EL REY

El gran día había llegado. Afuera aún estaba oscuro, pero ya podía escucharse el canto de las aves que anunciaban la pronta e inminente llegada del amanecer. Una ligera llovizna se cernía sobre el palacio real, perlando con diminutas gotas los pastizales, jardines y árboles. El rey Bastián estaba sentado en su enorme sofá, alternando su mirada entre la ventana, en la que la lluvia repiqueteaba y, la única vela encendida en su habitación. El rey había tenido una noche difícil, cuando mucho había dormido un par de horas, después de eso, tras numerosos intentos fallidos, había decidido levantarse de la cama, servirse una copa de vino y dejarse caer sobre su sofá favorito. En los días previos a la boda de su nieto Iván, todo el mundo, incluido el propio rey, habían temido que su enfermedad le impidiera asistir. El médico decía que los síntomas iban en aumento y que cada vez gozaría de menos días buenos, hoy, por fortuna, era uno de esos días buenos. El rey esperaba que el resto del día fuera así. Tenía planes. No solo deseaba asistir a la boda de su nieto, sino que hoy, después de mucho tiempo, una parte de sus pensamientos la ocupaba el infeliz prisionero que estaba en el calabozo más oscuro desde hacía veinticinco años. Recordó, también, que el mismo prisionero había solicitado audiencia con él hacía bastante tiempo, aunque no podía recordar exactamente hace cuanto había sido.

Afuera, en la lejanía, un caballo relinchó. El rey Bastián se puso de pie trabajosamente, fue al baño y por primera vez en mucho tiempo su reflejo en el espejo no le pareció ajeno ni aterrador, sino simple y llanamente, viejo y cansado. Sus ojos azules habían perdido el brillo hacía ya bastante tiempo y su piel, antes lisa y bronceada, era ahora un laberinto de arrugas y manchas grises y marrones. Su cuerpo, que antes había sido la envidia de muchos caballeros, reyes y soldados, era ahora un despojo tan delgado y frágil, que era como ver un esqueleto andante con apenas una superficial capa de piel. Con todo y eso, la visión de sí mismo, ya no le asustaba. El rey sabía que pronto moriría. Sus hijas mantenían divididas sus opiniones ante lo que les gustaría que su padre hiciera antes del inminente final. Giselle y Maggie, las mayores, abogaban por que tomará por esposa a la princesa Ivanna de Torreblanca, alegando que, con algo de suerte, el rey aún podría plantarle a la chica un bebé varón en la barriga. Iván entonces quedaría desplazado del trono y Giselle, que era su hija mayor, gobernaría como regente hasta que su medio hermano (el hipotético bebé que tendría con Ivanna) alcanzará la mayoría de edad. Sus hijas menores, en cambio, se decantaban por un final tranquilo y en paz. Decían a su padre que lo que debía hacer era simplemente hacer llamar al arzobispo del gran templo y confesar sus pecados, para así, una vez logrado el perdón, el rey Bastián pudiera entrar en el paraíso. Por supuesto, para el rey ambas opciones eran estúpidas. La princesa Ivanna era una niña encantadora, durante el primer banquete el rey había fingido no verla, pero en realidad, sí que estuvo barajeando la posibilidad de tomarla como esposa. Pero finalmente había decidido que no valía la pena, no porque la chiquilla no le gustara, sino porque a lo largo de su vida, Bastián Dagger ya había desgraciado muchas vidas, no necesitaba una más en su largo historial. Ya no. Los tiempos en lo que las mujeres pasaban por su cama habían terminado. Sencillamente ya no le interesaba. La guerra, otra de sus antiguas pasiones, le interesaba aún menos.

El rey volvió a su sofá en el preciso momento que la luz del sol emergía imponente en el horizonte. Uno de los criados entró y le preguntó si deseaba que le prepararan la ducha. El rey asintió con un gesto vano y el criado se retiró tan pronto como hubo entrado.

Más tarde, mientras se preparaba para entrar a la ducha, una escena del pasado volvió a su mente. Estaba desnudándose cuando el recuerdo de su padre estando en la ducha con aquella sucia criada le hizo detenerse en seco. Su expresión cambio a la de un hombre que hace un gran descubrimiento. La criada, esa sucia criada. La misma por la que su padre había abandonado a su madre. La sucia criada que se había convertido en la amante favorita de su padre, esa maldita perra que tan pronto como tuvo oportunidad se embarazó, no una, sino dos veces y lo peor, fue que ambos fueron varones. Los mismos bastardos que cuando crecieron se sintieron con el derecho de disputarle el trono a él, el legítimo heredero.

El rey se miró las manos y contempló con horror como estas temblaban incontrolablemente. Entonces, miró hacia la puerta. Otro recuerdo horrible estaba materializándose allí. El pequeño bastardo estuvo aquí pensó — Si, y le dije que su madre era una puta pero que yo también la había deseado. — El rey cayó de rodillas, golpeándose fuerte contra el suelo. Se llevó las manos a la cabeza intentando recordar si en realidad aquel chiquillo bastardo, su medio hermano, que se supone estaba bien custodiado en el calabozo, había estado en su habitación. No, eso es imposible — se dijo — aquel chico debe ser ahora un hombre y el que yo vi en mi habitación era joven, casi como Carlos o Iván.

— ¿Todo está bien, mi señor? — preguntó la voz de un criado al otro lado de la puerta.

El rey miró a ambos lados como si la voz proviniera de un fantasma y no de un ser humano, como si diera cuenta por primera vez que estaba de rodillas en el suelo, ofreciendo con toda seguridad un espectáculo lamentable.

— Todo está bien — respondió con la boca más seca y amarga que nunca.

— Llámeme si me necesita — añadió el criado.

El rey se puso de pie lentamente, en el acto sus huesos se quejaron y a punto estuvo de caer de nuevo, pero logró asirse a uno de los muebles. Tambaleándose, y a duras penas logró llegar a la ducha.

Eran alrededor de las once de la mañana cuando alguien toco la puerta. El rey estaba tendido en la cama, con los ojos abiertos fijos en el techo. Toc, Toc, Toc

— ¿Quién es? — preguntó el rey con la voz cargada de somnolencia.

— Soy yo, Su Majestad. El doctor Leandro.

— Pasa — dijo el rey sin mucho entusiasmo.

La puerta se abrió con su fastidioso rechinido y la figura diminuta del doctor Leandro entró a la habitación.  El rey no se habría molestado en levantarse si el médico hubiera entrado solo, como ocurría la mayoría de las veces, pero esta vez alguien entró detrás del médico. El rey lo captó apenas por el rabillo del ojo, pero no había lugar a dudas.

— Buenos días, papá — saludó Giselle. El rey no contestó.

— Es hora de aplicarle su bálsamo, majestad — dijo el médico mientras preparaba su material en una pequeña e improvisada mesa. — de nuevo, el silencio del rey.

— ¿Por qué esa cara, papá? Hoy es un día muy especial y el doctor Leandro me ha dicho que estas en condiciones de asistir a la ceremonia. — de nuevo no hubo respuesta por parte del rey.

Giselle hizo una mueca de frustración y se dejó caer en el sofá mientras el doctor Leandro comenzaba a masajear las viejas articulaciones del rey.

— ¿A qué has venido? — preguntó el rey de pronto.

Giselle, que en ese momento estaba concentrada mirándose las uñas, alzó la mirada hacía su padre y dijo:

— He venido a darte una última oportunidad de recapacitar, papá

— Otra vez con lo mismo… — dijo el rey con hastió.

— Si, papá. Otra vez con lo mismo. ¿Acaso no te das cuenta que el reino se ira al carajo si Iván se convierte en rey? Mi hermano lo hubiera hecho mil veces mejor, pero lamentablemente murió.

— Tú lo has dicho — dijo el rey sin molestarse en mirar a su hija — Tu hermano está muerto y para desgracia mía, mis demás hijos son mujeres.

Aquellas palabras desataron la rabia de Giselle, que se levantó de golpe del sofá y se acercó hasta la cama donde yacía su padre. El doctor Leandro permanecía en silencio, entregado totalmente a la tarea de aplicar el bálsamo.

— ¡Eso no es justo! — chilló Giselle y, pese a que era una mujer madura de casi cuarenta años, su voz sonó caprichosa y aguda como la de una adolescente. — ¡Cualquiera de tus hijas es tan capaz de gobernar como lo habría sido Vladimir! ¡Por Dios, papá! ¡Incluso yo era mayor que él, si las cosas fueran como en el antiguo imperio yo habría sido tu heredera y no Vladimir!

— Tu lugar era casarte con un gran señor y convertirte en reina en otro lado — dijo tajante el rey. — Si Iván fuera un chiquillo no tendría ningún problema en dejarte a ti como regente. Eres fuerte, hija. Eres una mujer valiente y disciplinada, pero la ley actual dicta que no puedes ser mi heredera, ni tú, ni ninguna de tus hermanas. Iván es ya casi un hombre y la misma ley le exige reinar. Si él fuera unos años menor, o Carlos o Luis fueran mis herederos, quizá podrías asumir la regencia, pero no en la situación actual.

— Pero… papá… Puedes desposar a la princesa Ivanna y ganar tiempo…. Puedes…

— ¡Basta, ya! — vociferó el rey. — No pienso tolerar más tus insolencias, sal de aquí antes de que haga que mis hombres te saquen a rastras.

Giselle apretó los puños y se puso tan colorada como un tomate, pero no tuvo más remedio que hacer lo que se le ordenaba. Antes de salir, se detuvo en el umbral de la puerta, volvió la cabeza sobre los hombros y dijo:

—A veces te odio, papá.

—Que coincidencia — dijo el rey sarcásticamente — A veces yo también me odio.

Giselle lo fulminó con la mirada y un silencio incómodo se apoderó de la habitación durante unos instantes.

— Lárgate ya — gritó el rey — Y vete a supervisar las cocinas, ese debería haber sido siempre tu lugar.

Giselle salió, no sin cerrar antes la puerta con tanta fuerza que uno de los cuadros cercanos al marco estuvo a punto de caer.

— La imaginas a ella como regente — dijo el rey a su médico que continuaba con su labor — Se cree una mujer, pero mentalmente es una niña berrinchuda y caprichosa. No puede ni gobernarse a sí misma. —Ahora fue el médico el que guardó silencio.

Minutos más tarde, cuando el médico hubo terminado su trabajo, los criados entraron para vestir al rey con sus mejores ropas. A lo lejos, las campanas del gran templo anunciaban que faltaba solo una hora para el enlace matrimonial entre la princesa Sascha y el príncipe Iván.

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