Capítulo 4. Un fiero león.

Esa misma tarde, Edmund recibió una visita. Samantha y él aún no habían terminado de hablar sobre la dura sentencia que le imponían cuando apareció en la casa Robert Lennox, «el León».

Robert era uno de los socios más importantes del hombre y a quien apodaban de esa manera por el símbolo que poseía el logo de su empresa: el rostro de un león de mirada salvaje y despiadada.

Samantha enseguida se llevó una mano al rostro para secar sus lágrimas y se puso de pie cuando su padre lo hizo.

Un hombre alto, vestido de manera elegante con un traje blanco sin corbata, entró en la sala. Sus cabellos castaños claros refulgieron como el oro al pasar junto a los rayos del sol que entraban por la ventana, cegándola por un momento.

Al estar junto a ellos, pudo apreciarlo mejor. Tenía hombros anchos y cuerpo ejercitado, su piel estaba bronceada y su rostro era anguloso, con una barba de tres días marcando su mandíbula.

Sus cabellos formaban rizos suaves en la parte superior, que caían sobre su frente y se asemejaba a la melena orgullosa de un verdadero león, el depredador más temido de la selva.

Tenía los ojos de un azul tan claro que parecían de hielo y armonizaban con la mirada fría y rencorosa que dirigió hacia Edmund.

—Muller, aquí estoy. ¿Para qué me necesitas? —dijo con la mandíbula prieta, usando una voz gruesa y vibrante capaz de erizar la piel de Samantha.

Ella intentó no moverme para no llamar su atención. Su presencia la inquietó tanto como lo hacía la de su padre.

—Quería que conocieras a mi hija antes de tu viaje y así formalizáramos el compromiso.

Edmund la señaló. Su gesto hizo que Robert dirigiera su atención hacia ella.

Su mirada gélida la estremeció. El odio que trasmitían sus ojos la hizo sentir más pequeña de lo que era. Más aún, cuando la repasó de pies a cabeza con desprecio.

—¿Ella es tu hija?

La pregunta la hizo con tal repulsión que rompió algo dentro del pecho de la mujer: fragmentó su autoestima.

Cuando el hombre se irguió con altanería, la camisa de su traje, que tenía los dos primeros botones abiertos, dejó a la vista parte de su pecho bronceado y una cadena gruesa de oro de la que colgaba un anillo de bodas.

—Sí, ahora mismo estaba hablándole de ti y del acuerdo al que llegamos. Está de acuerdo con el matrimonio.

Samantha retorció sus manos para controlar los nervios. Estaba tan desecha por dentro que no tuvo fuerzas para abrir la boca y dar una opinión sobre su vida. Dejó que sus verdugos dispusieran de ella a su antojo.

—¿Las condiciones de las que hablamos se cumplirán? —consultó Robert.

—Por supuesto. Pediré que redacten hoy mismo el contrato prenupcial y que lo envíen a tu correo para que lo revises mientras estás en Texas, así podrás verificar que todas las condiciones acordadas están presentes. Cuando regreses, se realizará la boda.

Hubo silencio por unos largos minutos. Samantha huyó de la mirada de Robert Lennox al bajar el rostro mientras un par de lágrimas escapaban de sus ojos. La impotencia que le producía aquella conversación la superaba.

—Bien, haremos eso. Estaré pendiente del envío del contrato. Si no tienes otra cosa que hablar conmigo me marcharé. Mi avión sale en una hora.

—Valoro tu obediencia, Robert. Eso será positivo para nuestro negocio.

Ella apretó el ceño al escuchar lo último que Edmund le había dicho a ese hombre, usando un tono que mezclaba la burla con la amenaza. El mismo que siempre empleaba con ella para recordarle su lugar.

Por instinto, alzó la vista hacia Robert Lennox. El odio que descubrió llameando en su semblante la impresionó.

Él no era un cachorro asustado como ella, sin opciones de salvación, sino un peligroso depredador dispuesto a retar a su enemigo en su mismo terreno.

—Nos vemos en unos días, Muller —mascó Robert antes de dar media vuelta y marcharse, ignorando por completo a Samantha.

Ella se esforzó por represar las lágrimas y no seguir mostrándose vulnerable. Por eso todos la trataban con tanta frialdad, porque suponían que era débil y manipulable.

—Este es el plan, Samantha —continuó Edmund al estar solos—. Te quedarás en esta casa encerrada hasta que Robert Lennox regrese de su viaje y llevemos a cabo el matrimonio.

—¿Encerrada? ¿Por qué? —preguntó inquieta.

—Porque los Harkes, la familia de Colin, no quedaron felices con la decisión de que salieras de la comisaría sin pagar por tu crimen. Sabes muy bien que ellos son delincuentes de cuidado y están ansiosos por cobrar venganza por la muerte de su familiar. Si no quieres morir, tendrás que quedarte dentro de la mansión. No pienso ponerte un guardaespaldas.

Luego de soltarle esa información, Edmund se marchó hacia su despacho. La dejó con el miedo y la rabia extendiéndose por todo su cuerpo. Sus manos comenzaron a temblar y sintió frío. Se abrazó a su cuerpo tratando de calmarse.

No podía entrar en pánico. Para liberarse de aquella condena debía mantener el control de sus emociones y pensar con claridad.

Decidió subir a su habitación y darse un baño, el aroma a comisaría lo tenía adherido a la piel y la desconcentraba. Al llegar a las escaleras tuvo que detenerse. Claire bajaba con su hija e iban acompañadas por Fernand.

Al verse, Samantha se irguió e intentó mostrarse altiva. Claire alzó las cejas con desprecio, Elaine torció el rostro en una mueca de desagrado y Fernand sonrió con burla.

—Vaya, regresó la cómplice de un asesino.

Samantha traspasó con mirada iracunda a Fernand. Ellos se detuvieron en los últimos escalones para quedar por encima de ella.

—No sé por qué Edmund se empeñó en traerla de vuelta a la mansión. Es un peligro tenerla aquí —comentó Claire hacia el hombre como si Samantha no estuviese presente.

—Es por negocios, suegra, para algo tiene que servir su hija.

Ella apretó los puños con fiereza y respiró hondo. Buscaba sosegar el fuego de cólera que la devoraba por dentro.

—Podríamos decir que esta casa es más mía que de ustedes, porque aunque mi padre se queje de mí, soy su única hija, su heredera. En cambio ustedes… —Repasó a Claire de pies a cabeza con indiferencia—, aún no son nada.

La mujer se irguió ofendida mientras Elaine se aferraba a un brazo de ella con cara de susto. Fernand fue el único que no modificó sus facciones.

—No te des mucha pompa de heredera, porque solo recogerás migajas.

Sin borrar de su rostro la sonrisa divertida, él continuó hacia el salón. Luego de unos segundos de duda, las mujeres se apresuraron por seguirlo, lanzando miradas de desdén hacia Samantha.

Ella se mordió los labios para impedir que continuara expandiéndose en su pecho el dolor que le produjo el rechazo de esa gente.

Días atrás había estado ilusionada con la boda con Fernand, con tener pronto a una madrastra y a una hermanastra con quienes pudiera compartir y con la posibilidad de resolver sus diferencias con su padre.

Todo aquello había sido un sueño.

«Solo recogerás migajas», le había dicho el hombre. ¿Acaso Edmund lo había perdido todo y por eso tuvo que doblegarse y buscarla en comisaría?

¿Su única salida de la quiebra era negociarla con Robert Lennox al ser rechazada por Fernand Wesley?

¿Por qué Lennox aceptó ese trato?

¿Qué ganaba con aquella boda si Edmund Muller estaba arruinado?

Con una mano se sostuvo la cabeza al sentir que comenzaba a palpitarle y subió con rapidez a su habitación para darse un baño con agua caliente. Si no se relajaba iba a enfermar y ahora no podía estar débil.

Todos querían aprovecharse de ella, usarla a su antojo y no podía permitir que siguieran lastimándola. Iba a vengarse de todos ellos y a hacerles tanto daño como se lo hacían a ella.

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