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El Presidente
El Presidente
Por: Paola Arias
1|Un hombre herido

El sol se asoma y tiñe de colores el cielo azul oscuro. El amanecer es uno de los tantos espectáculos que me encanta contemplar; ver el cielo siempre ha sido terapéutico para mí, allí con tanta quietud e inmensidad encuentro un poco de sosiego, una paz que no puedo explicar.

Un tono amarillo se mezcla con las nubes blancas y el azul, haciendo que frente a mis ojos se despliegue una gama de colores único y hermoso y que capturo en mi mente mientras bebo a sorbos cortos y lentos una taza de café.

Cierro los ojos por un instante, disfrutando del momento de paz, pero, inevitablemente, recuerdos invaden mis pensamientos y siento que en cualquier instante tendré un ataque de ansiedad.

La sangre en mis manos se vuelve tan espesa y es tan roja que, por más que intente limpiarlas, ella parece haberse quedado adherida a mi piel para siempre. Por más que me lave las manos, nunca podré limpiarme de aquel líquido repugnante.

Mi respiración se acelera, siento como los latidos de mi corazón van en aumento a medida que las imágenes distorsionadas me atacan sin parar, volviéndose más claras y acusándome en medio de tanto silencio.

Sí, cometí un delito.

Sí, asesiné a un ser humano.

Sí, probablemente estaré condenada de por vida.

Pero hay algo que jamás podré cambiar, y es el hecho de que no siento arrepentimiento alguno.

Lo hice por mí, o de lo contrario, hubiese muerto yo.

Años después sigo pensando lo mismo. Si no me hubiera defendido aquella noche, yo estaría muerta, pero mi instinto de supervivencia afloró como nunca lo había hecho y, aunado a eso, años de sufrimiento, llanto y dolor hicieron que actuara sin pensarlo y acabara con la vida del que decía amarme.

Era una chica tonta e ingenua que creyó en las palabras dulces del primer hombre que conoció. Dejé que me calentaran el oído, como solía decir mi madre, y cometí el peor error de toda mi vida.

Me casé jovencita con un hombre que me doblaba en edad, pero para entonces él era como un príncipe azul, un hombre sacado de un cuento de hadas, alguien perfecto.

Dulce, atento, amoroso, protector. Era todo lo que cualquier mujer podría desear y yo me sentía tan afortunada de que me hubiera elegido a mí como su mujer entre tantas, pero como todo cordero que se ve manso y tierno, un verdadero lobo monstruoso habitaba detrás de esa máscara.

Pensé tontamente que él me amaba, después de todo, era lo que me decía cada día en medio de mis súplicas, pero ahora comprendo que el que ama jamás te haría daño.

Una sonrisa agridulce se dibuja en mi rostro ante los recuerdos. Cada golpe y cada insulto son como un puñal en mi corazón, pero no más que las palabras que él me decía.

«Te lo tienes merecido por llevarme la contraria».

«Si dejaras de provocarme, no tendría que llegar a esto».

«Si me dieras un hijo, todo sería tan diferente, pero no sirves ni siquiera para engendrar».

«Eres una inservible».

Siempre me hizo ver cómo la culpable, y lo repetía tanto, que hasta me lo llegué a creer. Era una completa sumisa. Edward había doblegado mi voluntad por completo y yo siempre buscaba justificar sus malos tratos con promesas que a juro me trataba de convencer a mí misma.

Me quitó tanto, incluso ahora que está muerto me sigue robando la poca vida y paz que me queda. Aún permito que me siga controlando, porque aún, por más que me niegue a aceptarlo, aún le tengo miedo.

—Basta, Abby, él está muerto —me reprocho, dejando la taza de café a medio tomar sobre la encimera de la cocina. De repente se me quitaron las ganas de todo—. Está muerto y no volverá nunca más a lastimarme ni mucho menos a cohibirme.

Contemplo el campo y el cielo frente a mis ojos, respirando hondo y apartando de mi mente todos esos malos recuerdos que lo único que hacen es envenenar mi corazón, llenarlo de odio, pero también hacerme sentir miserable.

Decido que es suficiente pensar en el pasado y me dirijo a mi habitación para tomar una ducha refrescante y empezar con mi día. Hoy tengo mucho que hacer en el establo, así que no puedo seguir torturando mi mente con sucesos del pasado.

No tardo demasiado tiempo en el baño, si dentro de un par de minutos estaré hecha un desastre. Me pongo mis pantalones más viejos, unas botas vaqueras que me llegan hasta las rodillas y una blusa que no me permita transpirar tanto. Recojo mi cabello en una coleta a lo alto de mi cabeza y no me preocupo en lo más mínimo en usar maquillaje, no es necesario y tampoco es que me guste usarlo.

Una vez lista, me encamino hacia mis deberes, como siempre, acompañada de mis únicos y fieles compañeros: Nerón y Kansas, pero me doy cuenta al instante que Nerón no está por ningún lado, así que me detengo en medio del caminillo y echo un corto vistazo a mis alrededores.

—¿En dónde se metió tu hermano esta vez? —le pregunto a la Husky a mi lado, cual me mira como si me estuviera respondiendo que no tiene ni la menor idea dónde está—. Solo espero que no esté revolcándose en el lodo esta vez, porque juro que no lo dejaré entrar a la casa.

La semana pasada, el adorable Husky, se revolcó en el lodo e hizo un completo desastre en toda la casa. Pero lo peor fue cuando lo intentaba bañar; entre sus aullidos, dramas y desesperación por liberarse, el baño quedó hecho un desastre al igual que toda mi humanidad.

—¡Nerón! —lo llamo, pero no aparece—. ¿Dónde estás, amigo?

Antes de que pueda volver a llamarlo, sus ladridos resuenan a lo lejos del campo, haciéndome fruncir el ceño. Por lo general, ninguno de los dos perros se alejan demasiado si no están conmigo. Y tampoco les gusta salir a pasear por los alrededores ellos solos.

Kansas entra en alerta, como si intuyera que algo está mal y sale a correr en dirección a los ladridos.

Regreso rápidamente a la casa y busco mi arma antes de salir y seguir a Kansas. No me gusta tener que cargarla, se siente tan pesada y me trae tan malas sensaciones y recuerdos, pero aquí, en un lugar remoto, siempre se debe estar precavido. No hace falta que quieran entrar a robar.

Sigo a la Husky por todo el sembrado de maíz, casi perdiéndola de vista por las altas plantaciones, pero aún puedo seguirla ya que no ha dejado de ladrar al igual que Nerón.

No sé qué los tienen tan revueltos y ansiosos, por eso apresuro el paso para saber lo que está pasando, pero mis pies quedan congelados al llegar al final del campo y, entre las parcelas, ver un cuerpo tendido en un charco de sangre.

Hay un hombre en medio del campo, herido… y lo que creo yo, probablemente muerto por la cantidad de sangre que lo rodea y lo inmóvil que se encuentra.

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