Capítulo XXXIII

Me deja en el porche de mi cabaña con cuidado y se apresura a atar el caballo en la columna de madera que sostiene parte del techo. Ahora sí puedo apretar mi mano contra mi pecho para aliviar el ardor en mis dedos desprovistos de uñas. El dolor se extiende hasta mi codo y muere allí. No insiste, se disuelve con el pasar de los segundos, pero deja un leve escozor.

Observo la nieve para ignorar la ansiedad, que me apuñala cuando pienso en ella.

—Me alegra que resistieras —corta el silencio con la voz apagada.

Elevo la cabeza y lo miro.

Su expresión es seria, pero por sus labios, por la leve inclinación hacia abajo en ellos, sé que le mortifica lo que el verdugo hizo conmigo. Me asombro, pues es la primera vez que veo en su rostro ese tipo de emoción; viva y rugiente desolación.

—Vaya, tienes emociones humanas —me regodeo.

Aparta la mirada y se toquete

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