En venta: Me convertí en la obsesión del millonario cruel.
En venta: Me convertí en la obsesión del millonario cruel.
Por: Svaqq16
Capítulo 001

—¡Me tienes cansado, maldita malagradecida! —La mano grande del hombre golpeó con fuerza el rostro de Ariana, su primogénita.

Por el impacto la chica cayó de rodillas en el suelo. Parpadeó aturdida, y se puso de pie.

Los sollozos de Alana, la más pequeña de sus hijas, resonaron en el cuarto.

Ernesto lanzó una foto familiar, y el marco de vidrio se rompió en el suelo. Ante esa acción, Ariana se cubrió la cara. No era la primera vez que su padre, en un arrebato de furia, la agredía. Sin embargo, los gritos desesperados de su hermanita la ponían nerviosa.

El hombre lanzaba golpes sin detenerse contra su hija, sin importarle la gravedad de estos. Al darle uno en la boca, Ariana sintió el sabor metálico de su propia sangre. Con la mejilla entumecida recibió un golpe en el estómago que la dejó sin aire. De nuevo se derrumbó en el piso.

—¡Por favor, por favor, papá, deja a Ariana, déjala! —suplicaba Alana, tumbada en la alfombra vieja, con su voz frágil, casi quebrándose como si fueran sus propios huesos, mientras el pánico inundaba sus ojos, un reflejo de su vulnerabilidad.

Ariana sabía que su padre era más alto y fuerte que ella. No obstante, su mayor preocupación era Alana. En un instante de lucidez vio que su padre tambaleaba, pensó que en su estado de ebriedad podía tener una oportunidad de escapar.

Se arrastró rápidamente hacia la derecha, buscó con la mirada algo que pudiera servirle. Sus ojos se posaron en una botella de vidrio vacía, la agarró y le gritó a su hermana que cerrara los ojos. Con ímpetu golpeó a su padre en la cabeza. El hombre cayó al suelo y la sangre comenzó a brotar.

Ariana observó la escena horrorizada.

—Eres una desgraciada, te odio. Maldigo el día en que tu madre las parió —los gritos deformados del hombre por el alcohol. Sus palabras eran duras y rabiosas, su cuerpo temblaba de ira, incapaz de controlarse—. ¡No quiero ver ni a ti ni a esa estúpida niña deforme!

Ariana sintió un dolor en el pecho al escuchar las terribles palabras de su padre, pero lo que más la destrozaba era la crueldad con la que hablaba de Alana. Ella no tenía la culpa de haber heredado un trastorno genético que la obligaba a usar una silla de ruedas, ni de tener un padre como ese. Su fragilidad no merecía tal desprecio.

Se secó las mejillas con el dorso de la mano, luego cargó a su hermana y corrió desesperada hacia la puerta. Sus piernas temblaban.

Forzó la cerradura. Giró la cabeza y el pánico la invadió al ver que su padre se ponía de pie. Continuó con sus intentos de abrir la puerta, convencida de que la golpearía hasta la muerte si no lograba escapar. Los sollozos de su hermanita le erizaban la piel.

Finalmente, lo logró. Salió y corrió con todas sus fuerzas hacia la casa de su amiga Karina, bajo la tormenta, con las gotas de lluvia y los truenos que hacían temblar a Alana en su regazo.

Las personas a su alrededor se escandalizaban. Ariana solo quería llegar a su destino, y cuando lo logró, tocó el timbre con urgencia.

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―Necesito el trabajo, por favor, por favor ―Ariana se arrodillaría si era necesario. No importaba la humillación. No le importaba perder hasta el último gramo de dignidad, con tal de salvar a su abuela del cáncer y llevar comida a la mesa de su pequeña hermana. 

La mirada de Enrique Lafon bajó lentamente por esa figura femenina. A su parecer, en su rostro emanaba una hermosura peculiar y un aura de dulzura, uno de los requisitos que buscaban los viejos ricachones y pervertidos de ese lugar, si tan solo tuviera un pecho más grande y unas curvas más pronunciadas. 

―Estás en los huesos. Habría uno que otro… La verdad no me convences ―Inhaló el aire y le dio otro vistazo a la joven. 

Karina, la mejor amiga de Ariana y la persona que le recomendó ir a ese club fino a pedir el trabajo, se acercó a Enrique. 

―Por favor, ella es virgen, eso debe abrir mayores posibilidades. 

―Le diré a Bianchi… ―El rostro de Enrique hizo una mueca de desagrado y luego un destello parecido al temor apareció. 

―No. Tú lo has dicho: es muy delgada, de seguro pasa desapercibida. No tienes por qué decirle a él, ni lo notará. ―La voz de Karina se teñía de desesperación con cada palabra que pronunciaba. 

Enrique le dio un último vistazo. 

―Me debes una. Iré con Hernán ―le dijo sin ocultar su apatía. 

El alma de Karina volvió a su cuerpo. Le dio las buenas noticias a su amiga y la invitó a ir al baño y retocarse el maquillaje, pues ni por asomo quería que el cliente viera los moretones que le dejó su padre. 

Ariana avanzó por la multitud hacia el tocador. Sus manos se movían nerviosas al ver aquellas mujeres hermosas, con cuerpos voluptuosos. ¿De verdad alguien pagaría por una mujercita tan poco agraciada como ella si tenía al alcance bellezas como esas? Se reirán en su cara. No existía nada llamativo en ella. Su rostro común. Su cuerpo menudo. Ni siquiera presumía de gracia para el baile.

En las plataformas con luces de colores, se veían chicas con rostros preciosos bailando al ritmo de la música.

Cada una era deslumbrante. Los hombres, con miradas lujuriosas, no perdían ni un solo detalle.

El lugar era enorme y lujoso, como cabía esperar, ya que su dueño, Heinrich Falkenberg, era un alemán corpulento, de cabello blanquecino y ceño fruncido de forma permanente. Su complexión robusta, con algo de obesidad, y sus ojos verdes encendían la sangre de quienes lo miraban. Sin embargo, lo más aterrador de Heinrich no era su aspecto físico, sino sus negocios ilegales. Era un hombre peligroso, coludido con los grandes del mundo del crimen.

Su poder era tal que había colocado a su yerno en un importante puesto político. El miedo que infundía superaba al respeto, y Heinrich lo disfrutaba.

En el tercer piso, donde el bullicio apenas se oía, estaba Axel Bianchi, el nieto mayor del jefe.

Con el celular pegado al oído, se pasó la mano por el cabello rubio casi blanco. Sus ojos se clavaban en un punto al frente, fríos y calculadores, sin prestar atención a lo que escuchaba.

—Pensé que vendrías hoy —le recriminaba su prometida al otro lado de la línea.

Se suponía que en tres meses se celebraría su boda con Alessandra Pinos. No le desagradaba la idea, pero tampoco le entusiasmaba.

No quiso perder el tiempo en una discusión sin sentido, así que cortó la llamada.

Luisa estaba de pie a cierta distancia, con el tirante del sostén fuera de lugar y el labial corrido.

—¿Esperas un premio? ¡Lárgate, me enfermas! —escupió con desprecio, sin mirarla, asqueado por ese rostro que minutos antes le resultó hermoso, pero que ahora solo le provocaba repulsión.

La chica bajó la cabeza, contuvo las lágrimas y se fue escaleras abajo, con la garganta adolorida. Su vestido apenas cubría sus glúteos. Necesitaba ir al baño para arreglarse el cabello y el maquillaje. Le quedaban muchas horas de trabajo todavía.

Axel miró su reloj, se dio cuenta de que ya eran las ocho y quince. Supuestamente, su abuelo llegaría a las ocho en punto. No era propio de él llegar tarde. Bajó las escaleras sin mucho ánimo, pero al descender el último escalón, alguien se cruzó en su camino.

Su expresión de aburrimiento se transformó en una mueca de fastidio.

—¡Maldita sea! —exclamó al sentir el pequeño cuerpo chocar con el suyo. Al bajar la vista, se encontró con una melena castaña.

—P-perdón, señor —se disculpó la chica con las mejillas sonrojadas y la voz temblorosa.

Cuando sus ojos, de un tono café claro, miel, se cruzaron con los de él, algo en su interior se estremeció.

El estómago de Ariana se revolvió a causa del miedo, el hombre frente a ella era muy atractivo y, al mismo tiempo, emanaba un aura intimidante. Asesina.

Ella respiró hondo y, sin obtener respuesta, avanzó hacia el lugar que Karina le indicó. El aroma a tabaco la mareó un poco.

Axel la siguió con paso firme, mientras observaba su cabello suelto adornado con una peineta de pedrería. En su mente repasaba los detalles: la nariz respingada, los labios rojos y la figura que se insinuaba bajo ese vestido ajustado de color vino.

La vio mientras Enrique Lafon le daba indicaciones. Sus ojos se entrecerraron al verla dirigirse hacia uno de los clientes importantes de esa "casa de citas", como un cazador que acecha a su próxima presa desde lejos. Una sonrisa torcida apareció en sus labios al verla dudar frente al anciano.

—¡Maldita sea! —Axel puso la mano en su pecho, justo sobre el corazón. Otra vez ese cosquilleo, otra vez esa obsesión.

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