Capítulo 50. Súplicas.

Horas después, David aparcó el auto en el estacionamiento empedrado que precedía a la cabaña donde se residenciaba y apagó el motor en medio de un suspiro de cansancio.

La mayor parte de ese tiempo lo había pasado en la comandancia de la policía. Rindió declaraciones y luego visitó cada uno de los terrenos asignados para supervisar la culminación de los trabajos.

Incluso, tuvo que conversar con algunos periodistas, quienes lo seguían a sol y sombra, y calmar por teléfono los nervios de su madre, los reproches de su hermano y las cientos de advertencias de Leonel Acosta.

Estaba ansioso por tumbarse en la cama y dormir hasta la mañana siguiente.

Pero antes de salir del vehículo, su teléfono móvil sonó por veinteava vez. Pensó en ignorar la llamada y ocuparse de él por un par de horas, pero al ver el número que se reflejaba en la pantalla tomó con ansiedad el aparato para atender.

—¿Dónde estás? —fue su saludo.

El agotamiento físico y mental se le mezcló con la ira y el anhelo.

—David, ¿
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