Capítulo 6. La boda.

La boda fue un momento de gran tensión. El funcionario que leía el acta de matrimonio se equivocaba a cada tanto, los nervios le producían carraspera.

Samantha estaba tan inquieta que no atendía para nada su alocución, lo que hacía era repasar con ansiedad lo que sucedía esperando que en cualquier momento se produjese una pelea, o un estallido que acabara con aquel decadente espectáculo.

Observaba con disimulo a Robert, quien estaba parado a su lado. Buscaba conocerlo al analizar sus reacciones, pero él se mantenía imperturbable. Paseaba su mirada severa y desconfiada entre los invitados como si vigilara los movimientos de cada uno.

Edmund se encontraba al otro lado de ella, inmóvil, como un carcelero. Dispuesto a retenerla con violencia si se le ocurría escapar. Junto a él estaban las Combs, cuchucheando por lo bajo y dirigiendo miradas críticas hacia Samantha, y Fernand Wesley, que no paraba de sonreír con burla como si supiese que pronto ocurriría algo bochornoso que rompería la tensión.

En el salón también se hallaba Johan Spencer, a quien Samantha tildaba como el «sicario» de Edmund. Un tipo contemporáneo con ella, de aspecto pendenciero y actitud amargada, que tenía una enorme cicatriz cruzando su cara desde su frente hasta la mejilla izquierda, partiendo su ceja en dos.

Ella y Johan se conocían de pequeños. Él había vivido en el barrio donde la mujer creció, siendo un chico de familia humilde. Antes de cumplir la mayoría de edad, tenía ya varias paradas en la policía y un prontuario considerable por agresión, robo con armas blancas y posesión de drogas.

Edmund lo salvó de hundirse en la cárcel, por eso terminó trabajando para él de manera exclusiva. No tenía funciones claras, aunque era capaz de todo, incluso de asesinar si se lo pidiesen.

Esa noche la función de Johan era atormentar al León. Compartía con él miradas desafiantes y se paseaba por el salón con actitud retadora.

Los guardias de seguridad de Robert no le quitaban el ojo de encima mientras los de Edmund los vigilaban a ellos. Todos tenían sus manos libres y cercanas a sus armas.

Samantha retorcía sus manos con nerviosismo. Si se desataba una balacera, ella se encontraba en el centro del salón, sería la primera en morir.

Procuró no pensar en tragedias para no sufrir de un ataque de pánico, pero cuando le tocó firmar, las lágrimas se agolparon sus ojos y su mano tembló.

Con inseguridad tomó la pluma resultándole difícil escribir su nombre.

—Señorita, por favor, sobre la línea —la regañó el funcionario, ávido por terminar. Por instinto ella apartó la pluma del acta haciendo un pequeño rayón.

El miedo estuvo a punto de dominarla ante el error cometido. Miró con terror a su padre, quien la dilapidó con sus ojos severos.

—¡Déjala en paz! —reclamó Robert con hostilidad, haciéndola sobresaltar—. Si estás apurado, márchate ya. Ella se tomará todo el tiempo que necesite para firmar.

El funcionario asintió en silencio y con la cara pálida. Samantha observó al León, descubriendo que sus ojos ahora parecían un cielo despejado, sereno y cálido, que logró serenar sus emociones.

Con un gesto de su cabeza, él la invitó a continuar, así que la mujer respiró hondo y escribió su nombre en letras pequeñas y temblorosas encima de aquel rayón.

Al terminar, dejó la pluma sobre la mesa como si esta fuese un carbón encendido y retrocedió sintiendo un nudo atarse en su estómago que le producía nauseas.

Ya estaba hecho, su sentencia había sido dictada y ella la había aceptado.

Robert enseguida tomó la pluma y trazó una rúbrica grande y elegante que opacó por completo a la de ella. La escondió bajo sus letras refinadas, que parecían un enorme depredador, mientras que las de la mujer se veían como si fuesen un cervatillo pequeñito e insignificante que terminaría siendo engullido por el gigantesco animal.

Luego de las palabras finales, el funcionario dio cierre al acto y Edmund propuso un brindis. Samantha se disculpó para ir al baño, siendo seguida por Johan.

Apenas entró, se fue en vómito, su estómago giraba como un carrusel. Ni siquiera llegó a cerrar la puerta.

Mientras recuperaba la respiración y el control de sus emociones, derramando gruesas lágrimas de pena, escuchó una discusión afuera.

—Regresa al salón —era la voz autoritaria de Robert Lennox.

—Edmund me pidió…

—Ella ahora es mi esposa. Regresa al salón.

La mujer se paralizó mientras un tenso silencio retumbaba en sus tímpanos. Sabía que aquellos dos hombres en ese momento se estaban enfrentando, como lo hacían dos animales salvajes que protegían su territorio.

Quizás, los guardias de seguridad de ambos bandos se aglomeraban junto a ellos preparados para iniciar la guerra, pero segundos después oyó pasos lentos que se alejaban. Alguno decidió rendirse.

Sintió que alguien entraba al baño, aunque solo para tomar la puerta y cerrarla y así darle intimidad. Ella lanzó una ojeada rápida por el espejo y descubrió que había sido Robert Lennox.

Al quedar sola respiró de nuevo y apoyó la espalda de la pared de azulejos mientras recuperaba la tranquilidad.

Su actual esposo le había ganado una pelea de voluntades a Johan Spencer, el «sicario», y además respetó su espacio, concediéndole privacidad en un momento vergonzoso, sin juzgarla, regañarla o burlarse de ella como solía hacer su familia.

Esa actitud la desconcertó. Jamás habían hecho algo así por ella, por eso no sabía cómo actuar.

¿Debía agradecerle? ¿O imponerse para exigirle que no la siguiera y pretendiera también controlarla?

Dejó de pensar en tonterías y se aseó con rapidez retocando su peinado. Por suerte, las lágrimas no fueron muchas y el maquillaje no quedó arruinado.

A pesar de no sentirse del todo lista, salió de allí dispuesta a seguir soportando la humillación. Pensó que estaría sola, pero encontró al León a pocos pasos del baño custodiando la entrada.

Tenía la espalda recostada de la pared y las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. Miraba al suelo con actitud cansada.

Al aparecer, él giró su cabeza y la observó ceñudo.

—¿Estás bien?

—Sí. Disculpa mi reacción —expuso con la cabeza gacha, en espera de algún reclamo por su actuar infantil, como los que solía darle su padre.

—No tienes que disculparte por nada. Sé que hoy no ha sido un buen día para ti. —Sus palabras la sorprendieron, por eso lo miró a la cara hallando en el pozo de sus ojos claros el reflejo de una pena profunda—. Tampoco lo fue para mí, pero ya estamos dentro de este juego. Nosotros no daremos marcha atrás, los haremos retroceder —dijo con seguridad antes de retomar el camino al salón.

Como lo había sospechado, Robert Lennox parecía ser una presa más de Edmund, una marioneta en su juego de poder. El problema era que su ficha no era tan manipulable como la de ella.

Él sí le daría una gran batalla a ese hombre, y a cualquiera que se atreviera a acosarlo. Tenía la fuerza que ella necesitaba e infinidad de recursos a su disposición.

Samantha se irguió sintiendo la esperanza palpitar en su pecho y caminó rápido hasta llegar a su lado.

Pensó que tal vez el destino en esa ocasión no la había puesto en el bando de los perdedores, sino que le entregaba en bandeja de plata una oportunidad para vengarse de sus enemigos y recuperar su dignidad.

Johana Connor

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