*CAPÍTULO 1*

Año 1955. . .

Julia abrió los ojos con somnolencia, se estiró en la cama y pudo apreciar que aún todo estaba oscuro, amaba despertar cuando no había despuntado el alba. Encendió la vela que estaba en su habitación y sonrió, un día más de vida para disfrutar, inmediatamente cerró los ojos y dio gracias por la vida que tenía.

Apresurándose se lavó y se vistió. Su hermosos vestido color melón estaba bordado en blanco y a la altura del pecho, decorado con hermosos encajes. Su padre, un hombre muy severo e intolerante, en ocasiones la consentía dejándole escoger un vestido nuevo. Aquel había sido su última elección.

Se apresuró a la cocina, la mujer que ayudaba en los quehaceres aún no despertaba y la casa poseía ese maravilloso silencio del cual sólo se puede disfrutar a esas horas.

Encendió el fogón y colocó sobre él, la pequeña cacerola con agua para el café, su padre amaba despertar con el olor, y ella le concedía esa dicha. Después de colarlo bebió un poco, abrió la ventana de la cocina y pudo apreciar que la alborada comenzaba a mostrar su esplendor, aquel era su momento preferido del día.

Corrió a la puerta principal, salió y caminó entre los árboles, hasta llegar a su adorado árbol de mangos. Esa era su fruta favorita, solía sentarse y comer cuantos mangos pudiese. Sus ojos contemplaron la belleza del amanecer y se sintió dichosa y agradecida con Dios porque le obsequiaba tan preciado tesoro. Y allí se quedó, apreciando el olor matutino, los primeros rayos del sol, y el dulce canto de las aves mañaneras.

-¡Julia, madre te busca!- su hermana Fania llegaba a su encuentro.

-Enseguida voy- le sonrió dulcemente- es un día hermoso- su voz denotaba tanta alegría.

Julia, era la menor de siete hijos, la más dulce, la más tierna y la más inocente, dentro de ella no existía malicia, y su hermana Fania acostumbraba a decirle que tanta ensoñación y bondad, terminaría trayéndole dificultades.

Julia nunca reprochaba nada, solo asentía, su voz era dulce, extremadamente suave, sus facciones tiernas reflejando tanta bondad que solía aparentar menos de sus catorce años. Sus ojos reflejaban tanta luz, siempre llenos de alegría que generalmente contagiaba a quien estuviese cerca.

¡Así era Julia Bastidas, tan apacible y bondadosa como pocas!

Al entrar a la casa su padre terminaba su desayuno.

-Buen día, padre- le saludó con una inclinación.

-Buen día, muchacha. Madrugadora como siempre, muy buen café- la alabó, aparentemente amanecía de buen humor.

-Gracias, señor- decía cuando la puerta se abría dando paso a su hermano Jesús. él era el mayor de todos, y el orgullo de su padre, siempre vociferaba lo agradecido que estaba de haber tenido su primogénito varón.

-Padre, buen día.

-Buen día, hijo. ¿Qué faenas te aguardan durante el día?

-Llevaré el ganado a pastar, luego los dirigiré al rio, debo hablar con Don Miguel, es necesario aclarar que apareció la res que creíamos perdida, y luego cumpliré con otras actividades.

Julia, había permanecido en silencio con la cabeza gacha esperando instrucciones.

-¡Hey muchacha!- le dijo su padre.

-Señor. . .

-Encárgate de ordeñar a blanca, bien sabes que esa endiablada vaca se pone arisca con cualquiera, y luego recoge los huevos en el corral. Tu madre no se siente muy bien hoy.

-Si señor- asiente aceptando su actividad y sale en dirección a cumplir con la primera de ellas.

Blanca, era una vaca tranquila y hermosa, como su padre había indicado, no cualquiera la ordeñaba, por lo general no se dejaba, pero Julia le hablaba y cantaba mientras se dedicaba a la tarea y aquello parecía tranquilizar al animal, después de cumplir con lo encomendado llevó la leche a casa, y salió al gallinero, debía recolectar los huevos.

Con la cesta en las manos y la brisa mañanera revolviendo su pelo sonrió cuando la imagen de Héctor arribó a ella. Sus abundante y oscuro cabello, sus hermosos ojos verdosos, la ternura de su mirada.

Héctor Rojas, era un soldado del pueblo de Cariaco, de quién se había enamorado perdidamente, era el hijo mayor del jefe civil del pueblo, a sus dieciocho años, era un joven sumamente atractivo y dispuesto a luchar por la tranquilidad de su país. Julia, le admiraba, se asombraba de lo culto e inteligente que era.

Las cosas eran tan diferentes para hombres y mujeres, al nacer, tu género determinaría la vida que llevarías. Si resultabas ser un hombre, llevarías sin duda una vida privilegiada, podrías estudiar, aprender a leer y a escribir, aprenderías de números y a trabajar el campo, podrías escoger entre una variedad de oficios. Pero si resultabas ser una mujer, tu vida estaba marcada por lo general, por la tragedia. No tenías derecho a decidir nada, debías ser sumisa, obediente y abnegada en todo, tu vida se basaría en los quehaceres del hogar, serías criada para ser buena madre y esposa, te enseñarían a bordar, a tejer, a cocinar. Si tenías suerte te casarías por amor, pero si no, debías conformarte con el marido que tu padre escogiese para ti, la mayoría de las veces solían ser hombres que tenían veinte años de diferencia, dados al alcohol y sobretodo dispuestos a manejar lo poco que pudieras adquirir de tus padres, las mujeres debían ser obedientes y si tu padre se había puesto de acuerdo con algún interesado, eso significaba que la boda no tardaría en llegar.

Afortunadamente su padre le había jurado que jamás la obligaría a casarse con quién no quisiese, era un gesto noble de su parte, y viniendo de un hombre tan severo como él, tenía un significado aún mayor.

Podría escoger el hombre con el que se casaría, y obviamente ese sería Héctor, quién había demostrado sus buenas intenciones y según lo que le había dicho a Julia, pronto hablaría con su familia y pediría oficialmente su mano.

Recogió los huevos y se dirigió a casa, cuando cruzó el umbral de la puerta se encontró con aquel hombre al que todo Cariaco mentaba y no precisamente por sus buenas acciones. Según algunas personas y los chismes del pueblo; Juan Miguel Centeno de las Casas, era un hombre mujeriego y controlador. Julia, no se atrevía a juzgarlo ya que no lo conocía, pero no le agradaba para nada, cómo sus ávidos ojos le miraban, la hacían sentir incómoda y un escalofrío le recorría el cuerpo.

-Buen día, señor- le saluda nada más entrar a la casa.

-Buen día, Julia- le responde con voz vivaracha- qué afortunado eres Francisco, tus hijas son las más bonitas de todo Cariaco.

-Halago y favor que me hace- responde en medio de risotadas.

-Con su permiso- responde Julia un poco ruborizada y se dirige directamente a la cocina. Allí se encuentra con su madre.

-Cariño- le dice al verla entrar, su voz es tan suave y bajita. Ha sido una mujer subyugada desde que se casó, obligada a ser sumisa y obediente.

-En la sala se encuentra ese hombre- dice Julia preocupada.

-Si, al parecer está interesado en casarse con alguna de ustedes, mis niñas- el aire abandona los pulmones de Julia.

-Eso no puede ser madre- responde con voz temblorosa y rostro ruborizado. Ese hombre no podía pretender casarse con una Bastida, y que su madre lo dijese tan tranquila, no hacía más que  preocuparle- no es un buen hombre.

-No deberías juzgarle, Julia.

-No lo hago, madre. Dispense- respondió de inmediato bajando el rostro.

-No te disculpes, cariño- le susurró- a mí tampoco me agrada del todo- le  confesó.

-En el pueblo  dicen. . .

-Son  solo chismes, Julia- le acaricia una mejilla- no pongas oídos en ellos.

-Sólo espero esté usted equivocada madre, deseo con mi corazón que ese señor salga de nuestra casa y no vuelva.

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