salón cambió al instante. Un silencio pesado se apoderó de la sala, y todos los ojos se volvieron hacia la figura que avanzaba hacia el escenario. Eda, con el corazón latiendo más rápido, observó como una mujer alta y deslumbrante, con cabellera rubia y ojos de hielo, tomaba el micrófono con seguridad. Patricia Granville, la exnovia de Christopher, caminaba con la gracia de una mujer acostumbrada a ser el centro de todas las miradas. Su porte elegante y su aura de confianza eran inconfundibles, pero lo que más llamaba la atención de Eda era la intensidad con la que Patricia observaba a su alrededor, como si estuviera tomando nota de cada persona en la sala.

Fue entonces cuando, en un instante que pareció eterno, la mirada de Patricia se cruzó con la de Eda. En ese fugaz momento, algo inexplicable ocurrió. La mirada fría de Patricia recorrió a Eda de arriba abajo, evaluándola con una precisión que hizo que un escalofrío recorriera su espina dorsal. Eda, sorprendida, no pudo evitar sostener esa mirada por un segundo, reconociendo la competencia implícita en los ojos de Patricia.

En ese breve encuentro, Eda supo lo que todos ya sabían: Patricia Granville no solo había sido el amor de la vida de Christopher, sino también una presencia que aún perduraba en el aire de esa fiesta. La mujer que había amado a su marido la relación de ellos en su momento había sido motivos de envidia y que ahora, de alguna manera, se la reclamaba silenciosamente. Eda se sintió pequeña, vulnerable, y al mismo tiempo, invencible en su rol como esposa de Christopher. Aquella mirada, aquella tensión, le hizo comprender algo crucial: su vida en ese mundo no sería tan sencilla como parecía.

Christopher por su parte observó en silencio la entrada de Patricia, como si el tiempo hubiera detenido su curso. Su rostro, inmutable, reflejaba la misma indiferencia con la que había manejado siempre las situaciones que desbordaban los sentimientos. Durante años, se había entrenado para mantener el control, para nunca dejar que las emociones lo desbordaran después de aquella ruptura, una lección aprendida en su carrera de alto nivel como CEO de empresas prestigiosas.

Patricia, la mujer que había sido su amor antes de todo esto, entraba en su vida con una quietud y determinación que no escapaban a los ojos de su esposa. Ella, que se había acostumbrado a la rutina de una relación contractual, de un amor más forzado que elegido ante la vida de los demás, Eda a diferencia de Christopher siente que empieza a tambalear. Patricia, tan presente en los recuerdos de Christopher, tan marcada en su historia, era un fantasma de tiempos pasados que tal vez deseaba recuperar lo que alguna vez fue suyo.

Sin embargo, Christopher no era el hombre que el pasado había dejado entrever. Había aprendido a dominarse, a no dejarse arrastrar por los vientos de la nostalgia. A pesar de la presencia de Patricia, su rostro seguía siendo una máscara imperturbable. Sabía lo que significaba ese reencuentro, pero también entendía la fragilidad de las emociones humanas, especialmente las de su esposa, quien sin duda preferiría no ser el catalizador de un nuevo dolor en el corazón de Patricia.

En su interior, una batalla de pensamientos y emociones se libraba, pero su exterior seguía firme y calculador. No iba a permitir que sus decisiones pasadas alteraran lo que había construido, pero tampoco podía ignorar el dolor evidente en los ojos de la mujer que alguna vez había amado. Sin decir una palabra, Christopher sabía que su indiferencia era la respuesta más fuerte, la única forma de no alimentar las expectativas ni de ahondar en los fantasmas del pasado. El futuro seguía siendo suyo, y Patricia, aunque siempre presente en algún rincón de su mente, no iba a ser quien decidiera su camino conociendo las pautas secretas del matrimonio impuestas por su abuela.

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