3| Libre por una noche

El silencio del amanecer me envuelve cuando deslizo las sábanas con cuidado y bajo los pies al suelo alfombrado.

El aire de la habitación es cálido, pero mi piel desnuda se eriza al contacto. No por frío. No realmente. Es la sensación residual de lo que pasó aquí. De lo que hice.

Busco mis tacones junto a la cama, con movimientos lentos, evitando cualquier ruido innecesario. No porque me arrepienta. Tampoco es que quiera huir. Simplemente… porque ya no hay nada más que hacer aquí.

Ajusto el tirante de mi vestido mientras me levanto. El satén negro está arrugado y sube demasiado en mis muslos, recordándome cómo me lo arrancó anoche con una mezcla perfecta de desesperación y control.

Doy un paso hacia la puerta cuando escucho su voz.

—¿Ya te vas? —pregunta con la voz ronca.

Me congelo. Y no es la idea de que me haya descubierto, es ese tono tan tranquilo, como si hubiera estado esperando que lo hiciera.

Me giro lentamente, encontrándome con su mirada. Está recostado contra el cabecero, con el torso desnudo y el cabello oscuro revuelto de una forma que no debería ser tan atractiva.

Verlo a luz del día sin ese antifaz, me hace apreciar bien su rostro. No hay suavidad en sus facciones. Es un hombre hecho de ángulos duros. Debe rondar en los cuarenta. Y esa mirada, que me hace querer regresar a esa cama…

—No hay razón para quedarme —respondo, manteniendo la voz firme.

Sus labios se curvan apenas en algo que no llega a ser una sonrisa. Más bien, es un reconocimiento silencioso. Como si supiera que esto no significó nada más allá de la noche.

Y, aun así, no aparta los ojos de mí.

—Te llevaré —espeta comenzando a levantarse.

—No es necesario —lo detengo.

Me acerco a la puerta sin esperar respuesta. Porque si me quedo un segundo más, podría empezar a preguntarme qué pasaría si aceptara.

Y no puedo permitírmelo.

—Como quieras. Leoncita —suelta, llamándome de la misma forma que lo hizo en toda la noche.

Su voz me alcanza justo cuando mi mano toca la manija. Un escalofrío me recorre la columna al escuchar aquel apodo en su boca. Entonces abandono la habitación con la espalda erguida y sin voltear a verlo.

***

El agua caliente golpea mi piel con fuerza cuando me meto a la ducha en mi habitación. Debería relajarme. Debería borrar la tensión que me recorre el cuerpo desde que crucé esa puerta.

Pero no lo hace.

Cierro los ojos y todo vuelve en oleadas. Su boca en mi cuello. Sus manos firmes sosteniéndome como si no pensara dejarme escapar. El modo en que me deshizo, lenta y deliberadamente, como si cada toque estuviera calculado para romperme de una forma que de verdad disfruté como nunca.

Y lo peor es que lo consiguió.

Nunca me he considerado alguien fácil de doblegar. He crecido rodeada de hombres poderosos que creen tener el control de todo, pero anoche… anoche fue diferente.

Él no pidió permiso. No dudó. Simplemente tomó lo que quiso. Y yo lo dejé.

No. Yo también lo quise.

El agua resbala por mi cuerpo, pero no borra las marcas que dejó en mi piel. Marcas que no debería desear conservar.

Abro los ojos y me inclino hacia adelante para cerrar la llave. El vapor llena el baño, envolviéndome en una calidez sofocante. Me acerco al espejo empañado y deslizo la mano para limpiarlo.

La imagen que me devuelve no es la de una heredera perfecta. Es la de una mujer que acaba de pasar la noche perdiendo el control de la única manera en que podía permitírselo.

Me inclino un poco más, inspeccionando los moretones tenues que adornan mis clavículas, la curva de mis muslos, la línea de mi cintura. Cada uno es una prueba de cómo me tomó. De cómo lo dejé hacerlo.

Agarro el estuche de maquillaje con manos firmes. No porque me avergüence, sino porque no puedo permitir que nadie lo vea.

Tal como mi padre me avisó. Hoy se lleva a cabo mi compromiso. Y una de las empleadas se encargó de dejar en mi habitación la tarjeta con el lugar donde se llevará a cabo la celebración.

Cada movimiento es calculado mientras cubro las marcas que son visibles en mi cuerpo. Base, corrector, polvo. Hasta que mi piel vuelve a lucir impecable. Hasta que todo lo que pasó anoche queda sepultado bajo una máscara perfecta.

Cuando termino, tomo el vestido que elegí para hoy. Rojo. Ajustado. Impecable. Porque si voy a conocer al hombre con quien mi padre ha decidido que me case, no lo haré luciendo como una mujer quebrada.

Me visto lentamente, asegurándome de que cada pliegue caiga en su lugar. Y cuando me miro por última vez en el espejo, lo único que queda es la imagen que todos esperan de mí. Arielle Valmont. Perfecta. Intocable.

La limusina me espera en la entrada cuando salgo de la mansión Valmont. El cielo está claro, sin rastros de la noche anterior, como si el universo decidiera borrar la evidencia de mi pequeña rebelión.

Cuando me siento en el asiento trasero, reviso mi teléfono. Un mensaje de mi padre me espera.

"Llega puntual."

—Por supuesto que lo haré. No me queda otra opción —murmuro para mí misma.

Respiro hondo, permitiendo que la máscara se asiente completamente antes de que el auto arranque. Porque hoy, más que nunca, necesito que nadie vea las grietas.

Y sobre todo… que nadie sepa que, por una noche, fui libre.

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