Valeria Sanroman
Me quedo en la cama, el calor subiendo por mis mejillas como una tormenta descontrolada, una ola de vergüenza que me ahoga. El nudo en mi garganta apenas me deja respirar, cada latido de mi corazón me recuerda lo estúpida que fui. Quiero desaparecer, abofetearme, hundir el rostro en un balde de agua fría, o lanzarme por la ventana... cualquier cosa antes que enfrentar lo inevitable. Ruego en silencio que no me reconozca.
¿Cómo pude ser tan ingenua? Me dejé arrastrar por el deseo, por una pasión efímera. Los ojos de Luca, oscuros y llenos de sigilo, siguen clavados en mí, como los de un depredador que acecha a su presa. Mi mente está a punto de estallar, buscando desesperadamente una salida. Él, mientras tanto, se viste con prisa, tironeando la ropa con manos fuertes, mientras yo me esfuerzo por cubrirme con las sábanas ligeras que apenas logran ocultarme.
El hombre que ahora se lleva lo más preciado que alguna vez poseí, lanza sobre la cama un par de billetes. El odio brilla en su mirada, como brasas encendidas que consumen mi alma. No me atrevo a mirarlo. Las lágrimas comienzan a correr por mis mejillas, calientes, incontrolables. Nunca imaginé que mi primera vez sería así. Los consejos de la madre superiora retumban en mi cabeza, mientras las acusaciones internas me golpean sin piedad.
Busco mi ropa, muda, sin atreverme a pronunciar palabra alguna. Me visto lentamente, cada movimiento pesado por el peso de la culpa, y él... ese adonis, ni siquiera me mira. Me da la espalda, como si lo que ocurrió no fuera más que un error insignificante. El clic de la puerta al cerrarse es el sonido que sella mi humillación. Me desplomo en llanto, abrazándome a mí misma hasta que el agotamiento me vence, hasta que mis ojos están hinchados y secos.
Cuando al fin consigo levantarme, me arrastro fuera de esa habitación con la mente nublada, apenas consciente de mis movimientos. Corro a mi oficina, el único lugar donde puedo sentirme a salvo, aunque sea por un instante. Solo quiero encerrarme y olvidar, olvidar esa noche que me rompió en mil pedazos.
—Olivia, ven a mi oficina —exijo con voz temblorosa. Mi secretaria entra enseguida, con esa amabilidad imperturbable que siempre la acompaña.
Alta, delgada, de cabello oscuro y ojos color miel, Olivia siempre luce perfecta, como si el sufrimiento no tuviera cabida en su vida. Su sonrisa encantadora la sigue a donde quiera que va, iluminando todo a su alrededor.
—Dime, Valeria, ¿en qué puedo ayudarte? —me pregunta con esa suavidad tan característica.
—Tráeme una botella de tequila y una copa —digo, observando cómo la sorpresa cruza su rostro.
—No deberías beber, ya sabes que el alcohol no te sienta bien —me advierte, trayendo consigo recuerdos vergonzosos de las pocas veces que me he emborrachado.
—Lo sé, pero hoy necesito olvidar —respondo con un nudo en el pecho.
—¿Quieres hablar...?
—Ve por lo que te he solicitado —mi voz se eleva, rompiendo el aire con una ira que no esperaba. Me arrepiento al instante cuando veo a Olivia apresurarse hacia la puerta, su gesto confundido.
Me desplomo sobre el escritorio, los brazos pesados como si cargaran el peso de mi culpa. Me rasco la cabeza, desesperada, el olor a sexo y pecado impregna mi piel. Me siento sucia, despreciable, la peor de las mujeres. Los recuerdos del encuentro me asaltan, implacables, y cada imagen me hace odiarme más. No puedo evitarlo, mi mente me traiciona, denigrándome una y otra vez.
Olivia regresa, su presencia tan silenciosa como siempre. Coloca la copa sobre la mesa con delicadeza, destapa la botella de tequila y vierte un trago generoso. Sus ojos me observan, quizá con preocupación, pero ella no dice nada.
—Déjame sola y cierra la puerta —digo, más suave esta vez, pero firme.
Ella asiente, obediente, saliendo de mi refugio sin hacer preguntas. Eso es lo que siempre he apreciado de Olivia; sabe cuándo quedarse callada. No me juzga, no me contradice, y se retira justo en el momento adecuado.
Me quedo sola, el silencio llenando el espacio, pero mi cabeza es un caos.
*****
El dolor en mis sienes es insoportable, cada pensamiento es un latigazo. Me tumbo en la cama, el techo se despliega sobre mí como una prisión, mis ojos entrecerrados se niegan a ver la realidad que me aplasta. Pero entonces, un malestar profundo se apodera de mi estómago, y antes de darme cuenta, corro al baño, vomitando hasta las entrañas.
El asco no es solo físico, está enraizado en mi alma.
Cuando por fin vuelvo a la cama, el mundo parece haber perdido todo sentido. Mis recuerdos son borrosos, pero lo poco que logro reconstruir me atormenta. Bebí todo el tequila, eso lo sé, me desplomé en el sillón de la oficina... y luego... ¿cómo es que estoy aquí? Me miro, aún vestida con la misma ropa de ayer, arrugada y marcada por el sudor y las lágrimas. El reloj marca más de las dos de la tarde.
El silencio se rompe cuando esos recuerdos invaden mi mente otra vez. Las lágrimas fluyen sin control. Me duele, me duele tanto que me entregué a un hombre que apenas conozco, un hombre que me tomó con rabia, con una furia que no comprendo, mientras yo... simplemente no pude detenerlo. No pude defenderme.
—¡Espera...! —digo en un susurro ahogado—. ¿Cómo llegué a mi departamento?
La incertidumbre me sacude, y me doy cuenta de que algo más está mal, pero no sé qué. El eco de mi dolor resuena en cada rincón, recordándome que ya no soy la misma.
Me levanto lentamente, cada músculo de mi cuerpo protesta mientras me encamino hacia la puerta de mi habitación. A lo lejos, distingo la silueta de un hombre profundamente dormido en el sillón de la sala. El ronquido inconfundible me confirma lo que ya sabía: Santiago está ahí. Él es lo más cercano que tengo a una familia. De estatura media, cuerpo bien definido, piel pálida y ojos grises que a menudo parecen ver más allá de lo evidente. Su cabello rubio y esa sonrisa devastadora que derrite a cualquiera... y su trasero, firme y apetecible, me provoca pensamientos impuros. A veces pienso que, si no hubiéramos crecido juntos en el convento, ya lo habría explorado con mis propias manos. Pero incluso después de lo que pasó anoche, esos pensamientos se niegan a abandonarme.
Regreso a mi habitación, sintiendo cada paso como si hubiera sido arrollada por un búfalo. ¡Claro que lo fui! Ese búfalo abusó de mí, lo sé. Camino directo al baño y me dejo envolver por la ducha caliente. El agua cae como una caricia sobre mi piel adolorida, relajando mis tensos músculos. Al salir, envuelvo mi cabello en una toalla y me seco con lentitud. Me pongo un pijama sin prisa; hoy no pienso salir de casa. Hoy, voy a vivir el duelo de mi virginidad perdida.
Con pasos lentos y perezosos, salgo de mi habitación. El aroma embriagador de la comida casera me invade, y de inmediato corro hacia la cocina. Santiago está ahí, sentado en un taburete, disfrutando un plato de estofado mexicano. La hermana Carmela nos enseñó a cocinar cuando éramos niños, y Santiago siempre ha tenido un talento natural para ello.
Me acerco sigilosamente y le pongo las manos frías en la espalda, haciéndolo saltar.
—Val, veo que has recuperado la conciencia —espeta en tono burlón.
—Me siento fatal, necesito comer.
—Es raro que quieras comer después de lo que pasó anoche —responde con una risa exagerada, aún divirtiéndose a mi costa.
¡Espera! ¿Cómo sabe lo que pasó anoche?
—¿Cómo sabes tú lo que pasó? —pregunto, sorprendida.
—Te vi cuando te fuiste con ese hombre —responde, su tono adquiriendo una seriedad que no esperaba—. Luego Olivia bajó por una botella de tequila, y supuse que era para ti. Cuando el lugar se vació y todo se cerró, fui a tu oficina y te encontré desparramada sobre el sillón. Estabas tan borracha que apenas podías mantenerte en pie, así que te traje a casa y te metí en la cama. Decidí quedarme a cuidarte.
Me siento en el taburete y empiezo a comer mientras él continúa sirviéndome. Siento una gratitud profunda por Santiago, no sé qué haría sin él.
—Gracias, Santi. No sé cómo pagarte.
—¿Valeria, quieres hablar de lo que pasó? —pregunta con suavidad. Solo asiento, incapaz de encontrar las palabras.
Respiro hondo y, con cada exhalación, le cuento todo. La noche, el hombre, la rabia que sentía en cada caricia. No puedo evitar llorar mientras le narro cómo perdí mi virginidad con un desconocido que prácticamente me usó, aunque no pude detenerlo. A pesar de que, en algún momento, disfruté de lo que sucedió, no era lo que yo había imaginado para mi primera vez.
Omito decirle quién fue, no puedo. Le he hablado tan mal de Luca todo este tiempo que confesar que él fue el primero en arrebatarme aquello que tanto cuidé sería demasiado vergonzoso.
—¿Qué? ¡Valeria! No me digas que ese cabrón te violó —exclama, sorprendido y furioso—. Te juro que va a correr sangre.
—No exactamente... —respondo, tratando de calmarlo—. Yo se lo permití. No fui capaz de pararlo. Mi cuerpo no obedeció a mi mente.
—¿Estás bien? —pregunta con genuina preocupación.
—Estaré bien. Solo... no fue como imaginaba entregarme a alguien. Pero no lo culpo, él también se confundió.
Santiago me mira con ternura, como solo él puede hacerlo, y me guiña un ojo.
—No te preocupes, pequeña. Lo más probable es que no lo vuelvas a ver nunca. Así que no cuenta. Pero dime, ¿al menos lo disfrutaste?
Me sonrojo, mi rostro en llamas ante su pregunta descarada.
—Bueno... dolió al principio, pero después fue placentero —admito, avergonzada.
—¿Valeria? —me mira con una sonrisa traviesa—. ¿De qué tamaño lo tenía?
Escupo un poco de comida mientras estallo en risas.
—¡Qué m****a, Santiago!
—Tranquila, solo quiero hacerme una idea de cuánto te dolió —me interrumpe sin dejarme responder.
Después de contarle todo, nos vamos a la sala, donde pasamos el resto del día viendo series. Hoy es su día libre, y no hay mejor compañía que la suya. Santiago sabe que siempre soñé con entregarme por amor, con casarme antes de perder la virginidad. Suena estúpido para mis años y en pleno siglo XXI, pero siempre he sido conservadora. Ahora, ese sueño parece lejano y roto.
Valeria San RománDespués de una semana ausente del Àngels Cabaret, dedicada por completo a estudiar para mi examen privado —mi último paso antes de obtener la licenciatura en administración de empresas—, el tiempo se esfumó entre libros, clases y responsabilidades. Lo más duro fue ir a la mansión de los Cooper. Agradecí en cada momento que Luca no estuviera presente. Estoy segura de que no me reconoció la última vez, pero el miedo a ser descubierta me sigue atormentando.Finalmente es sábado, y por primera vez en días, puedo descansar.Me levanto del sillón de la sala y voy a la cocina a prepararme unas palomitas. Justo cuando las coloco sobre la encimera, el teléfono suena por tercera vez. Camino hacia la sala, pero cuando llego, la llamada ya se ha cortado. Lo reviso y veo varias llamadas perdidas de Olivia y unos cuantos mensajes de Santiago en WhatsApp. Dejo el teléfono en su lugar, tomo las palomitas y vuelvo a sentarme, encendiendo el televisor para buscar una de mis series fav
Luca CooperMe encuentro sentado en mi despacho, observando la mansión que había heredado con una mezcla de desdén y fastidio. El silencio que reinaba en este lugar me provocaba una incomodidad que no lograba sacudir. Entonces, la vi. Valeria. La sirvienta. Era imposible no sentir su presencia desde el primer día que la vi en aquella actividad donde asistió por parte del orfanato donde creció, la deteste desde ese instante o eso creo. Luego a mi padre se le ocurrió contratarla para que viniera a trabajar a esta casa, gracias al cielo ella llegó cuando me estaba largando a estudiar a otro país, e intentado despedirla, sin embargo, Gerardo mi hermano mayor se opone impidiendo que lo haga. No era solo que ocupaba el espacio, era como si el aire se volviera más denso, como si algo en ella me sofocara. Pero claro, la trataba con la punta del pie, grabándole su lugar.—Te has tardado mucho con esa chimenea —dije, casi escupiendo las palabras, mientras ella se inclinaba para limpiar el polvo
Valeria San Román Suena mi teléfono, sacándome del sueño de golpe. Doy un brinco enorme en la cama, sintiendo el corazón acelerado por el susto. Con los ojos entrecerrados, estiro la mano para alcanzar el móvil que sigue vibrando en la mesita de noche. El tono de la llamada no deja lugar a dudas sobre quién se trata. Sin siquiera revisar la pantalla, respondo, aún medio dormida.—Maldita sea, Valeria, mueve tu hermoso culo de la cama y trae esas preciosas nalgas a mi auto. Estoy en el estacionamiento, tienes cinco minutos —la voz de Santiago retumba en mis oídos, llena de esa energía mañanera que parece no afectarlo ni en los peores días.Frunzo el ceño mientras trato de aclarar mis pensamientos. Santiago, como siempre, con su forma encantadora y descarada de hablarme, ha conseguido arrancarme una pequeña sonrisa, pero el mal humor de la noche anterior aún pesa sobre mí.—¿Cinco minutos? ¡¿Estás loco?! —respondo, mi voz ronca por el sueño, mientras intento despejar la mente y sacu
Valeria San RománAl llegar a mi departamento, pedí al portero que me ayudara a subir todas las bolsas repletas de adornos navideños. Finalmente, mi hogar estaría decorado, ya que Santiago, con su entusiasmo festivo, había transformado su departamento un mes antes. Apenas el portero se fue, cerré la puerta y me dirigí a mi habitación. Dejé caer la ropa en el suelo y me entregué al calor de una ducha larga, dejando que el agua arrastrara mis pensamientos errantes.Con el cabello aún húmedo, me enfundé en un cachetero suave, dejando que la tela abrazara mis caderas, y me puse encima un suéter enorme que me llegaba a media pierna, adornado con la caricatura de un elfo reno que Santiago me había regalado. Era absurdo lo mucho que esa prenda me hacía sentir reconfortada.En la cocina, preparé café mientras contemplaba las galletas que había comprado más temprano en el centro comercial. Me senté en un taburete y comencé a devorarlas, cada bocado dulce acentuando el sabor amargo de mis pens
La noche es demasiado ruidosa por la intensa lluvia. Recuerdo el cuerpo de una niña acurrucada junto a la columna del salón trasero, con los ojos inundados en lágrimas, compitiendo con las gruesas gotas de agua que se desparraman afuera. Se cubre los oídos, intentando en vano evitar escuchar los gritos de su madre, una mujer que está pariendo, dando a luz a su segundo hijo.El eco de pasos apresurados y el murmullo de personas entrando y saliendo de la gran mansión llenan el aire. Un padre ausente, un hombre al que apenas ha visto en escasas ocasiones, viene a casa vestido con un elegante traje, pelea con su madre y luego se marcha, dejándola llorando y encerrada en su habitación durante semanas, sumergida en una profunda depresión.La niña pega sus rodillas a su pecho, las abraza con fuerza, hipando por el frío que azota mientras el viento y la lluvia rugen a su alrededor. De pronto, los gritos cesan, sustituidos por el llanto de un bebé. Con una sonrisa tímida, se pone de pie y se d
ValeriaCon los ojos aún cerrados, me levanto de la cama al escuchar la alarma resonar por tercera vez consecutiva. El cansancio pesa sobre cada músculo, como una manta invisible que se niega a soltarse, y lo único que anhelo es quedarme entre las sábanas para siempre. Sin embargo, una fuerza interior, esa voz suave pero firme que siempre me empuja hacia adelante, me hace deslizarme fuera de la cama. Es hora de trabajar. Las personas a las que debo atender suelen desayunar temprano, y aunque son solo dos, a veces parece que cuido a un ejército completo.Envuelta en mi viejo pijama de vacas, que ha perdido su color y su gracia con el tiempo, estiro los brazos hacia el cielo, dejando escapar un profundo bostezo mientras me dirijo a la cocina. Con movimientos casi automáticos, pongo el agua para el café y enciendo la radio. La melodía de "Tusa" de Karol G inunda la habitación, llenándola de energía. Sin siquiera darme cuenta, comienzo a balancearme al ritmo de la música mientras me encam
ValeriaGerardo nos ordenó retirar los adornos que habíamos colocado en el salón principal. Su hermano, el grosero de Luca, ni siquiera se tomó la molestia de aparecer durante todo el día. Nos habíamos cansado al colocarlos, y aún más al quitarlos. Después de cumplir con mis tareas diarias, me encontré reflexionando sobre lo difícil que está resultando reunir el dinero necesario para abrir mi propio negocio. Mi madre me dejó en herencia un cabaret, los documentos de dicho lugar estaban guardados en un sobre amarillo que me entregó la madre superiora cuando dejé el orfanato.No me atreví a abrir el sobre hasta varios meses después de empezar a trabajar en la mansión de los Cooper. El señor Cooper era un hombre bondadoso con todos sus empleados, nos trataba con respeto y hacía que los días fueran más llevaderos. Pero después de su muerte, su hijo mayor tomó el control, y aún me pregunto por qué no aceptó la responsabilidad de las empresas antes. Motivo por el cual ahora se encuentra de
Valeria—¡¿Qué pasa, Valeria?!—espeta Santiago, acercándose a mí con rapidez.—Te noto un poco preocupado, ¿qué sucede? —pregunto, tratando de leer su expresión.—No es nada, solo que veo a ese grupo de jóvenes allá arriba, en la parte de arriba, y parecen estar haciendo algo sospechoso, como si estuvieran consumiendo drogas—me dice en voz baja, lanzando una mirada hacia el lugar.—No te preocupes, ya mandaré a alguien para que se encargue—le aseguro, intentando calmar la situación. Tengo seguridad en todos los puntos ciegos para evitar problemas con los niños ricos que suelen venir.—Esa máscara te queda horrible—opina Eduardo con una sonrisa torcida.—Por lo menos no es mi rostro lo que me hace ver horrible—le devuelvo, sacándole el dedo medio con una sonrisa burlona.—Jódete—responde, riéndose, antes de volver a su tarea de repartir tragos.Mientras Eduardo se aleja, me giro para observar el área que me indicó. Pero lo que veo me deja completamente atónita. Santos dioses del Olimpo