El pinchazo en su brazo la hizo cerrar los ojos. Ese día se cumplían los tres meses de su primera inyección anticonceptiva, y diligentemente asistió a su segunda dosis. En ese lapso, cambiaron el departamento lujoso por una casa majestuosa, cinco veces más grande. Lo que implicaba un mayor número de empleados y una mayor muestra de gratitud hacia Axel. “¡Es nuestro castillo!”, le había dicho Alana, emocionada, la primera vez que estuvo frente a esa mansión. ―Señorita Herrera, hemos terminado. ―La ginecóloga puso su mano con suavidad en el hombro de su paciente. La joven llevaba seis minutos sentada sin hacer otra cosa que presionar el algodón sobre la herida. ―Sí. ―Parpadeó repetidamente, y al fijarse que ya no le salía sangre se retiró el algodón―. Gracias. Salió del consultorio y no se demoró en encontrar a Jerónimo en uno de los asientos. El hombre, al verla, se puso de pie, avanzó hacia ella y le dio indicaciones de dónde salir. Ariana lo siguió sin decir nada. Se subi
«Eres la sustituta de una mujer muerta. Grábate eso si no quieres terminar como ella.»Cada palabra de esa cruel y elegante mujer golpeaba como un martillazo. Las gotas de agua resbalaban sobre su piel desnuda y, aunque al principio creyó que un baño calmaría sus ruidosos pensamientos, nada funcionaba.Las únicas personas que la habían amado y protegido eran: su abuela y su amiga Karina, aunque está última a su manera. Alana, su hermana, por su parte, la reconfortaba con palabras suaves y un amor tierno y real que le daba sentido a su existencia.Dentro de esas personas, ella llegó a creer que Axel también merecía un lugar. Él la protegía y la consentía en exceso.Ariana siempre fue consciente de que no merecía todos esos lujos. No merecía una casa costosa, guardias, ni ropa de marca. Todo eso era demasiado para alguien como ella.Ahora, la verdad la iluminaba con una luz tan intensa que casi la cegaba. Ella representaba el recuerdo de una mujer que ya no existía en este plano terren
«En una semana estaré en la casa de mi hijo. Debes seguir el plan y todo será sencillo», había dicho Frida Falkenberg.Se masajeó la sien con desesperación. Sus pensamientos se hacían cada vez más insoportables. La inseguridad de la que siempre había sido presa ahora se intensificó. Una voz dentro de ella se burlaba. El miedo latente de ser abandonada, peor que un animal, se incrustó en lo profundo de su psique. ¿Qué haría con su hermana?Algunos recuerdos de momentos anteriores le gritaban lo obvio. Axel rara vez la llamaba por su nombre. ¿Pensaba siempre en esa mujer muerta? ¿Habría siquiera un pequeño espacio en el que él pensara en ella como Ariana?Bajó a la cocina por una pastilla. ―¡Ariana! ―gritó efusiva la pequeña Alana. Con la mano derecha, se acomodó un mechón de cabello castaño. ―No grites, Alana. No me encuentro bien ―moduló su tono de voz, el dolor de cabeza le partía, pero su hermanita no tenía la culpa. La niña parpadeó confundida.―Hoy iremos a ver a mi papá, ¿ve
Le arrebató el teléfono sin que ella pudiera siquiera reaccionar. ―¿Con quién carajos te mensajeas a esta hora? ―su voz, un gruñido oscuro. ―¡Es mi amiga, Karina! ―Ariana reconocía esa expresión sombría en su rostro. El miedo la embargó, anticipaba el próximo movimiento violento de Axel. ―¿Me crees idiota? ―la cuestionó mientras leía los mensajes en el celular. Los músculos de su cuello se marcaron. Ella no ocultaba nada, pero la actitud furiosa de él la ponía nerviosa.Unos celos irracionales se apoderaron de él. Las imágenes en su mente de ella en una relación secreta con cualquier imbécil le hirvieron la sangre. ―Si mientes… te voy a encerrar en esta habitación ―la amenazó con la mandíbula apretada. Sin dudarlo, apretó el icono de llamada y puso el altavoz. El tono de espera se le hizo largo. Después del tercer timbrado, alguien respondió en la otra línea. ―Ariana, qué bueno que me llamaste. Te necesito. Me voy a morir ―los sollozos de Karina se hicieron presentes en
Ariana lloró toda la tarde de ese día. Una sensación de vacío se apoderó de ella. Ver a su amiga con el cuerpo maltrecho y dolorido significaba una verdadera tortura.Al día siguiente, en su cabeza repasó uno a uno los pasos a seguir. Hizo de lado su desconsuelo. Toda su concentración se la llevó la próxima visita de Frida Falkenberg.Cada hora transcurría lenta, eterna. El peso de la ansiedad le oprimía el pecho.A las ocho de la noche, Axel apareció en la entrada de la casa. El corazón de Ariana retumbó en sus oídos. Se incorporó de golpe del sofá de la estancia al verlo.—¿Qué? —Con los brazos cruzados, Axel se recargó en el marco de la puerta.—Nada... —Empuñó la mano y agachó su vista.Él se quitó la chaqueta de cuero negra, acortó la distancia y la tomó por la barbilla con delicadeza.—Eres pésima a la hora de mentir.Su tacto, suave, aumentó sus nervios. Esa afirmación hizo que sus latidos, ya descontrolados, se intensificaran aún más.»Mírame, ¿y dime qué me ocultas? —su voz a
Ariana se dejó callar por esa lengua caliente y hábil. Sus pasos fallaron. Cayó desvanecida ante las caricias obscenas de Axel.En otro lugar de la ciudad, Karina sufría las consecuencias de sus decisiones. En sus pesadillas, la visitaba aquel ser sin escrúpulos que la había violada, ese tipo obeso y canoso que, con una sonrisa perversa, hizo con ella lo que quiso, un simple objeto. Las lágrimas caían con fuerza por sus mejillas, como si su angustia no tuviera fin.―¡Para, detente, esto no me gusta! ―Sus manos crispadas se aferraron a la sábana. El hombre nunca prestó atención, siguió chocando sus caderas contra las de ella.En el interior de su vientre, algo ardía, como si un fuego invisible la consumiera desde lo más profundo. Su alrededor se llenó de sangre, sudor y el llanto desgarrador de un bebé que le perforaba los tímpanos, sumiéndola en una desesperación insoportable.Karina despertó con la boca seca, y sus ojos recorrieron lentamente la habitación del hospital. La luz de la
Luego de dejarle las cosas a la madre de Karina, se fue directo al hospital. Lo primero que le informaron fue que la taquicardia no había vuelto. Confundida, le preguntó a la enfermera a qué se refería. La mujer le contó, muy por encima, lo que padeció la paciente la noche anterior. Ariana apretó los labios. Se le apretujaba el corazón al imaginar la desesperación de su amiga. Anhelaba escuchar su voz, que volvieran a platicar de cosas banales: sobre algún programa de televisión o un peinado de moda. No lograba procesar la idea de verla postrada en una cama, con los labios partidos en lugar de rojos y cremosos. Su rostro pálido, enfermo, sin colorete, sin sombras coloridas que resaltaran sus hermosos ojos. Ariana la observó inconsciente. Daría lo que fuera con tal que su recuperación fuera más rápida. En un vasito de vidrio, que compró en una tienda de conveniencia, puso las tres rosas que consiguió de camino al hospital. ―Eres una mujer fuerte. Vas a ponerte bien ―le dijo,
—¡Me tienes cansado, maldita malagradecida! —La mano grande del hombre golpeó con fuerza el rostro de Ariana, su primogénita. Por el impacto la chica cayó de rodillas en el suelo. Parpadeó aturdida, y se puso de pie. Los sollozos de Alana, la más pequeña de sus hijas, resonaron en el cuarto. Ernesto lanzó una foto familiar, y el marco de vidrio se rompió en el suelo. Ante esa acción, Ariana se cubrió la cara. No era la primera vez que su padre, en un arrebato de furia, la agredía. Sin embargo, los gritos desesperados de su hermanita la ponían nerviosa. El hombre lanzaba golpes sin detenerse contra su hija, sin importarle la gravedad de estos. Al darle uno en la boca, Ariana sintió el sabor metálico de su propia sangre. Con la mejilla entumecida recibió un golpe en el estómago que la dejó sin aire. De nuevo se derrumbó en el piso. —¡Por favor, por favor, papá, deja a Ariana, déjala! —suplicaba Alana, tumbada en la alfombra vieja, con su voz frágil, casi quebrándose como si fueran s