El Socio de Mi Padre
El Socio de Mi Padre
Por: Arenita
Prologo

La noche es demasiado ruidosa por la intensa lluvia. Recuerdo el cuerpo de una niña acurrucada junto a la columna del salón trasero, con los ojos inundados en lágrimas, compitiendo con las gruesas gotas de agua que se desparraman afuera. Se cubre los oídos, intentando en vano evitar escuchar los gritos de su madre, una mujer que está pariendo, dando a luz a su segundo hijo.

El eco de pasos apresurados y el murmullo de personas entrando y saliendo de la gran mansión llenan el aire. Un padre ausente, un hombre al que apenas ha visto en escasas ocasiones, viene a casa vestido con un elegante traje, pelea con su madre y luego se marcha, dejándola llorando y encerrada en su habitación durante semanas, sumergida en una profunda depresión.

La niña pega sus rodillas a su pecho, las abraza con fuerza, hipando por el frío que azota mientras el viento y la lluvia rugen a su alrededor. De pronto, los gritos cesan, sustituidos por el llanto de un bebé. Con una sonrisa tímida, se pone de pie y se dirige a la entrada de su casa. Al llegar al pie de los escalones, ve al médico bajando con la criatura en brazos, envuelto en una colcha. El hombre que rara vez visitaba su hogar se encuentra en la entrada, con el ceño fruncido. Es la primera vez que lo ve a lo ve así de cerca, y su pequeño corazón late con fuerza.

—¿Dónde está mi madre? —pregunta con voz temblorosa.

—Ve a tu habitación —responde el recién llegado.

—¿Quién es usted? No tiene derecho a darme órdenes —grita ella, defendiendo su derecho de ver a su madre.

—Obedece y ve a tu habitación. Iré a hablar con tu madre, luego podrás verla —vuelve a ordenar, con una voz firme y fría.

—¿Es mi hermano? —insiste ella con más preguntas.

—Que vayas a tu habitación. ¡Llévensela! —ordena a la servidumbre.

Una de las empleadas obedece, la toma por un brazo y la arrastra a su habitación. La pequeña grita, patalea y rasguña a la mujer que le impide ir a ver a su madre. Al llegar a la recámara, la deja sobre la cama y luego sale, encerrándola con llave. La pequeña Valeria se limpia las lágrimas que se deslizan por sus mejillas y se tira a llorar sobre la alfombra. Luego, se pone de pie y trama un plan para escapar y buscar a su madre.

Amarra un surco de sábanas a la barandilla y comienza a escalar. Se resbala en varias ocasiones; su frente está cubierta de sudor mezclado con la lluvia que la ha empapado. Cuando finalmente toca el suelo, recupera el aliento y corre en busca de su madre. Sus ojos se ensanchan al ver un auto negro frente a la casa, donde están cargando dos féretros, uno pequeño y otro grande. Las lágrimas fluyen con más fuerza y corre, intentando alcanzar la camioneta que se aleja, provocando que su pequeño corazón se rompa.

—¡Mamá! —grita, regresando a la casa con los pies descalzos y sucios.

—Valeria, estás ensuciando los pisos —grita una de las sirvientas.

—¿Dónde está mi madre? ¡Quiero verla! —suplica sorbiendo su nariz.

—Por favor, regresa a tu habitación. Pronto alguien llegará por ti y te explicará todo.

—¡Quiero ver a mi madre! —grita e inicia a llorar.

—Tu madre ha muerto. Tu hermano también. Te has quedado sola. Ahora obedece y regresa a tu habitación, aún no hemos decidido qué va a pasar contigo —suelta la sirvienta, hiriendo el pequeño corazón de Valeria.

La niña siente que el mundo se le derrumba, cae de rodillas, cubre su rostro con las manos y llora tan fuerte que lastima su garganta. No sabe cuánto tiempo pasa, pero una señorita llega y la toma por los hombros, la ayuda a ponerse de pie y la abraza.

—Tranquila, voy a llevarte a un lugar donde estarás bien —la consuela, y Valeria no encuentra palabras para expresar lo que siente.

—Mamá —repite una y otra vez, entre sollozos.

—Tu madre está en un lugar hermoso, se ha convertido en un ángel para cuidarte desde el cielo —vuelve a consolarla la señorita de cabello rubio a quien no conoce.

—¿Soy huérfana? —pregunta, con los ojos inundados de lágrimas.

—Ahora eres afortunada, porque tendrás muchos hermanitos con quienes jugar e irás a vivir a una enorme casa donde nunca más estarás sola.

Escuchar eso la hace sentir un poco menos triste. Aunque el dolor por la pérdida de su madre persiste, la señorita la toma de la mano y la lleva afuera. Ahí está el hombre que desconoce, culpable de las lágrimas de su madre. Ella frunce su pequeño rostro y le lanza una mirada de odio, pero el sujeto la ignora, habla con la mujer que sostiene su pequeña mano, y luego le entrega un sobre amarillo, cuyo contenido es desconocido para ella.

—Espero que eso sea suficiente para cubrir los gastos. Mi jefe está de viaje y no desea ser molestado —al escuchar al hombre, Valeria recuerda que no es el único que ha llegado a su casa.

En pocas ocasiones, también las visitaba otro señor, uno con los ojos más hermosos que haya visto, de sonrisa encantadora y muy amable. Jugaba con ella y hacía sonreír a su madre todo el tiempo que pasaba dentro de la mansión. Luego se marchaba, dejándolas tristes con la promesa de que volvería pronto, aunque pasaban años antes de que regresara.

—Tenemos que hablar con el señor...

—He dicho que no está interesado. Quiere que se la lleven y lo dejen en paz —habla el hombre malo.

Se marcha en su lujoso auto mientras Valeria se sube a un coche destartalado en compañía de la señorita que la ha ayudado. Siente frío, y el hipo la hace estremecerse. Se duerme en el asiento del copiloto y despierta un tiempo después porque alguien zarandea su cuerpo.

Tal como se lo mencionaron, está en una nueva casa, gigante, con muchos niños mirando a través de las ventanas. Algunos la saludan y otros le sacan la lengua, mientras ella solo quiere llorar. Continúa caminando, estornuda y siente dolor en su cuerpo; su piel está caliente, un resfriado la ataca.

Se presenta delante de una monja, quien sonríe y se apresura a colocar sus manos sobre su frente. Le toma la temperatura y se alarma, la toma en brazos y la lleva delante de una anciana.

—Está ardiendo en fiebre, hay que llevarla al hospital —dice la monja que la arrulla.

—Podemos hacer uso de la buena voluntad del señor Cooper. Ofreció sus hospitales para cuando alguno de nuestros pequeños se enfermara —comenta la madre superiora.

—Puedo ir con ella —se ofrece la misma monja.

—Claro, hermana. Vaya con ellas, mientras nos hacemos cargo de la papelería para que pueda quedarse en el orfanato.

La llevan de vuelta en el mismo auto hasta que llegan a un hospital. Dos enfermeras la reciben y lo primero que hacen es darle una ducha, colocarle una bonita bata con animalitos, y luego la llevan a una habitación. Escucha que murmuran que pueden ser reprendidas, no tienen espacio y la pondrán junto a Luca Cooper, un niño que yace con los ojos cerrados y el ceño fruncido. Tiene un brazo cubierto de yeso y parece unos años mayor que Valeria.

—Pueden sacar a esta mugrosa de aquí —pide el grosero niño, agrediendo a Valeria, quien le saca la lengua.

—Tú eres un mugroso, feo y arrogante —lo ofende ella, desahogándose por primera vez desde lo sucedido.

—Seguro tus padres no te toleran, eres fea y apestosa —arremete de nuevo Luca, el hijo del dueño del hospital.

—A ti deben odiarte, tienes una cara de...

—¡Cállate, huérfana! —grita Luca con mucha arrogancia.

—¡Luca, esos no son modales! —la voz del señor Cooper se escucha desde alguna parte de la habitación. Su hijo, siempre enfadado con la vida, vuelve a cerrar los ojos e ignora a su padre—. Me disculpo, hermana, por el comportamiento de mi hijo.

—Son criaturas —responde la monja, sintiendo un agrio sabor en la boca. El chico es un adolescente maleducado.

Años después.

Valeria había crecido, y el orfanato, que alguna vez fue su hogar, ya no podía ser su refugio. Aunque había formado amistades entrañables, el destino cruelmente había decidido que los seres a quienes amaba serían adoptados, dejándola sola en el eco de los recuerdos. Entonces, como un rayo de esperanza en medio de la oscuridad, surgió una oportunidad laboral en una de las mansiones más poderosas del país. La hermana Carmela, siempre solícita, sugirió que podría ser el lugar perfecto para que Valeria empezara a construir una vida estable, ahora que la mayoría de edad la expulsaba del orfanato que la había acogido por tantos años.

—Nos harás tanta falta —dijo la madre superiora, una anciana cuya ternura irradiaba paz, mientras la abrazaba con cariño—. Quiero que lleves estos documentos contigo; tu madre los dejó para ti —confesó, arrancando un suspiro de los labios de Valeria.

—Apenas la recuerdo, ¿sabe? Es lo único que me queda de ella —murmuró, abrazando el sobre amarillo contra su pecho. Suspiró de nuevo, limpiándose una lágrima que asomaba temblorosa en su mejilla antes de forzar una sonrisa.

—Valeria, tu madre siempre te ha cuidado desde el cielo —Carmela le frotó los hombros, buscando consolarla.

—Prefirió irse a cuidar a un hermano que no quería —confesó en voz alta, dejando que el dolor que había guardado por años escapara por fin.

—Debes dejar de odiar. Aprende a perdonar.

—Lo intentaré —prometió, sabiendo que cumplir esa promesa sería una tarea ardua.

Valeria, ahora adolescente, había desarrollado un carácter fuerte e indomable. No se dejaba pisotear por nadie y defendía sus derechos con firmeza. Aunque había dejado de estudiar, estaba lista para iniciar la universidad, impulsada por un sueño que ardía en su corazón. Se subió a la vieja camioneta de la hermana Carmela, el mismo cacharro que la había llevado al orfanato tantos años atrás. Con una mano en alto, se despidió de los demás niños que se quedaban atrás y de las monjas que la habían cuidado con tanto amor. Ellas eran su única familia, las únicas personas que le habían enseñado a valorar tanto lo poco como lo mucho que la vida podía ofrecer.

Nunca más se había cruzado con un niño tan desagradable como el hijo del señor Cooper, y rezaba cada noche para no volver a verlo jamás. Con una sonrisa en el rostro, se bajó del auto y se plantó frente a la reja que se abría, dándole la bienvenida a su nuevo empleo, a la casa donde trabajaría para alcanzar sus sueños. Con el sobre que su madre le había dejado y las ilusiones de continuar adelante, dio el primer paso.

Un auto salió al mismo tiempo que ella entraba, casi atropellándola. Cayó al suelo, manchando su bonito vestido. El auto frenó de golpe y bajaron el vidrio; un joven de mirada electrizante, con ojos verdes y pelo castaño, la miró con desprecio, o al menos así lo sintió Valeria.

—Aprende a caminar, ¿a quién se le ocurre cruzarse delante de un auto? —gritó sin molestarse en bajar para ayudarla a levantarse.

—Aprende a conducir, gilipollas —gritó ella, intentando ponerse de pie.

—Anda, dame la mano y deja de maldecir —dijo un segundo joven, de semblante más maduro, impecable en su traje y con el cabello perfectamente peinado, ojos negros como la noche. Le sonrió con calidez.

Valeria aceptó la ayuda y le devolvió una sonrisa, sintiendo su pecho agitarse y su corazón acelerarse. Nunca antes había visto a un hombre tan guapo y amable. Cuando él sonrió, fue como si un ángel hubiera descendido del cielo. El claxon del auto sonó, sacándola de su ensoñación. Giró el cuello para encontrar al demonio fastidioso que la había derribado.

—Lamento el comportamiento de mi hermano. Termina de entrar; seguro eres la chica que envían del convento. Adentro está nuestro mayordomo, quien te ayudará a instalarte y te explicará tus tareas —comunicó el joven.

—Gracias…

—¿Qué, te enamoraste de la sirvienta? ¡Joder, Gerardo, cada día estás peor! —interrumpió el grosero desde dentro del auto.

—Que alguien le enseñe modales a ese odioso —susurró Valeria para sí misma, aunque la escucharon hasta en Inglaterra.

Gerardo evitó que se arrancaran el cabello y se llevó a su hermano, mientras Valeria continuaba caminando hasta llegar a la habitación donde la recibió el mayordomo. Era un señor estirado, vestido con un traje negro impecable, y llevaba un bigote que provocaba una gracia involuntaria. Se presentó como Alberto y le dio la bienvenida, llevándola a lo que sería su nueva habitación. Le entregaron un uniforme, y así comenzó su nueva vida.

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