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4|¿Quién eres?

Luego de darle la sopa que le preparé, dejo que el hombre descanse y recobre un poco más de energía.

Antes de ir a mi habitación, me aseguro que esté bien, que no esté sangrando o prendido en fiebre. Pero en aspecto se ve mucho mejor y su piel ya no se siente tan caliente cuando la toco.

Cansada, me dirijo hacia mi habitación y me doy un baño largo y tibio que me quite todo el estrés del día. Hace mucho que no me preocupo por nada más que no sea cultivar maíz y cuidar de mis animales. En realidad, hace mucho que no tenía un contacto tan prolongado con otra persona.

Desde ese día… desde la cárcel… Sacudo la cabeza, no es momento para dejarme llevar por esos malos recuerdos.

Hoy soy libre, tengo lo que quiero y me siento bien estando aquí, lejos del mundo entero.

Salgo envuelta en una toalla y Kansas y Nerón me dan la bienvenida ocupando toda la cama. Sonrío, una sonrisa genuina y real, después de todo, mis perros lo son todo para mí. Ellos son la compañía que necesito, me hacen tan feliz y hacen que mis días sean mejores.

—¿Y dónde se supone que duerma yo? —les pregunto, seria, y ambos se quedan mirándome fijamente—. Esa es mi cama, no la de ustedes.

En respuesta, se dan vuelta y se acuestan por completo en la cama. Quisiera decir algo, pero una risa brota de mis labios al verlos. Ellos son toda mi felicidad, todo lo que necesito para estar bien y ser feliz.

Me pongo mi pijama y me hago espacio en la enorme cama. Kansas se recuesta en mis piernas como cada noche y Nerón se tiende a mi lado, apoyando una de sus patitas sobre mi brazo.

¿Cómo no amarlos si son la cosa más tierna de mi vida?

—Los dejaré quedar solo por esta noche —repito como desde el primer día que llegaron a darle luz a mi soledad, esbozando una sonrisa y sintiéndome cálida entre ellos—. No se acostumbren mucho.

Cierro los ojos y no tardo en quedarme dormida debido al cansancio físico y mental que acumulé en todo el día.

Despierto de golpe y asustada al escuchar los ladridos de mis perros. Me levanto con rapidez y los encuentro en el pasillo, ladrándole al desconocido que se encuentra de pie sosteniéndose de la pared con todo el cuerpo mojado… y desnudo.

Me paralizo, no soy capaz de hablar, moverme, taparme los ojos o darme la vuelta. El hombre ante mí es eso: un hombre, y no sé en qué estaba pensando cuando decidí darle mi ayuda.

Es un hombre muy alto, aún si está algo encogido, su altura sobrepasa la mía por varias cabezas. Su cabello húmedo está adherido a su frente, goteando agua por todo su rostro y cuello, creando un caminillo por todo su pecho y se pierde hasta más abajo. Hasta ahora me doy cuenta de que es musculoso, no en exceso, pero sus pectorales se ven bien definidos y sus brazos bien grandes, anchos, fuertes.

No quiero mirar más allá, realmente no quiero hacerlo, pero la curiosidad me traiciona y termino dándole una mirada completa a toda su humanidad.

Dios mío… qué grande, atlético y fuerte…

Siento que mi respiración se acelera junto con mi corazón de manera estrepitosa. El calor me invade de pies a cabeza y, aunque soy consciente de que debo parecer una completa depravada para él —y no lo culpo—, no puedo apartar la mirada de aquel hombre.

Una parte de mí, esa humana y que siente, la cual no ha contemplado un hombre desnudo hace años, es la que está actuando por mí.

No debo mirarlo, pero es imposible no hacerlo. Cualquier parte de su cuerpo es llamativa, atractiva tentadora, y hace que no quieras ni puedas apartar la vista. Quizás sean sus músculos, el tono casi bronceado de su piel, lo fuerte y firme que se ve, la V marcada, que no tiene ni un solo vello corporal…

Reacciono cuando lo escucho carraspear. Me da tanta vergüenza levantar la cabeza y mirarlo a los ojos, si es que no fui ni un poco disimulada y lo detallé por completo.

Pero, también, cómo se le ocurre andar en esas fechas en casa ajena. Eso debería considerarse inaudito y un gran delito.

—Estaba buscando toallas, pero no encontré. Te busqué, pero te vi durmiendo y no quise despertarte, así que… bueno, necesitaba ducharme, solo que tal parece que asusté a tus perros y la idea era llegar de nuevo a la habitación sin que nadie me viera —dice con calma, como si no estuviera desnudo frente a mí y la situación no fuese bochornosa.

Trato de decir algo, pero salen apenas unos balbuceos de mis labios. Debo tener la cara roja, y no es para menos, si el hombre frente a mí se encuentra completamente desnudo, y para hacer la situación más vergonzosa, no fui nada decente y casi que me lo como con la mirada.

Pero es que no todos los días se ven hombres como él… así como los recetan los doctores.

—Gracias por tu ayuda, en realidad agradezco que no me hayas dejado morir.

—Eh… este… hum —por fin vuelvo en mí y me doy la vuelta, sintiendo que la cara me arde a más no poder. ¿Tendré fiebre? Por Dios, qué vergüenza—. Te traeré una toalla limpia… sí, eso…

Salgo como alma que lleva al diablo hacia mi habitación y me encierro, apoyando la espalda de la puerta con los ojos cerrados y aún con el calor en mis mejillas, tratando de borrar de mi mente lo que acabo de ver, pero a quién quiero engañar, nunca podré olvidar el cuerpo de ese hombre.

Una vez más tranquila y la vergüenza se ha ido un poco de mi rostro, voy a su habitación con una toalla y algunas cosas que quizás necesite para su uso personal. Toco la puerta, no soy capaz de entrar a sabiendas de que está desnudo. La abre tan solo un poco, así que le entrego todo con suma urgencia y le hago saber que haré el desayuno antes de huir.

—Una mañana diferente —susurro, preparando mi café y viendo que ya es de día y que me perdí el primer amanecer desde que vivo aquí.

Cocino para los dos y me debato por un momento si llevarle el desayuno o esperar a que baje, pero recuerdo que está herido y que no debe hacer muchos esfuerzos.

Suspiro y, con bandeja en mano, encuentro la valentía para ir a la habitación. La vergüenza aún está teñida en mis mejillas y es más por el hecho de que no he olvidado la imagen que me recibió tan pronto como me levanté.

Golpeo la puerta con suavidad antes de entrar, dándole tiempo para que me diga que no está en condiciones, pero escucho un «siga» que me alienta a entrar.

Está acostado en la cama, el pecho descubierto y las sábanas enrolladas en las caderas cubriendo sus piernas.

¿Qué esperaba ver? ¿Qué siguiera mostrándose desnudo ante mí?

—¿Cómo te sientes? —pregunto, alejando mis pensamientos y la imagen de su desnudez de mi mente.

—Mucho mejor gracias a ti —me da una sonrisa genuina y llena de agradecimiento—. Una vez más, gracias por ayudarme y no dejarme morir.

—No tienes que agradecer —pongo la bandeja en la mesita de noche y estiro la mano para tocar su frente. Su piel es cálida y suave—. Ya no tienes fiebre.

—Las medicinas que me diste fueron de gran ayuda. Por cierto, sé que me dijiste que no tenías teléfono, pero realmente necesito comunicarme con mi jefe de seguridad. ¿Cabe la posibilidad de que puedas conseguir uno?

—Mmm, tendría que ir hasta el pueblo para comprar uno.

Me mira de nuevo como si quisiera ver más allá de mí, como si buscara algo en particular.

—¿Podrías comprarlo? En cuanto pueda te devolveré el dinero.

Qué difícil petición me está haciendo. Si supiera lo que detesto ir al pueblo.

—Está bien… —accedo, después de todo, tiene que comunicarse con su familia.

—Gracias —agarra  la bandeja y empieza a comer con lentitud—. ¿Han dicho algo en los noticieros?

—Este… no tengo televisor.

—¿En serio? —asiento, su cara es un poema y me hace reír—. ¿Quién eres y por qué no tienes teléfono o por lo menos un televisor?

—No me gustan, además de que con todo el trabajo que tengo aquí, no tendría tiempo ni de ver televisión.

La incredulidad brilla en su rostro.

—¿Sabes quién soy? —inquiere.

Ladeo la cabeza, curiosa por esa pregunta.

—¿Debería saberlo? —respondo—. No, no tengo ni la más remota idea de quién eres, así que espero que seas un buen hombre y no alguien peligroso que me pueda traer problemas.

Una risa seca se le escapa, pero no es nada graciosa. Se queja, haciendo una mueca de dolor y sin quitarme el ojo de encima. Me mira como si fuera un espécimen de otro planeta.

—Simplemente genial —murmura, resoplando y dejando caer los hombros—. Deberías salir más a menudo al mundo, así sabrías qué desconocidos recibes en casa.

—¿Quién eres? ¿Debería preocuparme de algo?

—Santo Dios, ¿a dónde vine a parar? —gime y me mira como si no pudiera creer lo que le estoy preguntando.

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