6|Explosión

Han pasado varios días y aún, el que dice ser el presidente, no ha logrado contactarse con el supuesto jefe de seguridad, su secretario o algún miembro de su gabinete. Lo he visto frustrado y preocupado, la mayor parte del tiempo en silencio y envuelto en sus pensamientos, pero no dice nada y sigue insistiendo en comunicarse con alguna persona de La Casa Blanca.

Por mi parte, no le creo ni una sola palabra. Tendría que ser una ignorante y una estúpida —y mira que hace mucho dejé de serlo—, como para creer semejante barbaridad. Si fuera el presidente, este sería el último lugar en la tierra donde estuviese. Hay algo que está ocultando y deseo saber, pero algo me dice que no me deje arrastrar por esa curiosidad o me podría ir muy mal. Es mejor perder la vida que indagar en cosas que no me conciernen.

Prefiero no decirle nada con respecto a ese tema, pero a veces me resulta imposible no hacerle una que otra broma y, aunque me mira serio e indignado, algunas veces termina sonriendo. He de admitir que me gusta molestarlo más por el hecho de verlo sonreír, es tan atractivo y su sonrisa tiene un no sé qué que atrae en cuanto la esboza y me cautiva ipso facto.

Sé que no debo mirarlo con otros ojos, que no debo dejarme llevar por los deseos carnales, que está mal sentirme tan atraída, pero es que no sé qué me sucede últimamente. Lo veo y no puedo sacar de mi mente su cuerpo atlético y al desnudo, sus labios me tientan a contemplarlos cada vez que se mueven, su mirada gris tan profunda logra desestabilizar a mi corazón, y en sí, toda su presencia me enreda en una red de atracción que no comprendo y estoy empezando a creer que yo misma me inventé. No puedo siquiera cambiarle los apósitos sin que mi mente se llene de imágenes eróticas que me hacen enrojecer y calentar a más no poder.

Está mal lo que pienso y lo que estoy empezando a sentir, pero no sé cómo devolverme al cajón bajo llave donde estuve por tantos años encerrada. Hace mucho que no siento ese calor en mis piernas, ese latir frenético que lleva al éxtasis y a la locura. Años en los que ningunas manos, fuertes, grandes y ajenas a las mías no me tocan hasta hacerme explotar.

Enloquecí, eso es innegable.

Quiero creer que se trata al poco contacto que he tenido con las personas a lo largo de los años que me siento de esta manera tan desvergonzada. A veces no sé cómo tratarlo ni mucho menos cómo actuar. Me acostumbré tanto a la soledad y al silencio, que lo siento más como un intruso en mi vida que cualquier otra cosa, volteando mi rutina y robándome la paz.

Lo miro, está tomando jugo de fresa sin despegar la mirada del teléfono. Tiene el ceño fruncido y una tensión en los hombros que se distingue fácilmente por la forma en que los músculos de sus brazos se notan más grandes en esa camisa que tan ajustada le quedó. Debí comprar una talla más grande, pero, en mi defensa, desconocía sus medidas.

De nuevo siento mis mejillas calentarse y esa electricidad recorriendo todo mi ser, situándose debajo de mi vientre y haciendo que presione las piernas con fuerza. Increíble que ver un par de brazos grandes y venosos me calienten tanto, eso es una clara señal de lo mucho que mi cuerpo reciente la cercanía de un hombre y la falta de atención, aunque también me queda claro que estoy loca al sentirme de esa manera con un completo desconocido.

—¿Aún no logras contactar con… ellos? —pregunto, sin saber cómo más hacerlo y sin que piense que voy a bromear con él.

—No, y han pasado muchos días. Necesito volver cuanto antes a Washington —explica, soltando un suspiro—. Sé que es mucho pedir y me siento tan avergonzado de pedirte esto, pero ¿tendrías dinero que me prestes para comprar un boleto de avión? Te lo devolveré en cuanto pueda hacerlo.

—Sí te lo puedo prestar, pero no creo conveniente que te vayas así. Aún no puedes caminar bien, y si bien ya te ves mucho mejor que cuando te encontré, es mejor que guardes reposo por unos días más. Esa herida aún está abierta, no ha cerrado bien.

—Lo sé, pero no puedo quedarme aquí. Necesito regresar a La Casa Blanca. ¿Imaginas cómo está el país en este momento sin presidente? Todo debe ser una locura, pero claro, eso lo sabríamos si tuvieras un televisor... o si Eric al menos me tomara la llamada o devolvería mis mensajes.

Guardo silencio sin quitarle la mirada de encima. Se ve molesto, frustrado y que la situación lo fastidia a más no poder. Realmente se cree el presidente del país.

—Hay un televisor en el sótano, solo que es… antiguo. Demasiado antiguo —es lo que se me ocurre decir y levanta la cabeza de inmediato.

—¿Y funciona?

—No lo sé —me encoje de hombros—. Te digo que no me gusta mirar televisión, por lo que no he hecho el intento de subirlo y darle uso.

—¿Por qué no lo dijiste antes? Guíame al sótano, quizá tenga suerte y funcione.

—De acuerdo.

Nos levantamos y lo guio al sótano. Cuando adquirí la casa, habían demasiadas cosas en el sótano que pertenecían a su antiguo dueño, y como es un lugar bastante grande, no quise mover nada por física flojera, y con el paso del tiempo todo quedó ahí. Es más, ni siquiera volví a entrar al sótano desde ese primer día en que todo lo que había allí me apabulló.

Era de esperarse que la luz no sirva y que el polvo sea dueño de cada espacio del sótano. Jack enciende la linterna del teléfono y alumbra los escalones mientras bajamos con mucho precaución, un mal paso y podríamos caer. La madera es tan vieja que cruje bajo nuestros pies con cada pisada. El olor a polvo y guardado prevalece y me hace estornudar varias veces.

—¿Es que nunca le has hecho limpieza a este lugar? —dice, apartando de su camino una gran telaraña.

—La verdad es que no —confieso, sin pizca de vergüenza—. Una sola vez bajé y se me hizo fácil mantenerlo cerrado.

—Huele horrible —se queja, llegando al final de la escalera y apartando la luz de mi vista, por lo que termino resbalando los dos últimos escalones, pero él es más rápido y me alcanza a sujetar antes de que toque el suelo—. Lo siento.

Su cuerpo está pegado al mío, su rostro muy cerca, puedo sentir su aliento cálido en mi mejilla y escuchar su respiración con claridad. Sus manos se aferran a mi cintura con firmeza, manteniéndome en un agarre seguro que me hace temblar.

Soy incapaz de hablar, mi corazón se acelera y el calor me invade en cuestión de segundos. El roce de nuestros cuerpos está siendo mortal para mi locura mientras él luce como si nada, pero es que esta cercanía no debería afectarme, aún así, lo hace, y aquello me desconcierta tanto que no me permite pensar ni moverme.

La poca luz que hay hace que sus ojos grises se vean oscuros y sombras bailen en su rostro. Teniéndolo así de cerca puedo darme cuenta que su atractivo es inmenso, no solo físicamente, sino de una manera que va más allá de lo que se aprecia. Es como si él fuera un imán de atracción y tentación y yo fuera la contraparte que desea unirse desesperadamente a él.

 

Me veo tentada a mirar sus labios, esos labios entreabiertos y carnosos que se ven tan apetecibles.

Trago duro.

¿Qué me pasa? Parezco desesperada, como si nunca en la vida me hubiera tocado un hombre, aunque a estas alturas, Edward no puede catalogarse como uno, no cuando él solo buscaba su placer y satisfacción y yo nunca pude sentirme mujer en sus brazos.

Pero ahora, una simple cercanía me tiene tan afectada y con el corazón a punto de un colapso.

—¿Estás bien? —inquiere. Asiento, embelesada con su cercanía y su calor—. Bien, porque debo decir que me estás presionando justo en la herida… y debo confesar que duele como la m****a.

—¡L-lo siento mucho! —me alejo de golpe, avergonzada y acalorada a partes iguales, y empujándolo lo más lejos de mí.

—Si no me mató la explosión y todos esos disparos, lo harás tú.

—Perdóname, no me di cuenta que te estaba presionando justo ahí, pero es tu culpa. Tú dejaste de alumbrar y casi me caigo.

Resopla, tomando una larga bocanada de aire.

—¿Dónde está el televisor? —masculla, molesto.

Lo señalo y guardo silencio mientras se acerca y su expresión es de completa molestia y frustración. El televisor es demasiado viejo —de esos que la imagen eran a blanco y negro—, está lleno de polvo y, seguramente, no debe funcionar.

—No te preocupes, quizá en el pueblo encuentre un televisor para que puedas ver lo que está pasando en el país, ya sabes, con eso de que el presidente no está presente y…

Su mirada me hace callar de inmediato.

—¿Crees que esta situación es graciosa? ¿Te causa mucha risa? No tienes ni idea de todos los compromisos que he perdido en estos pocos días y de la magnitud del problema. Soy el presidente de una nación, y ahora estoy aquí; herido, en algún pueblo del país y sin que mi gente sepa de mí, con una huraña que no tiene ni la menor idea de dónde vive. Quizá sea un juego para ti porque no te interesa nada más que tus perros, pero yo estoy al frente de un país entero, soy quién guía a todo un pueblo y no puedo darme el lujo de quedarme de brazos cruzados escuchando los sarcásticos comentarios de una solitaria mujer cuando mi país debe estar desmoronándose en mi ausencia. ¡Tú no entiendes ni sabes nada! ¡No sabes todo el sacrificio que hice para llegar donde estoy, como para que te vengas a burlar en mi propia cara! ¡Eres una completa ignorante que incluso desconoce algo tan simple como quién es el presidente de su propio país!

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