«Y hoy te vuelvo a enamorar y aunque creerlo te cueste. Si fuiste mía una vez tú lo serás para siempre…» Diego Vargas.
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Carlos Duque recostado en el sillón de cuero de su oficina miraba el techo respirando agitado, su pecho subía y bajaba, abría y cerraba sus puños, sus profundos pozos negros que tenía como ojos permanecían ausentes. Se llevó las manos hacia su espesa y oscura cabellera intentando que los nefastos recuerdos no terminaran por nublarle la razón.
Rememoró entonces parte de su tormentoso pasado:
«—¿A dónde pensás que vas? —preguntó él, tomándola con fuerza del brazo, lo presionó por varios minutos. Elizabeth, se mordía los labios soportando el dolor, cuando él se dio cuenta de que le hacía daño, la soltó, en la piel de la joven quedaron las marcas de sus dedos—. Aún no he terminado de decirte todo lo que opino de vos —repuso. —¡Eres la más cruel y falsa de todas las mujeres! ¡Mírame! ¿Te reías de mi verdad? —La chica con el semblante lleno de tristeza, nada más negaba con la cabeza, no podía hablar, temblaba y lloraba sin cesar, sentía que sus fuerzas la abandonaban. —¡Deja de fingir! —gritó. —¡No vengas con lamentaciones! —exclamó, rechinando los dientes. —¡Ojalá te murieras! — pronunció sin saber lo que decía»
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Desde lo alto de aquel edificio, en los grandes ventanales, la joven de ojos marrones y larga cabellera castaña, sosteniendo una humeante taza de café en sus manos, divisaba a lo lejos la ciudad.
Suspiró profundo inhalando el delicioso aroma de aquella bebida, que le recordaba tanto a él, entonces su memoria regresó al pasado a aquel nefasto día en el cual: Carlos Duque le deseó la muerte.
—¡Ojalá te murieras! —pronunció él sin saber lo que decía.
Ella abrió sus ojos con sorpresa, aquella última frase se clavó como un puñal en su corazón.
—¡No diga eso! Yo sé que me odia... pero no me desee la muerte —murmuró muy dolida.
—¡Mami! —exclamó el pequeño ingresando a la oficina sacando a la mujer de sus cavilaciones—.Mi papá me llevó por un helado, y luego me trajo a saludarte.
La joven inhaló profundo, limpió con el dorso de su mano sus lágrimas, entonces esbozó en sus labios una amplia sonrisa, se inclinó para saludar a su hijo.
—Me da gusto que hayas venido a verme —expresó y sus ojos se clavaron en los del infante, en aquella mirada que tanto le recordaba a la de Carlos, abrazó al chiquillo con fuerza, rememorando que todo lo que hizo fue para salvar su vida.
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Carlos Duque regresó al presente gruñendo como una fiera herida, se puso de pie y caminaba de un lado a otro por su oficina.
«Volviste para vengarte de mí» se repetía en su mente, mientras el pecho le sangraba de dolor; por su cerebro trastornado una y mil ideas se le cruzaban.
El odio, el rencor, el resentimiento de nuevo afloraron en su corazón, gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, se sentía burlado, humillado, golpeó con sus puños, con fuerza el escritorio.
—¡Maldita sea! ¡Pase años llorando por vos! —exclamó dolido— mientras te reías y burlabas de mí, de mi dolor, de mi sufrimiento —gruñó.
Leía una y otra vez el expediente que le entregó su amigo, y hombre de confianza: Mondragón, a su mente se venía la imagen de ella, entonces carcajeó mofándose de él mismo.
—Pensaste que podías engañarme —vociferó apretando sus dientes con fuerza.
De inmediato algo muy importante se le vino a la memoria, tomó su móvil con las manos temblorosas.
—Carlos ¿En qué puedo servirte?
—Mondragón, necesito que averigües si la doctora Robledo posee familia, quiero saber si tiene un hijo y la edad del pequeño.
—Ella tiene un niño —afirmó Mondragón. El corazón de Carlos se aceleró con fuerza descomunal, aquel hombre sentía que estaba a punto de enloquecer—. Creí que como sos amigo de ella lo sabías —comentó Francisco.
—No, jamás me ha dicho nada —respondió Carlos, con la respiración entrecortada— ella nunca habla de ese pequeño... ¿Conoces la razón?
—Parece que a la doctora Robledo, le gusta tener su vida privada, oculta.
—Quiero saber qué edad tiene ese niño —indagó Carlos.
—No estoy seguro de eso, sé qué es pequeño, no lo conozco, y no consideré algo importante como para informarte, tal vez tiene cinco o seis años.
La mirada de Carlos se oscureció, bebió un sorbo de agua para calmarse, entonces le dio órdenes precisas a Mondragón, sobre algo que tenía en mente, y colgó la llamada.
—Si es lo que estoy pensando... Te juro que te vas a arrepentir Elizabeth Trujillo, te haré pagar con lágrimas de sangre todo mi sufrimiento —afirmó presionando sus puños sin poder razonar. En ese momento el dolor jugaba en contra del entendimiento—. Me vengaré de vos. —Cerró sus parpados—. Te cobraré con la misma moneda, volveré a enamorarte —sentenció, creyendo que sería fácil engañar a su corazón, sin imaginar que, en aquel juego, él podría terminar siendo la víctima, y aquellos muros que irguió dentro de su corazón desde que era un niño, terminarían derrumbándose de un momento a otro.
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Queridos lectores si has llegado por casualidad a este libro te recomiendo leer antes: Si me ves llorar por ti, y Un café para el Duque, es importante para que puedan entender este libro.
Por otro lado, les pido no ser tímidos, dejar sus comentarios en las reseñas.
Manhattan- New York, Usa.Años antes.Carlos Duque analizaba atento las variaciones del precio del saco de café en la última semana, realizaba varias llamadas telefónicas, mientras bebía un sorbo de su expreso.—Tenemos demasiado café embodegado, don Miguel dio órdenes precisas de venderlo desde la semana pasada —interrumpió el asesor financiero y abogado de confianza del señor Duque.Carlos no hizo caso a la advertencia, siguió con la mirada fija en el computador, mientras digitaba.El hombre salió enfurecido de la oficina y de inmediato tomó su móvil y llamó a Colombia, le explicó lo que estaba sucediendo al señor Duque.**
Dos días pasaron desde que Elizabeth, llegó a laborar en la finca la Esperanza, la joven después de terminar su jornada, sin que nadie se diera cuenta, tomaba libros de la biblioteca, caminaba hasta el arroyo y se sentaba a leer todas las tardes mientras el sol se ocultaba en el horizonte.Aquella mañana, la gente de la finca corría de un lado a otro, esperaban la llegada del hijo de la patrona, todos le tenían temor, de él decían muchas cosas, que era difícil de tratar, que poseía un carácter muy fuerte, que era arrogante, y presumido.A Elizabeth la enviaron a limpiar la habitación del joven, aunque todo estaba en perfecto orden, sacudió el polvo, cambió sabanas, cobijas, todo tenía que quedar limpio para recibir al nuevo patrón.La joven siempre muy curiosa, se detuvo a observar los libros que é
En su habitación Elizabeth con el libro que tomó de la alcoba de Carlos, salió decidida a devolver la obra a su lugar. Sin que nadie la viera subió hasta las habitaciones, golpeó la puerta, al no recibir respuesta ingresó, escuchó el agua de la ducha, y aprovechó para leer la parte final del libro.Ely se hallaba tan concentrada en la lectura, no se dio cuenta el momento que el dueño de la habitación salió del baño, envuelto la mitad de su cuerpo en una toalla, él se sorprendió al ver a la joven en su habitación concentrada leyendo uno de sus libros favoritos.—«Abre tus ojos y mírame, no te besaré, aunque sé que lo necesitas» —murmuró Carlos muy cerca de ella.Elizabeth pegó un brinco y del susto dejó caer el libro al suelo, se ruborizó al
Dos días después.Elizabeth terminaba de recoger las hojas secas que caían de los árboles, entonces su mirada se clavó en la entrada de la casa, observó a Carlos, suspiró profundo al verlo salir enfundado en unos vaqueros índigo, que hacían juego con la camisa celeste y el blazer azul marino.El joven caminó presuroso hacia su Suv, encendió y se marchó, sin percatarse de la presencia de la chica.—Es tan atractivo —murmuró ella, y prosiguió con su tarea.****Carlos estaba por aparcar su auto frente al consorcio, un jeep se le atravesó en el camino.«El rey by Vicente Fernández» sonaban en las bocinas de aquel vehículo.—Con dinero y sin dinero,
Elizabeth al terminar su jornada, tomó el libro que Carlos le regaló, caminaba en dirección al arroyo, de pronto se detuvo cuando escuchó una discusión, se acercó y era Pedro, el hombre que la recibió en días pasados y que se portó como un patán con ella, quien discutía con una anciana.—Mira vieja pendeja... Te voy a acusar con doña Luz Aída, que vienes a robarte las naranjas —amenazó jaloneando a la señora.—Yo no me estoy robando nada pues, solo recojo la fruta que se echa a perder, no seas malo, yo tengo nietos que alimentar.—Esa no es nuestra responsabilidad, ve y diles a tus hijas que dejen de andar abriendo las piernas al primero que se les asoma pues.Al momento que terminó la frase, sintió su rostro arder al sentir la bofetada que Elizabeth le propin
La fría tarde de invierno avizoraba una gran tormenta. Carlos se dirigió a toda prisa a su finca, se detuvo al ver a su madre esperándolo con un látigo en su mano.—¿Vos de dónde vienes Carlos Mario? — preguntó, acariciando la fusta.—Mamá discúlpame, vengo de la Momposina, estaba con mi hermano —balbuceó atemorizado.—Ah así que vos te escapas, para largarte a jugar con ese niñito mimado —cuestionó Luz Aída, a su hijo quién temblaba de miedo; solo que disimulaba ante su madre.—Es que estaba aburrido —respondió Carlos.—Pues ahora se te va a quitar el desgano. Ponte en esa columna — ordenó Luz Aida.
Varios días pasaron después de aquel beso, Elizabeth y Carlos evitaban encontrarse. Ella esperaba que él saliera, para entrar a limpiar su habitación.Luz Aída, seguía fingiendo sus enfermedades; y de esa manera trataba de manipular al joven Duque.Aquella mañana Carlos, entró a la habitación de su madre:—Mamá, me dice Rosa, que no te sientes bien. ¿Deseas que llame a un médico?Luz Aída se removió en su cama y emitió un quejido de dolor.—No Carlos —expresó carraspeando. —¿Para qué? —indagó resoplando—. Vos sabes bien lo que me sucede, ¿deseas mirar como tengo la espalda de tanto estar postrada?La mujer intentó indicarle a su hijo las supuestas costras; ella sab&ia
En la finca Elizabeth, ingresó a limpiar la habitación de Luz Aída, la mujer se encontraba sentada en su silla de ruedas.—Vos ¿Por qué venís a esta hora a asear mi alcoba?—Porque a mí, Rosa me indicó que a usted no le gusta que la molesten.—Ah, para colmo resultaste respondona.—Por supuesto, estoy respondiendo su pregunta señora —indicó Eliza, observando a Luz Aída.— ¿Quién te ha dado permiso de mirarme a los ojos? —bramó encolerizada la mujer—. Vos no has comprendido aún la diferencia que existe entre nosotras.Ely presionó sus labios, y luego respondió.—Sí señora, por supuesto que no somos iguales, usted es una persona discapacitada y yo no.