Sostengo un cuerpo con fuerza.
Cuando me fijo en él, me percato de que es Oliver.
Aguzo los ojos para contemplarlo mejor y lo aprieto más contra mí.
«Mi Oliver. Oh, mi Oliver».
Alzo la mirada llorosa para ver a los guerreros correr a mis lados, ignorándome por completo. Alzan hachas y espadas con gritos de furia. Se golpean entre sí y se ladran órdenes. Algunos visten pesadas pieles y otros pesadas armaduras. Todos son vigorosos y altos. Exudan poder.
Pestañeo.
No escucho nada, solo puedo ver.
Mi interés cae de nuevo en el rostro manchado de sangre a la altura de mi pecho.
«No, no es mi Oliver. Son iguales, pero sé que no es él».
Mis labios se mueven sin desearlo.
—Thorfinn —sollozo.
Después mis extremidades se mueven solas.
No estoy en mi cuerpo, solo me hallo en mi mente.
El ruido de metal chocando explota en mis tímpanos a la vez que cargo contra un sujeto de estandarte que no
Entierro las uñas en mi pecho y sollozo con más brío. Después río con fuerza por la ironía de todo esto. Me río hasta que mis pulmones se resienten y sueltan alaridos de presión. Me río hasta que las lágrimas se secan y dan paso a carcajadas potentes que escalan a casi gritos. Me duele admitirlo, pero fue una jugada maestra por parte de los dioses. No solo me obsequiaron una amnesia desequilibrante, también el descendiente de Thorfinn, el hijo del mejor amigo de mi padre y el hombre que me hizo sentir el amor en todo su esplendor. Supieron armar su tablero para hacerme sufrir como es debido, para que mi corazón sangre y se empequeñezca por el suplicio contundente que recibo al saber que nos reunieron para dilatar el sufrimiento que crece con el tiempo en mi cansada alma. Me hago un ovillo con los dedos enterrados entre las hebras de mi cabello. Si me recompensaron con Oliver, significa que me lo arrebatarán tan cruelmente como me arrebataron a Thorfinn, porqu
Cierro los ojos y respiro profundo. Solo dejo que mis oídos capten absolutamente todo. El movimiento de las hojas con la ventisca haría que cualquier se adormeciera, al igual que el vaivén constante del agua en la laguna, que se mueve con suavidad por los peces debajo del hielo de la superficie. Algunas aves nocturnas se mueven en sus nidos o sobrevuelan algunas madrigueras para hallar comida, como los búhos, que están atentos a los roedores que corretean en la hierba alta. Más allá de la pradera se alcanza a oír los gruñidos y ladridos de los perros salvajes, que están lejanos a los lobos, pues cada uno tiene su estructura de vivencia. Si aguzas más los tímpanos, puedes percibir el movimiento de las patas de los grillos, que provocan un sonido estremecedor. Aunque la nieve devora todo a su paso, estos insectos son resistentes. Vete a saber por qué. Si nivelas los latidos de tu corazón hasta hacerlos casi imperceptibles, puedes escuchar a las crías de las ardillas ro
Las hortensias no parecen querer sucumbir al frío invernal, antes se aferran a la tierra donde hace poco fueron trasplantadas. Las observo con los labios apretados en un fina línea. Estoy melancolico. Las lágrimas no hacen parte de esa melancolía. Se me secaron cuando la producción llegó a su fin. Me encantaría llorar, pero no lo logro. Lo único que puedo hacer es sentarme a su lado y agarrar una gran porción de tierra para espolvorearla sobre sus flores. Sé que Joanne le dijo a Marcus que prefería obtener flores de su parte en vida que después de muerta. ¿Y Alina y yo? ¿Qué podríamos darle? Sus flores favoritas. No sabíamos qué más podríamos darle a su tumba para verla bella, ni siquiera se nos pasó por la mente hacer una lápida, solo una cruz con una corona de pequeñas flores silvestres. Mi corazón se remueve y mi pecho se comprime. Allí está el ardor usual tras los párpados y la nariz, pero no hay lágrimas a su paso. Carraspeo y me hago un ovillo. La gelidez mañan
Examino el mapa de la ciudadela concentrado y sin querer desviar mi interés de él. Alina se sienta a mi lado y extiende un pergamino con el mapa de las cloacas, el sitio donde los Abanderados, los rebeldes, se reúnen para conspirar contra la monarquía. Richard no tarda en sentarse frente a nosotros para revisar un viejo cuaderno de tapa gris. Entretanto, Eli y Cassius miran por la ventana el caer de la nieve. Hago una mueca cuando mis dedos sin uñas rozan el filo del mapa y reprimo la necesidad de maldecir por el ardor en la zona. Alina me mira por el rabillo del ojo y arquea una ceja. Subo un hombro. Según me dijo, Eli se encargó del verdugo. Cuando quise saber más, se negó a decirme y decidió cambiar de tema. Tampoco me tomé el atrevimiento de preguntárselo a Eli cuando la vi llegar a mi cabaña con un Marcus ausente, que en este instante está sentado en el porche. —Bien, para entrar a la ciudadela debemos ingresar por el río que hicieron desagüe —comenta Richard mi
Hundo la mano en la helada agua y me pongo de rodillas sobre el grueso hielo que empieza a cubrir la laguna. Miro mi reflejo por unos segundos antes de levantar la mirada hacia el hombre que se apoya en un bastón con la empuñadura de un búho. Se quita el sombrero y me reverencia. —Bàs. —Eli —asiente. —¿Qué vienes a decirme? —Mis dedos se entumecen y la piel de mis nudillos se arruga. Sonrío cuando siento la aleta de un pez que pasa rápidamente debajo de mi palma—. ¿Qué sabes? —Harán de ojos ciegos. Saco la mano del agua y la refugio en el interior de mi gabardina con los dientes apretados. —¿Otra vez con lo mismo? —mascullo de pie. —Es la misma jugada de siempre, Eli. —Pero la más efectiva —espeto antes de andar con furia lejos de la laguna—. ¡Saben cómo estropear todo! —¿De qué te sirve enfurecerte? —emerge a mi lado con el sombrero ya cubriendo su cabeza—. No te servirá de nada. Empieza a desvanecerse
A la mañana siguiente, justo cuando estoy calzándome las botas, lo siento detrás de la puerta. Detengo a Snær justo a tiempo y le ordeno con una mirada que se quede para proteger a Marcus, que duerme en su cama más perdido en el mundo de los sueños que en la realidad. Cuando mis dedos rodean el pomo de la puerta, sé que debo hacer a continuación. Dejo que mis dedos se deslicen por la madera y que mi frente repose sobre ella. Cierro los ojos con fuerza y presiono los dientes. La puerta empieza a temblar con su esplendor. Apoyo todo mi peso en ella y anclo las uñas a su madera vieja. Siento cómo son empujadas hasta las cutículas, que hacen lo posible para que no se deslicen más allá en mi carne. Mis pies resbalan poco a poco, así que obligada me toca ahincarlos en la madera rojiza que hace de piso, la cual cruje a medida que soy empujada. Estoy por ordenarles que hagan algo, cuando la oscuridad se cierne sobre mí para cubrirme. Jadeo y dejo de encorvarme.
Deslizo los dedos por la superficie de la barra y noto cuán sucia está, cosa que no me importa en lo absoluto. Desde luego, es una incomodidad, pero no es que sea muy evidente. Presiono los labios concentrada con hallar un taburete, que atisbo justo frente a las estanterías llenas de botellas de cristal que contienen variedades de licor. Una sonrisa amenaza con salir de mis labios cuando la ginebra atrae mi interés. Tenerla en estas circunstancias podría tomarse como un lujo. No soy muy dada al alcohol, pero sé apreciar uno que se fermentó con devoción.El tabernero, un hombre con más barriga que existencia, me contempla con desconfianza detrás de la barra, al igual que las personas que beben sentadas en las mesas o a mis lados. Desvío la mirada de la suya, porque siento que sostenérsela podría manifestar un reto que en realidad no deseo ejecutar, y la poso en una radio vieja, de quiz&a
«A veces las palabras dulces son las más ácidas», decía mi padre cada vez que golpeaba mis tobillos con la espada de madera o cada vez que me derribaba con todo su peso sobre mí. No sé por qué lo recuerdo ahora. ¿Acaso sucederá algo? Meneo la cabeza y me levanto. Enrollo la bufanda alrededor de mi cuello y la acomodo mejor sobre mis hombros. La gelidez del invierno se aseveró hace unos días y parece querer permanecer hasta marzo, si es que mi pronóstico no está mal. Me acerco al fuego y me dispongo a lanzar unas ramas más. Observo cómo las llamas las consumen, embelesada. Contengo el aliento y cierro los ojos. El frío cala en mis pulmones y me da la sensación helada que desea mi corazón para calmarse. Más allá de los abetos, cruzando un camino de tierra humillado por la nieve, están los altos muros de la ciudadela. Estoy lo suficientemente apartada como para encender una fogata y avizorar desde la distancia. Al principio mis pensamientos se rehusaron al conte