JAZMIN Y LA GUERRA DEL CORAZÓN
JAZMIN Y LA GUERRA DEL CORAZÓN
Por: Mckasse
Viajando a un nuevo hogar

—¡Mi niña apresúrate! ¡Ya no podemos tardar más!

—¡Oh por Alá! ¡Ya voy!

El eco de las explosiones resonaba en la distancia mientras Jazmín se apresuraba a cerrar su maleta. Las manos le temblaban, pero no por el ruido, sino por lo que dejaba atrás. El estrecho departamento en Ramala, que había sido su refugio junto a Omar, ahora se sentía como una cárcel que la obligaba a enfrentar lo perdido.

En cada esquina, los recuerdos estaban presentes: las risas compartidas, las caricias furtivas y los sueños que, aunque pequeños, habían sido todo para ellos.

Dos años de matrimonio, y la guerra había destruido más que edificios.

Se había llevado a su esposo, Omar, y con él, el futuro que habían soñado. Ahora, lo único que podía hacer era huir, llevar consigo los pedazos de su vida que cabían en una maleta y sobrevivir.

Jazmín se posa frente a una enorme fotografía de ella y su esposo por última vez para darle una reverencia al difunto.

—¡Jazmín, Jazmin! ¿Aún no terminas? —grita su ex vecina Fatima desde la puerta.

Con un nudo en la garganta, Jazmín echó una última mirada al anillo de bodas que descansaba en su dedo. Era otro recuerdo que quedaba de Omar, un anillo simple, pero lleno de promesas que nunca se cumplirían.

Se lo quitó lentamente, casi con reverencia, y lo guardó en un bolsillo interno de la maleta. No había tiempo para dudas. La guerra no esperaba, y ella tampoco podía permitirse mirar atrás.

Cuando salió al pasillo, el olor a polvo y ceniza la envolvió. Era el olor de la destrucción, de la vida que había terminado aquí. Fatima la esperaba con los ojos llenos de compasión y una urgencia que no necesitaba palabras. Jazmín notó las grietas en el rostro de su vecina, marcas de noches sin dormir, de pérdidas propias. Nadie aquí estaba intacto. El edificio ya estaba vacío días atrás y solo ella se negaba en irse.

—Tienes que ser fuerte, Jazmín —le dijo Fatima, tomándola por los hombros—. No mires atrás.

—No voy a mirar —murmura Jazmin, aunque sus palabras sonaban huecas incluso para ella.

Fatima la guió hacia un taxi que esperaba al final de la calle. Tenía indicaciones claras de parte de una prima lejana de Jazmín.

"Debes hacer que aborde el taxi Fátima y acegurate que tome el vuelo".

El conductor, un hombre mayor con las manos callosas, no dijo nada cuando las vio. Simplemente asintió y comenzó a cargar la maleta de Jazmin en el maletero. Las calles estaban desiertas, pero los ecos de los disparos y las explosiones no permitían olvidar que la ciudad seguía desmoronándose.

El viaje al aeropuerto fue silencioso, salvo por las noticias que se filtraban desde la radio del conductor. Jazmín cerró los ojos, intentando bloquear las palabras que describían la devastación que había dejado atrás. No podía pensar en ello, no ahora. Si se permitiera sentir, se rompería, y no había tiempo para eso. Fátima la consoló como pudo, porque también ella había tenido la pérdida de sus dos hijos mayores en esa devastadora guerra. Fátima de encargo de que ella abordará al avión antes de volver a su hogar en otra ciudad.

Cuando finalmente aterrizó en Sudáfrica, el contraste fue abrumador. La calidez del sol y la calma del aeropuerto parecían casi crueles. Jazmin sintió que el mundo seguía girando, ajeno a su dolor.

Aferrándose a su maleta, buscó entre la multitud hasta encontrar a Hana, su prima lejana. Hana la esperaba con una sonrisa débil pero sincera, aunque sus ojos, hundidos por la enfermedad, revelaban una verdad que no podía esconderse: su vida casi llega a su fin.

—Bienvenida, Jazmín —dijo Hana, abrazándola con una fuerza inesperada para alguien tan frágil.

—Gracias por recibirme Hana.

—Nada de dar las gracias, somos como hermanas.

El abrazo de Hana fue lo más cercano al consuelo que Jazmín había sentido en casi un año. Se permitió cerrar los ojos por un momento, dejando que el calor de la familiaridad aliviara una pequeña parte de su corazón roto.

En el camino a su casa, Hana le habló de las cosas cotidianas, del jardín que había cultivado y de los vecinos amistosos. Pero Jazmin apenas escuchaba. Sus ojos se centraban en el paisaje que pasaba rápido por la ventana, un mundo que le parecía extrañamente tranquilo. Sin embargo, no pudo evitar notar algo en los ojos de Hana, una mezcla de esperanza y resignación que le resultaba inquietante. No mencionó nada, pero un presentimiento comenzó a crecer en su corazón.

Al llegar a la casa, fueron recibidas por Imran, el esposo de Hana. Era un hombre de rostro sereno, piel morena y una voz profunda que irradiaba calma, pero también algo más: una tristeza contenida que Jazmin reconoció al instante. Era el tipo de tristeza que se llevaba en silencio, como un peso que nunca se comparte.

Jazmín quedó cautivada al instante por su cuerpo varonil, su piel oscura y sus facciones un poco toscas. Era una belleza muy peculiar. Sus ojos negros parecían desnudarla al instante, ella lo describió en ese instante como alguien exótico.

No en el mal sentido de la palabra o los pensamientos. Jazmín amó a su esposo hasta el último momento y aún lo hacía. Pero a menos que se fuera ciega ¿Como no admirar la belleza de un hombre así?

—Es un honor tenerte con nosotros —dijo Imran mientras le ayudaba con la maleta.

—Hola Imran...el honor es también mío. Es un placer conocerte en persona.

Imran sonríe y luego posa su atención en su esposa.

—Hola esposa mía, debiste esperar que yo llegara, te hubiese acompañado—la besa.

—No es nada, mi amor. No te preocupes, ya estamos aquí. No podía dejar esperando a mi prima.

La casa estaba llena de detalles simples pero acogedores. Las paredes estaban decoradas con fotos familiares y pinturas hechas a mano, probablemente por Hana y Imran. Había algo reconfortante en el ambiente y una sensación de que había más de lo que se mostraba a simple vista.

Hana había preparado una habitación de invitados para ella apartada de la habitación principal al fondo del pasillo, con sábanas frescas y una ventana que daba al jardín. Mientras se instalaba, Jazmin no pudo evitar notar una foto en la pared principal, era de Hana e Imran, juntos, sonriendo. Una pareja que parecía unida por algo más fuerte que el tiempo o las circunstancias. Pero incluso en esa imagen, Jazmin podía ver algo que no encajaba del todo, como si las sonrisas fueran más un acto de valentía que de verdadera alegría.

Aquella noche, mientras se sentaba sola en la habitación, Jazmin pensó en la promesa que se había hecho antes de salir de Palestina: sobrevivir. Pero ahora, al mirar a través de la ventana hacia el cielo estrellado, comenzó a preguntarse si también podría aprender a vivir de nuevo. El silencio de la noche era abrumador, pero también llenaba el espacio con una calma inquietante, como si el universo esperara algo de ella.

Mientras intentaba conciliar el sueño, las palabras de Hana resonaron en su mente:

“Aquí siempre tendrás un hogar”.

Jazmin quería creerlo, pero una parte de ella sabía que reconstruir su vida sería mucho más complicado que encontrar un techo. El dolor de lo perdido seguía latiendo en su pecho, y la incertidumbre del futuro se sentía como una sombra desgarradora.

Lo que no sabía era que esa casa, con sus secretos y sus silencios, cambiaría su vida de formas que aún no podía imaginar.

El amanecer en Sudáfrica trajo consigo una temperatura agradable, el imponente sol se alzó en el horizonte para saludar a Jazmín por la ventana. Por un instante, casi pudo imaginar que estaba de vuelta en Ramala, en el pequeño apartamento donde Omar solía despertarla con una taza de té caliente. Pero esa ilusión se desvaneció rápidamente, dejando solo el eco de un vacío que dolía en su pecho.

Hana ya estaba despierta cuando Jazmin bajó las escaleras. La encontró en la cocina, sentada junto a la ventana con una taza de café entre las manos. Su delgadez era evidente incluso bajo el suelto vestido que llevaba, y sus ojos reflejaban un cansancio profundo que ninguna sonrisa podía ocultar.

—Buenos días —saluda Jazmín, intentando sonar más animada de lo que sentía.

—Buenos días, querida. ¿Dormiste bien? —pregunta Hana con suavidad, aunque su voz traicionó una preocupación subyacente.

Jazmín asintió, pero ambas sabían que no era cierto. Hana no insistió. En cambio, se levantó lentamente y comenzó a preparar el desayuno, con sus movimientos lentos, pero precisos.

—Imran salió temprano para el trabajo, pero volverá a la hora de la cena. Te dejaré descansar hoy, pero mañana quiero mostrarte el jardín.

Hay algo especial en trabajar con las manos, ¿sabes? Es como si plantar flores pudiera sanar partes de uno mismo.

Jazmín no responde de inmediato. Observa a su prima con atención, notando la forma en que sus manos temblaban ligeramente al colocar los platos sobre la mesa.

—Hana, ¿estás bien? —pregunta finalmente, rompiendo el silencio.

Hana se detuvo por un momento, con su sonrisa flaqueando antes de que se recuperara.

—Estoy bien, Jazmin. Tengo días buenos y días no tan buenos, pero estaré bien.

—De acuerdo...puedo ver el jardín después del desayuno.

Aunque sus palabras eran tranquilizadoras, Jazmin no pudo ignorar la tristeza en su voz. Decidió no presionar más, pero el presentimiento que había sentido desde su llegada solo creció.

Después del desayuno, Jazmin sale al jardín para tomar aire. El lugar era hermoso, con senderos bordeados de flores de colores vibrantes y árboles que se miraban con sombras acogedoras. Mientras caminaba, sus pensamientos volvieron a Omar, a los planes que nunca podrían realizarse y a la promesa que había hecho de sobrevivir.

Perdida en sus pensamientos, no notó la figura que se acercaba hasta que una voz masculina la sobresaltó.

—Disculpa, Jazmin ¿Que haces acá sola?

Ella se volvió rápidamente, encontrándose con el hombre alto, de piel morena y ojos oscuros que la observaban con curiosidad. Llevaba ropa sencilla y un sombrero que lo protegía del sol, pero su porte era inconfundible.

—Sí, señor. Salí a mirar el jardín ¿Y usted… quien es?

—Soy Zaid, hermanastro de Imran. Hana me pidió que trajera algunos suministros para el jardín.

Jazmín asintió, intentando disimular su incomodidad. Había olvidado cómo era interactuar con extraños, y la presencia de Zaid, aunque no era amenazante, le hacía sentir vulnerable.

—Gracias por ayudar —dijo finalmente, aunque sus palabras sonaron tímidas incluso para ella.

Zaid sonríe ligeramente y levanta una caja que llevaba consigo.

—No hay de qué. Si necesitas algo, no dudes en pedírmelo. Estoy aquí para ayudar, preciosa.

Jazmín no supo qué responder, así que simplemente asintió. No está acostumbrada a la forma de expresarse de la gente de ese país. Mientras Zaid se alejaba hacia la casa, ella no pudo evitar sentirse intrigada por su forma. Había algo en su manera de ser que la desconcertaba, una mezcla de amabilidad y sexapíl.

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