#3:

Me quedé allí, pasmada en mi silla. Con la vista fija en él, mientras se abría los botones de su chaqueta y tomaba asiento justo al lado de mi hermana y frente a mí.

Mis padres comenzaron a conversar con él, haciéndole toda clase de preguntas, pero yoe mantuve en silencio.

Cecilia lo había lo había presentado hacia minutos con el nombres de Aless, Aless Visconti. Hacía tres años el me había dicho que lo nuestro no tenía futuro porque sus padres querían que él se casará con una heredera. ¿Había mentido? Y de hacerlo hecho, ¿Por qué?

— ¿Sucede algo, Catalina?— interrogó mi madre, mirándome directamente y haciendo que todos en la mesa se volteasen a mirarme. 

La azul mirada de el prometido de mi hermana cayó sobre mí, y parte del agua que había bebido subió a mi garganta, provocandome náuseas.

Coloqué una mano delante de mi boca, me levanté de un salto y corrí al baño. Dónde me puse rápidamente enferma, vomitando tres  veces.

Me estaba lavando las manos y enjuagandome la boca, cuando la puerta del baño volvió a abrirse y Cecilia  entró, cruzando sus brazos sobre su pecho y contemplándome reprobamente.

— ¿Qué se supone que fue eso?— masculló.

— Lo siento. 

— Escucha, sé que esta situación es difícil para ti, porque te restriega en la cara lo horrenda y fracasada que eres, pero...

— ¡Yo no soy ninguna fracasada!— protesté.— Tengo un título universitario, hice una carrera, trabajaré para mantenerme, seré independiente y ...

— Yo me casaré con un millonario. Viviré como una reina y no volveré a levantar un dedo por el resto de mi vida.— sentenció.— no engañas a nadie, Catalina. Tu envidia es más que evidente. Y si me quedaba alguna duda, se acaba de esfumar con la pena que nos has hecho pasar esta noche.

Me mantuve callada, sabiendo que no ganaría nada al discutir con ella.

— Tuve que decirle a Aless que conocer gente nueva te pone nerviosa. En fin, nos vamos. Es demasiado tarde para cenar, el restaurante está por cerrar. Ya comeremos alguna cosa en casa.

Se giró sobre sus talones, y salió.

Yo respiré fuertemente y la seguí.

Alessandro ponderó que la hermana de su prometida no era para nada como se la había imaginado. Siendo Cecilia y sus padres rubios, imaginé que la tan mencionada Catalina sería igualmente rubia, pero estaba equivocado.

¡Y por Dios!

Era increíblemente alta. Cecilia lo es también, pero la punta de su frente no me llega ni al mentón, su hermana por otro lado, sería capaz de mirarle directamente a los ojos sin problemas.

Sin embargo, la chica no era tan delgada como su prometida, es más bien curvy. Y esa ropa que se pone no hace nada por asentuar la figura de reloj de arena de su cuerpo.

Algo no está bien. Cecilia y sus padres se disculparon, comentando que Catalina se pone excesivamente nerviosa al conocer nuevas personas, pero no sé...la reacción de ella se me hizo sospechosa. Porque se tensó al instante de verme, era evidente su malestar, fue como sí...achico los ojos, contemplando como regresa del baño, tras su hermana. Viene cabizbaja y evitando mirarme.

¿Acaso sabe quién soy?

Me refiero a si sabe que soy Alessandro Visconti, heredero del Padrone de la mafia italiana.

Por suerte, Cecilia se montó con él en su coche y se largaron sin intentar mediar más palabra.

— ¿Tenías que hacerlo, no Catalina?— masculló mi padre y yo sabía lo que vendría después.— ¿tenías que humillarnos delante del prometido de mi hermana, no?

— Lo siento mucho papá, juro que no fue mi intención.

Padre bufó y mi madre rodó sus ojos, mientras nos encaminamos al parqueo para recuperar nuestro coche.

— Tienes que dejar esa actitud tuya, Catalina. No todas las mujeres nacen para universitarias. Tu hermana será una ama de casa, esposa y madre y con eso estará perfectamente feliz. Ahora, promete que harás algo útil y ponte a dieta. Así te asegurarás de que te quede el vestido de dama de honor.

Con ese comentario hiriente, mis padres cerraron la discusión, sin permitirme defenderme o explicarles siquiera. Y al parecer, tampoco habían notado que yo ya llevaba días a dieta.

                                 * * *

Cecilia  no pensaba en nada que no fuera la boda. A la mañana siguiente del chasco en el restaurante, quería salir hacia el centro muy temprano y empezar a bañar sacar los vestidos.

Tenía una lista de tiendas a las que deseaba ir. Y yo,  que llevaba todo el día encerrada en mi habitación, me sentía hecha un desastre. Me  arreglé en cinco minutos para acompañarla al centro. E incluso me ofrecí a conducir, pero me resultaba  difícil no distraerme con el gigantesco pedrusco que ella llevaba en el dedo.

—¿No te da miedo que te den un golpe en la cabeza llevando esa cosa?—Seguía preocupada por ella. Siempre sería mi hermana pequeña, sin importar lo petulante y arisca que fuera.

—Nadie se cree que sea auténtico —dijo ella quitándole importancia al asunto y a mis preocupaciones, mientras bajabamos del coche.

Subimos las escaleras hasta el departamento de novias y nos pusimos  a mirar vestidos. Había una docena colgados de percheros y expuestos por toda la tienda, y mi hermana  iba mirando aquí y allá y sacudiendo la cabeza. Ninguno le parecía el adecuado, aunque yo los veía todos espectaculares.

Entonces, Cecilia cambió de idea y decidió buscar vestidos para las damas de honor. Tenía una lista de diseñadores y colores a los que quería echar un vistazo, y le sacaron todo lo que había en la tienda. Iba a ser una boda formal de tarde. Supuestamente, su prometido llevaría corbata blanca, y el séquito del novio corbata negra.

De momento, mi hermana  estaba considerando colores como el melocotón, el azul celeste o el champán para las damas de honor; colores, todos ellos, que me favorecían.

Ella parecía una pequeña generala, organizando a sus tropas mientras la dependienta iba sacando vestido tras vestido. Controlaba la situación por completo, como si estuviera planificando un acontecimiento de interés nacional, un concierto de rock, una exposición internacional o una campaña presidencial y no su boda. Aquel era su momento de gloria, supuse,  y Cecilia pensaba ser la estrella de la función.

Yo no podía evitar preguntarse cómo estaría llevándolo mi madre, al fin al cabo, Ceci era la bebé de la familia. Imaginé que madre estaría contemplando todo el proceso con igual dosis de tristeza y felicidad, porque después de la boda, Cecilia se marcharia a vivir con su marido a una mansión en las afueras de la ciudad.

Y para mi madre, presenciar todo aquello  de cerca resultaba un poco abrumador, seguramente. Y nuestro padre no pensaba reparar en gastos, quería impresionar a los Visconti  y que su hija preferida se sintiera orgullosa.

Absorta y concentrada en lo que tenía entre manos, Cecilia todavía no se había dado cuenta de lo mucho que había yo había adelgazado, lo cual había herido mis sentimientos, pero no quería ser infantil, así que presté atención y puse entusiasmo en los vestidos que ella iba seleccionando. e

Estaba algo asombrada ante la seguridad que exhibía. Tampoco los vestidos para las damas de honor la habían entusiasmado demasiado, pero entonces, al ver uno más, soltó un grito ahogado.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Cecilia con expresión de asombro, como si acabara de encontrar el santo grial—. ¡Es este! ¡Jamás se me habría ocurrido pensar en este color!

No cabía duda de que era un modelo espectacular, aunque no yo me  imaginaba vistiendolo para la boda, y mucho menos multiplicado por diez. El marrón era el color de aquella temporada, que avanzaba hacia el verano. Era más suave que un negro, según les explicó la dependienta, y muy «cálido». El vestido que había llamado la atención de Ceci era una creación en satén grueso, sin tirantes y con unos pequeños pliegues que lo ceñían al cuerpo justo hasta por debajo de la línea de las caderas, desde donde se ensanchaba para crear un vuelo de falda de fiesta con forma acampanada que llegaba hasta el suelo. El trabajo de sastrería era exquisito, y el tono marrón chocolate resultaba muy intenso. El único problema que tenía aquel model, desde mi perspectiva , era que solo una mujer minúscula, espectral y sin pecho podría llevarlo.

Esa forma que tenía de ensancharse por debajo de las caderas conseguiría que mi trasero pareciera un jodido transatlántico.

Era un vestido que solo una chica de las proporciones de Cecilia (siendo delgada casi hasta el extremo) podría llevar con elegancia, y la mayoría de sus amigas eran parecidas  a ella. Pero yo no.

La muestra que estaba examinando su hermana le habría quedado demasiado grande, y eso que era una talla 36. Yo no quería ni imaginarme cómo me quedaría  a mí, y era imposible que yo perdiera todo el peso necesario como para llevarlo sin hacer el ridículo.

—¡A todas les va a encantar! —exclamó Cecilia con expresión de deleite—. Después se lo podrán poner para ir a cualquier ceremonia de gala.

El vestido era caro, pero eso no era un problema para la mayoría de sus damas de honor. Además, su prometido había prometido poner el dinero que faltase si encontraban un vestido que alguna de ellas no pudiera permitirse.

Para mí, lo problemático no era el precio, ya que el futuro esposo de mi hermana pagaría por él; lo problemático eran mis pechos y mis caderas, demasiado grandes.Y, por si fuera poco, era del mismo color que el chocolate amargo, un tono que quedaba fatal con mi tono de piel, mis ojos y mis cabellos.

—Yo no puedo ponerme este vestido —le dije con mucha sensatez a mi hermana—. Pareceré una montaña de chocolate. Aunque adelgace veinticinco kilos. O incluso cien. Tengo demasiado busto, y ese color no es para mí.

Me  hermana me mió con petulancia.

—Pero es justo lo que yo quería, solo que no lo sabía. Es un vestido divino.

—Sí que lo es —coincidí—, pero para alguien de tu talla. Si lo llevo yo, pareceré una vaca.

—Solo voy a casarme una vez —dijo, altanera—. Quiero que todo esté perfecto para Aless. Quiero que sea la boda que siempre he soñado.Todo el mundo elige rosa y azul o colores pastel para las damas de honor. A nadie se le ocurriría pensar en un marrón. Será la boda más elegante que se haya visto nunca en Palermo

— Y tendrás  una dama de honor que parecerá un elefante.

—De aquí a entonces ya habrás adelgazado, lo sé. Siempre lo consigues cuando lo intentas en serio.

—No se trata de eso. Tendría que operarme para meterme ahí dentro. Y los diminutos pliegues de tela que constituyen el esbelto corpiño no harían más que empeorarlo todo.

Ceci ya estaba pensando en hacer que las damas de honor llevaran orquídeas marrones a juego con el vestido. Nada iba a conseguir que cambiara de opinión. Realizó el pedido mientras yo seguía callada a su lado, conteniendo ganas de llorar.

Mi querida hermana acababa de asegurarse de que yo fuera el monstruo de la boda al lado de sus minúsculas amigas anoréxicas,que estarían elegantísimas con sus vestidos marrones. No podía negarse que era un vestido precioso, pero no para mí. Aun así, dejé de intentar disuadirla y me senté en silencio mientras ella daba a la dependienta la talla de las diferentes chicas. 

La futura novia salió de la tienda con una expresión de pura felicidad. Casi bailaba de lo emocionada que estaba. Yo , en cambio,estuve callada todo el trayecto en el coche de regreso  a casa. 

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