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XIV Con la mano en la masa
—Bea, ¿cómo estás? Pasar tanto tiempo con Magnus debe ser agotador —dijo Ale.

La había llamado por teléfono.

—Algo así, no me lo tomo muy en serio. Hmm... qué rico.

—¡¿Qué estás haciendo?!

—Me están dando un masaje maravilloso. Ojalá y estuvieras aquí.

Silencio.

Bea se sobresaltó. Tan relajada estaba que las palabras se le escapaban sin pasar por el filtro mental de la vergüenza.

—También me gustaría estar ahí —confesó Ale.

—¡¿En serio?!

Los dinosaurios. ¡Los dinosaurios!

—Claro, ¿a quién no le gustan los masajes? Ya sé ¡A Magnus!

Los dinosaurios se extinguieron. Ale reía jocosamente, pero a ella no le daba risa. Magnus se perdía de muchos placeres de la vida.

Él seguía en su habitación. Había vencido su fobia para ir a orinar justo antes de hacerse encima. Estaba todo sudado por el esfuerzo y las tripas le sonaban.

El teléfono vibró y se alejó de un brinco. No quería más instrucciones desde el infierno enviadas por su abuelo.

El aparato siguió vibrando, era una llamada. Número desco
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