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EL PRISIONERO (1)

El ruido de una celda abriéndose le despertó. El prisionero se levantó de su camastro; a sus pies, una enorme rata de ojos rojos y cola peluda comía los restos de comida que habían caído al suelo en la merienda de la tarde. Otro ruido. Está vez el sonido era de unas pisadas. La rata también se dio cuenta de la presencia que se acercaba, tomó entre su hocico el último pedazo de pan duro y se escabulló por un agujero que estaba en el rincón. El prisionero, en cambio, se limitó a quedarse sentado, con la mirada baja y tan quieto como una estatua. De pronto, una luz roja se coló por la pequeña rendija en lo alto de la enorme puerta de hierro. El prisionero parpadeó y la puerta se abrió con un chirrido agudo. La luz penetró en la habitación. El hombre que había llegado dejó la lámpara en la polvorienta mesa, recogió los platos y vasos sucios, metiendo todo en una bolsa de plástico y salió sin cruzar palabra alguna con el prisionero. Nada — pensó el hombre en el camastro — Está vez tampoco vendrá a hablar conmigo — ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No había una manera precisa de saberlo, en su celda no había ningún reloj, ni calendario y nadie hablaba con él.  El prisionero solo podía hacer conjeturas, llevaba años haciéndolas, y cada vez era más difícil aferrarse a la esperanza de que algún día sería liberado. La rata, que era su única compañía habitual, salió de nuevo de su escondite, olisqueó el aire y miró al prisionero con sus grandes ojos rojos que brillaban con un fulgor escalofriante en la oscuridad.

— Hasta mañana — le dijo el prisionero al roedor — Se tendió de nuevo en su camastro y al poco rato se quedó dormido.

En sus sueños el sol resplandecía en lo alto y las nubes se desplazaban con él y su ejército hacía las tierras de Valle Verde. Un ave surcó los cielos y, el hombre que años más tarde sería conocido como el prisionero, alzó la mirada. Se sentía seguro de su victoria, seguro de sus aliados que marchaban con él desde el lejano norte, desde las tierras de León, Sanlúcar y Morón. Tierras norteñas de donde surgían los mejores caballeros y arqueros de todo el Valle. Tierras de grandes hombres y señores. Las tierras que su padre le había otorgado antes de morir.

Mientras el enorme ejercito avanzaba por las angostas planicies, el enemigo surgía de pronto, sin que nadie lo hubiera visto acercarse, sino hasta que ya era demasiado tarde. La batalla comenzó y el hombre, al que algunos llamaban el príncipe iluminado desenvainó su espada. En su sueño, mató a decenas de enemigos antes de encontrarse frente al único que de verdad quería matar, el rey Bastián Dagger, su medio hermano. El príncipe iluminado era joven en ese entonces, apenas diecinueve años, y aunque era un buen guerrero, hábil con la espada y el arco, no era lo suficientemente bueno para enfrentarse a su medio hermano, que en ese entonces era un hombre de treinta y cinco años, maduro y curtido en muchas batallas. Con todo y eso, la suerte le sonrío y el ahora prisionero, consiguió descabalgar a Bastián Dagger; aquello hubiera sido el final de la batalla, pero justo antes de que el joven príncipe pudiera clavarle la espada en el corazón, apareció Tristán Dagger a sus espaldas, con su armadura dorada y usando un yelmo de un demonio rojo en la cabeza. El príncipe levantó la espada, pero Tristán la partió sin dificultad con su enorme lanza y después lo golpeó con su puño de hierro haciéndolo caer del caballo.

En su prisión el hombre se removió inquietó y el sueño continuó.

Lo siguiente que vio fue a sus hombres siendo ajusticiados en el patio. La gigantesca hacha del verdugo bajo casi cien veces, cortando casi cien cabezas y el joven príncipe, que en ese entonces comenzó a ser llamado “Joven aspirante” a modo de burla por el rey y sus hombres, fue obligado a contemplar cada una de las muertes. Uno solo de sus hombres fue perdonado, pero el príncipe no supo nunca que paso con él.

Más tarde, soñó con el momento en que Tristán Dagger aparecía en el calabozo, con la capa negra ondeando a sus espaldas, se sentaba frente a él y con una sonrisa perversa en los labios le comunicaba que había ido a cortarle la mano derecha, con la que empuñaba la lanza y la espada, para así asegurarse de que nunca más pudiera representar un problema para la corona.

En su camastro el prisionero volvió a removerse, inquieto y sudoroso. Afuera comenzó la tormenta y el sonido de la lluvia se mezcló con sus gritos en el momento exacto que, en sus sueños, el pesado mandoble de Tristán Dagger le cortaba la mano. Habían pasado veinticinco años desde aquel día, veinticinco largos años llevaba recluido en el calabozo más negro y profundo del palacio real, pero en sus sueños lo revivía todo como si hubiera transcurrido apenas unas horas.

Un trueno se escuchó en la lejanía y la celda se ilumino con un color azul eléctrico, vivo y tenebroso. La rata se paseaba por el suelo, olfateando la humedad, el polvo, el sudor del prisionero y todo cuanto hubiera en el aire.

La pesadilla continuó solo un poco más, pues, de pronto, el prisionero ya no veía el rostro filoso y siniestro de Tristán Dagger, no, ahora veía el rostro sereno, terso y amoroso de su madre. Vio a su hermano mayor que jugaba con él a los soldaditos de madera. Su vida en el palacio real había sido buena, muy buena de hecho, eso hasta que el rey, su padre, y también el padre de Bastián y Tristán, murió. El prisionero soñó entonces con su madre siendo arrestada por órdenes del nuevo rey, su medio hermano. La vio ser arrastrada a los mismos calabozos en los que se encontraba él, soñó con el día de su ejecución. Vio la cabeza de su madre rodar por el suelo y después ser exhibida en una pica durante diez días en lo alto de la torre del ala este del palacio real. El prisionero lloró mucho aquel día, a pesar de que tenía dieciséis años y consideraba que el llanto era un signo de debilidad, no pudo evitarlo, y, como si aquello no hubiera sido suficiente, tres días después su hermano mayor corrió la misma suerte.

Lo siguiente que apareció en su sueño fue el día en que escapó. Había pasado días enteros mendigando, alejándose todo cuanto podía de las tierras de Valle Verde. En el camino había sido violado, robado y humillado. Finalmente había conseguido llegar a las tierras, que, por decreto de su padre, eran suyas. Allí había conseguido el apoyo de los señores de León, Sanlúcar y Morón. Pasó algunos años entrenándose y preparando su venganza.

En la habitación la rata pegó un brinco como si fuera un canguro y subió al camastro con el harapiento y tembloroso hombre que continuaba soñando con el pasado.

Tras algunos años, el joven empezó a ser llamado el príncipe iluminado, no solo porque era un joven encantador, amable y lleno de hermosos valores, sino que además era un guerrero estupendo. Un hombre así sería un gran gobernante, un hombre así valía el riesgo de enfrentarse contra el poderío de la capital, en el corazón de Valle Verde.

El príncipe y sus hombres marcharon el día de su cumpleaños número diecinueve. Era un viaje largo pero la motivación era inmensa. Unos días antes de que se acercaran a los dominios de Valle Verde, el príncipe y su ejército se encontraban en las tierras de El Salado, fue allí donde las tropas enemigas los tomaron por sorpresa y fue allí donde murió la causa del joven príncipe, junto con casi todos sus hombres.

En su celda el prisionero despertó justo cuando un nuevo rayo iluminaba el lugar creando un aspecto tétrico, a juego perfectamente con sus pesadillas. La rata estaba frente a él, olisqueando su rostro. El prisionero alzó la mano derecha y acaricio a su compañera con el muñón. La rata no rehuyó el contacto, de hecho, le lamio la mano como un buen sabueso. Al poco rato ambos se quedaron dormidos, uno junto al otro.

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