Capítulo 5. Una constante guerra.

Una semana después, Robert Lennox regresó de Texas. Edmund ya tenía todo preparado para realizar la boda, sería un matrimonio civil que se llevaría a cabo en su mansión.

En la prensa se había anunciado el evento en medio de un escándalo, donde Samantha había sido la más perjudicada. Al inicio dijeron que ella había engañado a Fernand Wesley con el León, por eso Fernand rompió el compromiso y se refugió en la casa que su familia tenía en el lujoso barrio de Leschi.

Las Combs lo cuidaron por estar solo, ya que todos los Wesley se encontraban en Europa. Gracias a ese compartir él se había enamorado de Elaine Combs, anunciando desde ya un pronto matrimonio.

Pero ellos estaban furiosos debido a que ningún medio de comunicación se interesaba en su romántica y resiliente historia. Todos estaban enfocados en el León y en la mujer que había sido capaz de atraer la atención de aquel silencioso y misterioso hombre de negocios.

Robert Lennox tenía una historia oscura y desconocida que se debatía con interés hasta en las redes sociales, pero Samantha no prestaba atención a nada de lo que se decía. Decidió no ver las noticias ni leer los comentarios que se hacían de ella o de su futuro esposo.

Ya había descubierto que algunos la tildaban de prostituta, que desempeñaba un trabajo similar al de su madre aunque aprovechando las conexiones de su padre en la alta sociedad para ganar clientes de lujo, como el León.

Otros la llamaban oportunista. Decían que solo estaba detrás de la incalculable fortuna de los Lennox, quienes eran dueños de importantes empresas dedicadas a la construcción y resultaba tres veces superior a la de los Wesley.

De estos últimos se rumoreaba que habían quedado en la ruina, por eso se había mudado a Europa y vendían sus propiedades en Estados Unidos.

Ya estaba harta de que desconocidos la insultaran sin conocerla y se inventaran historias para justificar sus acciones, sin saber que ella no tenía libertad de actuar ni opinar, porque siempre estaba «cancelando una deuda» con su padre y debía obedecer.

De lo único que se ocupaba, era que su padre cumpliera con su parte del trato e interviniera por su hermano ante la policía. En ocasiones se reunía con el abogado que Edmund había puesto al frente del caso, para conocer los pasos que daba.

También se comunicaba con su amiga Jenny, quien intentaba ayudarla ubicando al chico al preguntar a sus amigos delincuentes, sin obtener respuestas.

Eso la tenía preocupada. Tenía miedo de que los Harkes lo consiguieran primero y lo lastimaran, como venganza por la muerte de Colin. O lo llevaran directamente a una prisión de máxima seguridad como pretendieron hacer con ella, donde conocidos de los Harkes se encargarían de darle un duro escarmiento.

Por culpa de sus angustias no prestó atención a nada referente a la boda, ni al escándalo que se producía en la prensa y las redes sociales. Cuando llegó el día, ella lo único que sintió fue rabia.

A pesar de haber pensado mucho sobre el tema, nunca halló soluciones para escapar de aquella obligación. Si lo hacía se perderían las gestiones en beneficio de su hermano en la policía y él quedaría por siempre como un prófugo.

Además, a ella la encerrarían enseguida en una celda, para sufrir por los maltratos que los allegados de los Harkes podían propinarle. No tendrían compasión.

Una empleada dejó sobre su cama el vestido que Edmund había pedido por internet para esa noche, un traje de novia de muss con encaje y pedrería y falda acampanada.

Samantha miró aquella bella pieza con pesar y acarició su suave tela. Para cualquier mujer podría significar un símbolo de felicidad, pero para ella resultaba la imagen de su condena. Como si estuviese confeccionado por pesadas cadenas de hierro que la apresarían por siempre.

Luego de un suspiro de resignación, se preparó para su funeral, porque así veía ese matrimonio. Una vez estuvo lista, bajó al salón.

Pensó en confirmar con alguien del servicio si el novio ya había llegado y dónde se encontraba, para así evitar tropezar con él por eso de que «el novio no podía ver a la novia antes de la boda ya que les daría mala suerte».

Su suerte ya estaba echada y era de las peores. Así que se saltó los protocolos de las bodas y bajó hasta el salón. Quedó paralizada al toparse en el vestíbulo con Robert Lennox, quien hablaba en susurros con un hombre delgado de mediana edad.

Al verla, él se calló y se irguió para observarla con atención. Pareció sorprendido.

En ese momento Samantha no era la mujer sucia y demacrada que recién había salido de la comisaría, con los ojos hinchados de tanto llorar y lágrimas de pena y temores marcando sus mejillas. Ahora estaba bañada, maquillada y vestida con un traje costoso.

La mirada clara y voraz del hombre la repasó de pies a cabeza con total descaro, sin perder detalle de su cintura estrecha, de sus senos abultados y de su rostro iracundo, aunque bellamente resaltado por el maquillaje y el peinado.

Él iba vestido con un traje gris plomo cortado a la medida, sin corbata y dejando los primeros botones de su camisa abiertos. De esa forma ella pudo apreciar de nuevo la cadena gruesa que colgaba de su cuello y ostentaba como dije un anillo de bodas, que por alguna razón, parecía lanzarle claras advertencias.

Ella disimuló con un semblante de fastidio lo fascinada que había quedado con el porte atractivo de ese hombre. Robert Lennox era imponente y seductor, capaz de acaparar todas las miradas y arrancar suspiros, pero los de ella debían estar bien ocultos, o quedaría a merced de sus enemigos.

Caminó hacia él como si aquel fuese un día cualquiera, notando que el León estaba custodiado por varios guardias de seguridad que se encontraban apostados en los alrededores y seguían cada uno de sus movimientos con recelo.

Entrelazó sus manos en la espalda y alzó el mentón con altanería.

—Sí, estoy perfumada y mejor vestida. Parezco otra persona, ¿cierto? —le preguntó con ironía para provocarlo.

Él entrecerró los ojos como si pretendiera reprocharle algo, pero ella lo ignoró y siguió en dirección al salón donde se hallaba su padre.

Cuando pasó por su lado, él la retuvo al sostenerla de un brazo.

—No me obligues a ser prepotente y arrogante contigo, Samantha Muller, porque puedo llegar a ser bastante desagradable.

Ella intentó dirigirle una mirada crispada y amenazante, pero las lágrimas de ansiedad la delataron al empapar sus pupilas.

Sin embargo, con rudeza se liberó de su agarre antes de seguir su camino.

Aquel era un terrible comienzo para un matrimonio, aunque Samantha entendió que así era todo en su vida: una constante guerra.

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