—El tratamiento que administramos no está dando los resultados esperados —explicó el doctor con el rostro serio, mientras un suspiro escapaba de sus labios.
Ariana frunció el ceño, bajó la vista y las lágrimas brotaron. —¿Eso qué significa? —preguntó con amargura. Claro que conocía la respuesta. —El cáncer sigue avanzando, señorita Herrera. —Se acomodó las gafas y volvió su atención a los resultados sobre su escritorio. —¿Qué se puede hacer en este caso? —cuestionó ella con voz quebrada, llena de ansiedad. El médico apretó los labios y, con tono monótono, explicó los diversos procedimientos. Al final, enfatizó que nada era seguro. La posibilidad de que su abuela superara el cáncer era casi nula. Ariana solicitó que le ofreciera información sobre el tratamiento más adecuado. El doctor le detalló en qué consistía y también le advirtió que, aunque fuera de los mejores, no podía garantizar el éxito. Ella pensó que mientras existiera una pizca de esperanza, valdría la pena intentarlo. No obstante, cuando el médico mencionó los costos, sintió nuevamente una fuerte opresión en el pecho. Al salir de la oficina, recordó aquella Navidad en la que veía cómo los adultos se marchaban de las grandes tiendas con juguetes: muñecas, coches y juegos de platos. Con algo de tristeza, se acercó a su abuela y le dijo que lamentaba haber sido una niña tan mala. Era la única explicación que encontraba para entender por qué nunca recibía el regalo que deseaba. Ese día, su abuela la abrazó con fuerza. Entre lágrimas, le aseguró que era la niña más buena del mundo. Ahora comprendía el motivo de aquellas lágrimas. Tal vez no recibió la costosa muñeca que tanto deseaba, pero nunca le faltó comida ni brazos dispuestos a consolarla. El primer día que fue a ese lugar para vender su cuerpo, Enrique le prometió pagarle una suma considerable. Sin embargo, nada comparado con lo que le dio aquel hombre, Axel, después de su segundo encuentro, la sacó de su coche con desprecio y acto seguido le lanzó 15 mil dólares. Una parte de ese dinero se utilizó para saldar las deudas del hospital, el tratamiento de quimioterapia y algunas necesidades médicas de su hermana. Ahora debía concentrarse en el nuevo tratamiento, que resultaba diez veces más caro. Ariana caminó directamente hacia su casa. Su abuela le había hecho prometer que la mantendría limpia en su ausencia, y ella asintió. De verdad, debía haber alguna forma de salir victoriosa de esta lucha. Al llegar, introdujo la llave en la cerradura y, de inmediato, recordó ese encuentro con su padre. La puerta se sentía floja y, al entrar, notó manchas de sangre. Su estómago se revolvió. Sintió miedo. Avanzó hasta la habitación de su abuela y encontró todo en un caos: ropa esparcida, cajones abiertos, la cama deshecha. Ariana intentó ordenar el lugar. Barrió el suelo y, con una cubeta de plástico llena de agua y jabón, limpió las manchas de sangre. No deseaba regresar a ese lugar, a pesar de los momentos felices que había compartido con su hermana y su abuela. Guardó algo de ropa de Alana en una bolsa de plástico y, en otra, algunos objetos personales de su abuela. Se dispuso a salir y volver a casa de su amiga Karina. Cerró la puerta con cuidado y observó el vidrio roto de una ventana, aunque no le dio demasiada importancia; seguramente, su padre era el responsable. Justo cuando caminaba hacia la acera, dos sujetos conocidos se acercaron. —¡Vaya, qué sorpresa! —dijo el primero, un hombre de cabello negro y largo hasta los hombros—. Veníamos a buscar bronce y encontramos oro. El otro hombre, rubio, le dedicó una sonrisa maliciosa. —Qué bonita blusa, hace que tus preciosos ojos resalten —le dijo, aunque su mirada estaba fija en los pechos de la joven. Ella se sintió incómoda. —Mi papá no está en casa —respondió con voz firme. —Lo sabemos —dijo el de cabello rubio—. Ese maldito bastardo huyó con nuestro dinero. La revelación hizo que Ariana abriera los ojos de par en par. Tragó saliva y decidió seguir su camino. El sujeto de cabello negro la agarró con fuerza por la muñeca, lo que provocó que Ariana dejara caer las bolsas que llevaba. —¡Suéltame! —exclamó débilmente, la presión era intensa—. ¡Debo irme! —No lo creo, preciosa. —Con su mano libre, le apretó la mejilla—. Tu padre es un maldito infeliz, una rata asquerosa que intentó pasarse de listo. Así que tú, como su hija, debes pagar su deuda. —¡Yo no tengo dinero, Fernando! —le respondió con desesperación. Nadie pasaba por allí; era un lugar peligroso. El otro hombre, sacó una navaja del bolsillo de su pantalón y la hizo girar entre sus dedos y se acercó a Ariana. —Hay muchas maneras de pagar la deuda, preciosa —dijo el hombre de la navaja, y puso la punta del arma en el cuello femenino. Ariana cerró los ojos, su mente luchaba por mantenerse tranquila ante el miedo de que la hoja afilada se hundiera en su piel en cualquier momento. Fernando, con una sonrisa lasciva, puso una mano sobre el pecho de la chica. Con la lengua recorrió su labio inferior. —Podemos arreglarnos... —susurró cerca de su oído. Ariana intentó soltarse desesperadamente, pero la presión de ambos hombres la tenía inmovilizada. Sintió la navaja aún en su cuello, lo que la hacía dudar si debía resistirse con más fuerza. —¡Yo no tengo que pagarles nada! —Intentó soltarse de su agarre, desesperada. —Entonces cobraremos la deuda con esa niña inválida o con la anciana. Pero de una u otra manera, la escoria de tu padre nos pagará. —Hasiel, sin dejar de sonreír, presionó la navaja con suavidad contra su cuello, pero sin herirla. Ella cerró los ojos. Sería tan fácil que ese tipo le quitara la vida, no sin antes someterla y hacerla cientos de atrocidades. —Voy a conseguir el dinero —espetó, derrotada, las lágrimas se quedaban atrapadas en sus ojos. Sintió la mano de Fernando recorrer su vientre. Hasiel alejó unos centímetros la navaja. —Ya escucharon —gruñó Roberto, un hombre mayor, alto, de cabellera plateada—. El jefe está interesado en el dinero. Te daremos una oportunidad, y si no cumples, las acciones serán otras —la amenazó. Los hombres la soltaron. Fernando miró a Roberto con molestia. Ariana aprovechó la interrupción y escapó del lugar. Ni siquiera recogió las bolsas que había dejado en el suelo. El rubio reclamó al viejo por su intervención. Roberto repitió que el jefe quería el dinero, no una mujer con la que pasar el rato. El hombre de cabello oscuro comentó que sería imposible que esa chica consiguiera el dinero, que solo estaban acelerando el proceso. Por su parte, Ariana dejó de correr al divisar una patrulla. Su esfuerzo fue tal que comenzó a marearse. Su estómago se revolvió y terminó por vomitar lo poco que había ingerido esa mañana.—¡Me tienes cansado, maldita malagradecida! —La mano grande del hombre golpeó con fuerza el rostro de Ariana, su primogénita.Por el impacto la chica cayó de rodillas en el suelo. Parpadeó aturdida, y se puso de pie.Los sollozos de Alana, la más pequeña de sus hijas, resonaron en el cuarto.Ernesto lanzó una foto familiar, y el marco de vidrio se rompió en el suelo. Ante esa acción, Ariana se cubrió la cara. No era la primera vez que su padre, en un arrebato de furia, la agredía. Sin embargo, los gritos desesperados de su hermanita la ponían nerviosa.El hombre lanzaba golpes sin detenerse contra su hija, sin importarle la gravedad de estos. Al darle uno en la boca, Ariana sintió el sabor metálico de su propia sangre. Con la mejilla entumecida recibió un golpe en el estómago que la dejó sin aire. De nuevo se derrumbó en el piso.—¡Por favor, por favor, papá, deja a Ariana, déjala! —suplicaba Alana, tumbada en la alfombra vieja, con su voz frágil, casi quebrándose como si fueran sus p
El estómago de Ariana se revolvió al escuchar las indecencias que salían de la boca de ese hombre. Su amiga le insistió innumerables veces en que, sin importar lo que oyera, debía mantener siempre una sonrisa en los labios.—Qué ojos, de verdad eres una belleza —le dijo él con una sonrisa perversa.—Gracias —ella apartó la vista, incómoda. La música estaba algo fuerte y no lograba entender con claridad lo que el tipo le decía.El señor Hernán se levantó de su asiento y le extendió su mano obesa. Ella vaciló en tomarla, pero al final recordó para qué había ido hasta allí.—Tienes una piel que brilla como el champán, querida. Me pregunto si todo tu cuerpo es igual de delicioso a la vista —espetó el hombre, sin rastro de vergüenza, sus canas brillaban bajo las luces del lugar.Ambos avanzaron de la mano por un largo pasillo. Ariana era muy consciente de lo que pasaría acontinuación. Se le pasó por la cabeza la idea de huir. Sin embargo, la desechó al recordar que nadie la obligó a es
La luz iluminaba la habitación. Axel recorría el cuerpo de Ariana con la mirada. Ella permanecía inmóvil frente a él, solo con ropa interior. Sus manos delgadas cubrían su pecho y su zona íntima, envuelta en la vergüenza de que ese hombre la observara con tanta intensidad.Axel, con la mandíbula tensa, le ordenó que se deshiciera del sostén. Ella apartó la vista y obedeció sin pronunciar palabra.—Mírame —le exigió con una voz grave y áspera.Ariana alzó la mirada. Sus piernas temblaban, convencida de que en cualquier momento perdería el equilibrio por los nervios. Los ojos de ese hombre eran tan intimidantes como fríos, y de sus labios brotó una frase que heló su sangre:—Qué aburrido me tienes.—S-señor —balbuceó ella—. Lo siento… no sé cómo hacerlo.Axel inclinó la cabeza, se acercó con pasos lentos hasta quedar a escasos centímetros de ella y, con una mano grande, le sujetó el mentón con fuerza.—Quítate las bragas —ordenó con un tono seco. La soltó y siguió con la vista su peque
—¿Dónde está la chica que me c0gí hace unos días? —preguntó Axel con impaciencia. —¿Bianca, señor? —respondió Enrique, y se removió en su asiento, nervioso, mientras fingía estar concentrado en las pantallas de seguridad. —No. La otra, la castaña. —Ella no ha vuelto. Bueno, tuvo que atender algunos pendientes... La pusimos a prueba ese día, pero ocasionó problemas —balbuceó Enrique, intentando justificar la ausencia de la joven. —Quiero que la traigas —ordenó Axel, su cabello rubio caía sobre su frente. Enrique no sabía cómo reaccionar. Se sentía atrapado entre la silla de recepción y la mirada penetrante de Axel. —Le diré a la mujer que la trajo que se comunique con ella y la haga venir lo antes posible —respondió con voz temblorosa. Axel, aburrido y con signos de impaciencia, miró a su alrededor. Los mismos rostros, las mismas curvas. Ninguna mujer despertaba su interés. Frustrado, amenazó a Enrique con romperle la cara si no encontraba a la chica. El hombre, al borde del pán