Capítulo 3 - Adoptaremos una bebé

Llegamos hace tres días de Villavicencio, la pasamos increíble. Salí de la ducha, José Eduardo seguía en la cama. Corrí y me tiré sobre él.

—Levántate flojo, debes trabajar.

—Hoy no he tenido mi dosis de amor. —Sus ojos brillaron al ver que estaba desnuda—. Tramposa, te bañaste sin mí, debes pagar la penitencia. Pues lo siento, esposa mía, cobraré ahora mismo tu sanción.

Salió de la cama, jaló mi pierna y como si no pasara nada me cargó como un bulto de papas, sacándome carcajadas, mientras nos dirigíamos a nuestro gigante baño me dio una nalgueada, abrió la ducha y aún conmigo sobre su hombro se mojó, con delicadeza me fue bajando.

—¡Amor!, me dañaste el cepillado.

Hice un puchero, la carcajada de mi marido se escuchó en todo el baño. Él adora mi melena y yo la detesto.   

—¡Ay, Diosa! Como me gustaría que pudieras meterte dentro del pecho, así supieras lo mucho que te amo y lo mucho que me pones con tus pucheros.

José Eduardo me llevó a la pared, jamás me cansaba de él. Con mi esposo obtenía mi dosis necesaria para mi lívida enfermedad, aunque me sentía feliz porque tenía seis meses sin tomar el medicamento y no había pasado nada, esos deseos que sentía me obligaban a tener intimidad no los he sufrido, pensé que era el medicamento, pero no era así.

El padre me dijo que era una combinación de todo, Dios, amor y fuerza de voluntad para salir del problema. Yo estaba feliz por ese logro. José comenzó a besar mi cuello, sus manos masajeaban mi piel y en cuestión de segundos ya estaba encendida y dispuesta a dar y recibir placer, su mirada se oscureció al comprobar lo deseosa de sentirlo, él muy pícaro sabía volverme loca y hasta que no le suplicaba no me lo otorga.

—Por favor, José Eduardo.

—Por favor, ¿qué? —pegó su boca a mi oído—. Dime Diosa, ¿qué quieres?

—Sabes perfectamente lo que quiero. —Su sonrisa lobuna me encantaba, la misma que fue mi perdición—. Por favor, te quiero a ti dentro de mí.

Su boca se adueñó de la mía mientras sus manos recorrían el muslo, con su acostumbrada fuerza cargó mi cuerpo, mi espalda quedó contra las baldosas frías de la ducha, pero estábamos tan encendidos que ni lo sentía. Danzar al ritmo de la pasión incentivado por el amor a este hombre hizo la diferencia en mi modo de obtener placer, para mí era y será, hasta el día de mi muerte, hacer el amor con él.

Su ritmo aumentaba, con una mano presionaba mi cintura donde se anclaba y poder fundirse con más fuerza y la otra acariciaba mi rostro, si algo tenía claro era que mi marido en sus caricias demostraba lo mucho que me amaba. Nuestros labios danzaron mientras el placer explotaba en el baño. Puse mi cabeza sobre su hombro para recuperarme de mi sutil estremecimiento, besé su cuello.

—¿Satisfecho, señor Villalobos? —Las piernas aún me temblaban, jamás me cansaré de amarlo.

—Completamente, señora Villalobos, ahora a bañarnos, tenemos una cita.

—¿Cita?

—Sí, —sonrió—. Ayer me llamaron… aceptaron todos los papeles que envié para la adopción de una niña. —El labio me tembló, acuné su rostro, era mucho más alto que yo.

—Te amo, gracias.

—Después adoptamos a un niño, ¿te parece?

—Adoptemos todos los que quieras. —Un par de lágrimas se escurrieron de mis ojos, confundiéndose con el agua.

—Patricia, te amo a ti, si no tenemos bebés biológicos, los tendremos de corazón. Debemos ir hoy a ver a las niñas, podemos escoger, pedí rangos de cero meses a dos años. Como diría el padre, Dios nos escogió a nosotros para darle un bienestar a un ángel.

—Vamos a darle una familia a esa bebé.

—Sí. Debemos apurarnos, la cita es a las nueve en el Bienestar.

Nos arreglamos juntos como todos los días, porque desde que nos casamos, nos bañamos y vestimos juntos. Me puse un pantalón blanco que se me ajusta en el trasero, no era vulgar, solo un poco transparente, saqué una camisa de seda de listas negras y blancas. Tacones negros, no me reí, pero era evidente que José Eduardo estaba qué opinaba, con lo celoso y posesivo que era. 

—Diosa. —Se ponía los gemelos en los puños de la camisa—. Ese pantalón es un poco claro, ¿esa blusa que sacaste te tapa el trasero?

—No. —Lo miré, sus ojos eran una súplica. Iba a hablar, pero me adelanté.

—La gabardina si me tapa. —volvió a mostrarme esa sonrisa de niño pícaro que siempre se salía con la suya.

—¿Y me prometes que no te la vas a quitar, salvo que te presentes en mi oficina y me deleites con tu retaguardia?

—Te estoy deleitando ahora.

—Lo sé-

Dios como lo amaba. Terminé de arreglarme, como mi cepillado se fue al traste, mi cabello natural quedó al aire, era ondulado, si no me aplico buena crema para rizos parezco una gallina matada a escobazos. No me hice la keratina como Maju porque a José Eduardo le encantaba mi cabello castaño rizado. Terminé de arreglarlo, realcé mis ojos grises con un poco de maquillaje, perfume, brillo labial que no sé para qué uso si mi marido en cuestión de nada me lo quitaba.

—¿De qué te ríes?

—De que no sé por qué uso esto. —Le mostré el brillo labial.

—A mí me gusta comer labial.

—De eso me rio.

—Te ves preciosa.

Puse de rapidez orden en nuestro cuarto, pero Dilia pondrá todo en perfecto orden. Salimos de la mano al comedor y nuestra ama de llaves nos tenía el desayuno listo. Iba a tomar mi sagrado café y el olor me pateó, lo dejé en la mesa y tomé el vaso con jugo de naranja.

» ¿Arrugaste la cara amor con el café?

—Sí, ayer también fue lo mismo.

Comentó Dilia; una señora delgada, con el cabello largo negro azabache, ya tenía cincuenta años, era de Valledupar y desde que nos casamos estaba con nosotros, yo la quería mucho, tenía a cargo a Yina, nuestra cocinera, quien solo trabajaba mediodía. Nos hacía el desayuno, almuerzo y dejaba preparado la cena, la cual Dilia después nos servía o en su mayoría de las veces. Yo para la cocina era un traste y José Eduardo ni se diga. También teníamos a Rita, ella era la encargada de mantener la casa como una tacita de plata; era una mujer de treinta y seis años, solterona, algo quisquillosa, que vivía con su madre. Tenía tres años trabajando con nosotros.

 —No me habías dicho Diosa, no es normal en ti, no tomarte el café.  —Le sonreí.

—No lo sé. Debemos de comer rápido, ya quiero conocer a nuestra hija. —Dilia me miró—. Así como lo escuchaste, vamos a adoptar una niña.

Se llevó la mano al corazón. Solo ella sabía la tristeza que me embriagaba cada vez que llegaba el periodo menstrual, era una frustración inmensa.

—Entonces tendremos bebé pronto. —En ese momento caí en cuenta que no habíamos arreglado la habitación para ella.

—Sí, Dilia. ¡José Eduardo! Amor no hemos arreglado la habitación.

Miré al ama de llaves mientras mi esposo sonreía al mirarme desbordando alegría. Espero nunca perder esto.  

—Es hermoso, verte así de feliz.

Eso me lo decía todos los días a cada rato cuando estuvimos de viaje. Esos dos meses fueron renovadores.

—¡Estoy feliz! Muy feliz. Perdóname, amor, en ciertas cosas eres un troglodita y el que por fin me hicieras caso en adoptar me demuestra que a pesar de, lo retrogrado que sueles portarte en ocasiones, piensas las cosas y tomas la mejor decisión.

—¿Me acabas de decir lento de pensamientos?

—No, o bueno un poquito. —acunó mi rostro, hasta ahí llegó mi brillo labial.

—Sabe a uva. —terminamos de desayunar, yo realmente de picar, no comí casi nada.

—¡Dilia!

—¿Señora? —Le sonreí.

—Por favor, desocupa todo lo que se encuentra en la habitación al frente de la nuestra. Quiero que ese sea el cuarto de nuestra hija y hoy señor Villalobos, lo necesito temprano en la casa porque vamos a empezar a comprar las cosas, además debemos pintar el cuarto.

—Ya empezaste.

Le di un beso y me fui al baño de la planta baja a lavarme los dientes. Cuando estaba terminando la crema dental me dio reflujo. Menos mal alcancé a vomitar, ¡carajos! Qué mal me sentía, el cuerpo comenzó a sudarme, ¿será un efecto segundario por no ingerir las pastillas de mi ansiedad sexual?

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