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Nathan se quedó en el umbral de la sala, abrazando a su peluche desgastado, pero con los ojos fijos en la puerta por donde ese hombre casi desconocido había salido.

Lo recordaba de la oficina y aunque al principio pensó que era mudo, el hombre había hablado de una manera nerviosa y atropellada que lo dejó algo confuso, pero curioso.

Simón. Así le había dicho su mamá que se llamaba.

Nathan frunció el ceño, sintiendo un revoltijo extraño en el pecho, una mezcla de curiosidad y algo que no sabía cómo nombrar.

Natalia, todavía con el ceño fruncido, se dio cuenta de que el pequeño la observaba en silencio.

—Nathan, cariño, ven aquí —dijo, forzando una sonrisa.

Pero Nathan no se movió. Dio un paso atrás, aferrando más fuerte su peluche.

—¿Por qué estaba él aquí? —preguntó con su vocecita firme, sus ojos grises la escrutaron como si pudiera ver a través de sus palabras.

Natalia suspiró, poniéndose de rodillas frente a él.

—Es complicado, Nathan. No quiero que te preocupes por c
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