Capítulo 4

Valeria Sanroman

Me quedo en la cama, el calor subiendo por mis mejillas como una tormenta descontrolada, una ola de vergüenza que me ahoga. El nudo en mi garganta apenas me deja respirar, cada latido de mi corazón me recuerda lo estúpida que fui. Quiero desaparecer, abofetearme, hundir el rostro en un balde de agua fría, o lanzarme por la ventana... cualquier cosa antes que enfrentar lo inevitable. Ruego en silencio que no me reconozca.

¿Cómo pude ser tan ingenua? Me dejé arrastrar por el deseo, por una pasión efímera. Los ojos de Luca, oscuros y llenos de sigilo, siguen clavados en mí, como los de un depredador que acecha a su presa. Mi mente está a punto de estallar, buscando desesperadamente una salida. Él, mientras tanto, se viste con prisa, tironeando la ropa con manos fuertes, mientras yo me esfuerzo por cubrirme con las sábanas ligeras que apenas logran ocultarme.

El hombre que ahora se lleva lo más preciado que alguna vez poseí, lanza sobre la cama un par de billetes. El odio brilla en su mirada, como brasas encendidas que consumen mi alma. No me atrevo a mirarlo. Las lágrimas comienzan a correr por mis mejillas, calientes, incontrolables. Nunca imaginé que mi primera vez sería así. Los consejos de la madre superiora retumban en mi cabeza, mientras las acusaciones internas me golpean sin piedad.

Busco mi ropa, muda, sin atreverme a pronunciar palabra alguna. Me visto lentamente, cada movimiento pesado por el peso de la culpa, y él... ese adonis, ni siquiera me mira. Me da la espalda, como si lo que ocurrió no fuera más que un error insignificante. El clic de la puerta al cerrarse es el sonido que sella mi humillación. Me desplomo en llanto, abrazándome a mí misma hasta que el agotamiento me vence, hasta que mis ojos están hinchados y secos.

Cuando al fin consigo levantarme, me arrastro fuera de esa habitación con la mente nublada, apenas consciente de mis movimientos. Corro a mi oficina, el único lugar donde puedo sentirme a salvo, aunque sea por un instante. Solo quiero encerrarme y olvidar, olvidar esa noche que me rompió en mil pedazos.

—Olivia, ven a mi oficina —exijo con voz temblorosa. Mi secretaria entra enseguida, con esa amabilidad imperturbable que siempre la acompaña.

Alta, delgada, de cabello oscuro y ojos color miel, Olivia siempre luce perfecta, como si el sufrimiento no tuviera cabida en su vida. Su sonrisa encantadora la sigue a donde quiera que va, iluminando todo a su alrededor.

—Dime, Valeria, ¿en qué puedo ayudarte? —me pregunta con esa suavidad tan característica.

—Tráeme una botella de tequila y una copa —digo, observando cómo la sorpresa cruza su rostro.

—No deberías beber, ya sabes que el alcohol no te sienta bien —me advierte, trayendo consigo recuerdos vergonzosos de las pocas veces que me he emborrachado.

—Lo sé, pero hoy necesito olvidar —respondo con un nudo en el pecho.

—¿Quieres hablar...?

—Ve por lo que te he solicitado —mi voz se eleva, rompiendo el aire con una ira que no esperaba. Me arrepiento al instante cuando veo a Olivia apresurarse hacia la puerta, su gesto confundido.

Me desplomo sobre el escritorio, los brazos pesados como si cargaran el peso de mi culpa. Me rasco la cabeza, desesperada, el olor a sexo y pecado impregna mi piel. Me siento sucia, despreciable, la peor de las mujeres. Los recuerdos del encuentro me asaltan, implacables, y cada imagen me hace odiarme más. No puedo evitarlo, mi mente me traiciona, denigrándome una y otra vez.

Olivia regresa, su presencia tan silenciosa como siempre. Coloca la copa sobre la mesa con delicadeza, destapa la botella de tequila y vierte un trago generoso. Sus ojos me observan, quizá con preocupación, pero ella no dice nada.

—Déjame sola y cierra la puerta —digo, más suave esta vez, pero firme.

Ella asiente, obediente, saliendo de mi refugio sin hacer preguntas. Eso es lo que siempre he apreciado de Olivia; sabe cuándo quedarse callada. No me juzga, no me contradice, y se retira justo en el momento adecuado.

Me quedo sola, el silencio llenando el espacio, pero mi cabeza es un caos.

*****

El dolor en mis sienes es insoportable, cada pensamiento es un latigazo. Me tumbo en la cama, el techo se despliega sobre mí como una prisión, mis ojos entrecerrados se niegan a ver la realidad que me aplasta. Pero entonces, un malestar profundo se apodera de mi estómago, y antes de darme cuenta, corro al baño, vomitando hasta las entrañas.

El asco no es solo físico, está enraizado en mi alma.

Cuando por fin vuelvo a la cama, el mundo parece haber perdido todo sentido. Mis recuerdos son borrosos, pero lo poco que logro reconstruir me atormenta. Bebí todo el tequila, eso lo sé, me desplomé en el sillón de la oficina... y luego... ¿cómo es que estoy aquí? Me miro, aún vestida con la misma ropa de ayer, arrugada y marcada por el sudor y las lágrimas. El reloj marca más de las dos de la tarde.

El silencio se rompe cuando esos recuerdos invaden mi mente otra vez. Las lágrimas fluyen sin control. Me duele, me duele tanto que me entregué a un hombre que apenas conozco, un hombre que me tomó con rabia, con una furia que no comprendo, mientras yo... simplemente no pude detenerlo. No pude defenderme.

—¡Espera...! —digo en un susurro ahogado—. ¿Cómo llegué a mi departamento?

La incertidumbre me sacude, y me doy cuenta de que algo más está mal, pero no sé qué. El eco de mi dolor resuena en cada rincón, recordándome que ya no soy la misma.

Me levanto lentamente, cada músculo de mi cuerpo protesta mientras me encamino hacia la puerta de mi habitación. A lo lejos, distingo la silueta de un hombre profundamente dormido en el sillón de la sala. El ronquido inconfundible me confirma lo que ya sabía: Santiago está ahí. Él es lo más cercano que tengo a una familia. De estatura media, cuerpo bien definido, piel pálida y ojos grises que a menudo parecen ver más allá de lo evidente. Su cabello rubio y esa sonrisa devastadora que derrite a cualquiera... y su trasero, firme y apetecible, me provoca pensamientos impuros. A veces pienso que, si no hubiéramos crecido juntos en el convento, ya lo habría explorado con mis propias manos. Pero incluso después de lo que pasó anoche, esos pensamientos se niegan a abandonarme.

Regreso a mi habitación, sintiendo cada paso como si hubiera sido arrollada por un búfalo. ¡Claro que lo fui! Ese búfalo abusó de mí, lo sé. Camino directo al baño y me dejo envolver por la ducha caliente. El agua cae como una caricia sobre mi piel adolorida, relajando mis tensos músculos. Al salir, envuelvo mi cabello en una toalla y me seco con lentitud. Me pongo un pijama sin prisa; hoy no pienso salir de casa. Hoy, voy a vivir el duelo de mi virginidad perdida.

Con pasos lentos y perezosos, salgo de mi habitación. El aroma embriagador de la comida casera me invade, y de inmediato corro hacia la cocina. Santiago está ahí, sentado en un taburete, disfrutando un plato de estofado mexicano. La hermana Carmela nos enseñó a cocinar cuando éramos niños, y Santiago siempre ha tenido un talento natural para ello.

Me acerco sigilosamente y le pongo las manos frías en la espalda, haciéndolo saltar.

—Val, veo que has recuperado la conciencia —espeta en tono burlón.

—Me siento fatal, necesito comer.

—Es raro que quieras comer después de lo que pasó anoche —responde con una risa exagerada, aún divirtiéndose a mi costa.

¡Espera! ¿Cómo sabe lo que pasó anoche?

—¿Cómo sabes tú lo que pasó? —pregunto, sorprendida.

—Te vi cuando te fuiste con ese hombre —responde, su tono adquiriendo una seriedad que no esperaba—. Luego Olivia bajó por una botella de tequila, y supuse que era para ti. Cuando el lugar se vació y todo se cerró, fui a tu oficina y te encontré desparramada sobre el sillón. Estabas tan borracha que apenas podías mantenerte en pie, así que te traje a casa y te metí en la cama. Decidí quedarme a cuidarte.

Me siento en el taburete y empiezo a comer mientras él continúa sirviéndome. Siento una gratitud profunda por Santiago, no sé qué haría sin él.

—Gracias, Santi. No sé cómo pagarte.

—¿Valeria, quieres hablar de lo que pasó? —pregunta con suavidad. Solo asiento, incapaz de encontrar las palabras.

Respiro hondo y, con cada exhalación, le cuento todo. La noche, el hombre, la rabia que sentía en cada caricia. No puedo evitar llorar mientras le narro cómo perdí mi virginidad con un desconocido que prácticamente me usó, aunque no pude detenerlo. A pesar de que, en algún momento, disfruté de lo que sucedió, no era lo que yo había imaginado para mi primera vez.

Omito decirle quién fue, no puedo. Le he hablado tan mal de Luca todo este tiempo que confesar que él fue el primero en arrebatarme aquello que tanto cuidé sería demasiado vergonzoso.

—¿Qué? ¡Valeria! No me digas que ese cabrón te violó —exclama, sorprendido y furioso—. Te juro que va a correr sangre.

—No exactamente... —respondo, tratando de calmarlo—. Yo se lo permití. No fui capaz de pararlo. Mi cuerpo no obedeció a mi mente.

—¿Estás bien? —pregunta con genuina preocupación.

—Estaré bien. Solo... no fue como imaginaba entregarme a alguien. Pero no lo culpo, él también se confundió.

Santiago me mira con ternura, como solo él puede hacerlo, y me guiña un ojo.

—No te preocupes, pequeña. Lo más probable es que no lo vuelvas a ver nunca. Así que no cuenta. Pero dime, ¿al menos lo disfrutaste?

Me sonrojo, mi rostro en llamas ante su pregunta descarada.

—Bueno... dolió al principio, pero después fue placentero —admito, avergonzada.

—¿Valeria? —me mira con una sonrisa traviesa—. ¿De qué tamaño lo tenía?

Escupo un poco de comida mientras estallo en risas.

—¡Qué m****a, Santiago!

—Tranquila, solo quiero hacerme una idea de cuánto te dolió —me interrumpe sin dejarme responder.

Después de contarle todo, nos vamos a la sala, donde pasamos el resto del día viendo series. Hoy es su día libre, y no hay mejor compañía que la suya. Santiago sabe que siempre soñé con entregarme por amor, con casarme antes de perder la virginidad. Suena estúpido para mis años y en pleno siglo XXI, pero siempre he sido conservadora. Ahora, ese sueño parece lejano y roto.

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