Capítulo 4

David se despertó poco antes de que saliera el sol. Hacía tiempo que no dormía tan profundamente. Se levantó y se dirigió al baño, donde se lavó la cara y se cepilló los dientes. A los pocos minutos bajó a la sala y encontró a John sentado frente a la ventana con la escopeta descansando sobre sus muslos. Éste le hizo señas de que hiciera silencio y le invitó a mirar con él a través de los cristales. David divisó inmediatamente a un hombre parado al final de la calle y en la esquina, al parecer esperando algo o alguien.

―Llegó hace unos veinte minutos ―dijo John―. No ha hecho nada más.

David le miró, intrigado.

―¿Y por qué le parece sospechoso eso?

―No terminaste de escuchar la conversación de anoche, hijo, y no sabes que mi amigo y su hijo corren peligro.

―¿Peligro? Yo solo escuché algo relacionado con un encargo y un ADN. A menos que tenga algo que ver con la mafia o algo por el estilo...

―Es peor. Solo te puedo decir que el niño no es hijo de mi amigo. Es un clon, creado por él.

David hizo un esfuerzo por comprender. John pudo ver en su cara que estaba confundido.

―¿Un clon? ―preguntó finalmente―. Pensaba que esa cosa no podía hacerse. ¿Un clon de quién? ¿De él mismo?

―Un clon de Jesús.

David se apartó un poco de su lado, sorprendido.

―No puede ser... No es posible. ¿Está seguro? ¿No será que su amigo lo engaña?

―Sé que suena a algo imposible, hijo, pero conozco a Julius hace muchos años, y no tengo razones para dudar de cada palabra que me ha dicho.

―¿Y está dispuesto a arriesgar su vida por él, y el niño?

John miró a David. De inmediato y por su mirada éste se dio cuenta que aquel estaba dispuesto a ello.

―Así no sea verdad que ese niño es un clon de Jesús, es de todas formas un niño ―dijo John―, y ningún niño merece que le pasen cosas malas, ¿no crees?

David le siguió mirando por unos segundos. Por su mente pasaban un sinfín de preguntas. De repente recordó la cara del niño cuando lo miró sentado a la mesa la noche anterior. No se había dado cuenta hasta ese momento, pero una extraña sensación recorrió su cuerpo cuando lo miró a los ojos, y no le prestó atención. Ahora esa sensación estaba volviendo, y tomó una decisión.

―¿Tiene alguna otra arma en casa? ―le preguntó.

John sonrió levemente, haciendo un gesto negativo con la cabeza. David subió rápidamente a la habitación, tomó su bolso y sacó un cuchillo de comando, lo único que le había quedado de su servicio en las Fuerzas Especiales. Divisó en el fondo del bolso un sobre blanco y lo miró por unos segundos, lo tomó, lo dobló y lo guardó en uno de los bolsillos traseros de su pantalón, bajó de nuevo y se ubicó otra vez junto a John. A los pocos minutos éste dijo, sin quitar la vista de la calle y de aquel sujeto en la esquina:

―Cuando nos enteramos que Robert había muerto en acción me pregunté: ¿por qué él? ¿Por qué nuestro Robert? Él no estaba hecho para ser militar; desde pequeño siempre había sido frágil y enfermizo, y me lo imaginaba como uno de esos tipos que en vez de usar las manos y el cuerpo usaba su cabeza para defenderse en la vida y trabajar. Me lo imaginaba en Wall Street o como un eminente científico o profesor en una institución de prestigio. Nos tomó por sorpresa su decisión de hacer carrera militar sin siquiera contemplar la posibilidad de ir a una universidad y estudiar algo más productivo. Es curioso como muchos muchachos quieren cursar estudios universitarios y no tienen los recursos para ello. Robert siempre nos tuvo a nosotros y la posibilidad de hacerlo, pero ni siquiera lo pensó. Quizá creyó que el servicio militar le ayudaría a formar el carácter, y cuando terminara su servicio se dedicaría a estudiar. Eso es algo que jamás sabremos.

En parte conmovido, David estaba a punto de poner una mano sobre el hombro de John, cuando escucharon un fuerte golpe tras ellos. La puerta de la cocina había sido abierta violentamente y tres hombres jóvenes entraron rápidamente y se dirigieron hacia ellos, apuntándoles con revólveres y sin darles tiempo de reaccionar. El que iba al frente les ordenó levantar las manos. Ambos obedecieron.

―¿Dónde están? ―les preguntó.

―¿Quiénes? ―preguntó a su vez John.

― ¡Vamos, viejo, no te hagas el listo! ¿O acaso esa escopeta es para cazar ratas?

―Precisamente, pero me tomaron por sorpresa.

El hombre le quitó la escopeta y lo golpeó en la mejilla con la culata de la misma. John se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero David lo sujetó. El hombre les apuntó de nuevo.

―Tranquilo, amigo ―le dijo a David―. Sólo queremos al niño y al doctor Hansen. Ustedes no son importantes, pero igual no podemos dejar testigos.

Les hizo una seña a los que lo acompañaban y ambos subieron. El hombre que estaba parado en la acera de enfrente entró también. Era un hombre alto, entrado en los cincuenta y canoso. A diferencia de los otros, éste llevaba traje y sobretodo. Les miró de manera despectiva.

―Disculpen la violenta irrupción ―les dijo, hablando pausadamente―, pero no hemos dormido casi y mis muchachos quieren terminar pronto con el trabajo asignado. El doctor Hansen nos tomó algo de ventaja, pero igual sabía que tarde o temprano lo encontraríamos.

―¿Quiénes son ustedes? ―preguntó John, en la mejilla se le había abierto una herida producto del golpe, de la cual manaba un hilillo de sangre.

El hombre permaneció frente a ellos en silencio y sin moverse por unos cuantos segundos. En el piso de arriba se escuchaban voces y pisadas fuertes, y David y John escucharon la voz de Margaret pidiendo que los dejaran en paz.

―Como pronto van a estar muertos, se los diré: mi nombre es Thomas Robertson, y estoy aquí para reclamar el «encargo» que le hiciera La Segunda Venida al doctor Hansen, y que les fue robado por él.

― ¿Una hermandad que está armada y es capaz de asesinar personas? ―preguntó John―. Buena forma de mostrar religiosidad.

―Eso es porque no somos esa hermandad ―dijo Thomas―. Nuestro grupo no tiene nada que ver con su Dios ni con esa hermandad. Más bien le rendimos culto a nuestro señor Lucifer, y tengo que reconocer que no nos cayó bien la noticia de que pudiera haber en el mundo otro Jesús, así sea clonado. Mi misión era eliminarlo, pero como siento curiosidad,  he decidido más bien llevarlo a nuestra casa para ver si de verdad pudiera ser el clon de Él. El problema es que hay demasiada gente involucrada ahora, y me alegro de haber llegado a ustedes antes que La Segunda Venida y Los Bienaventurados, que es otro grupo muy interesado en encontrarlos.

Los que estaban arriba bajaron con Hansen, Joseph y Margaret, el doctor abrazaba al niño fuertemente contra él. Thomas se les acercó. Miró al doctor Hansen por unos segundos.

―Un placer conocerlo, doctor Hansen, es un hombre arriesgado ―le dijo, luego miró al niño con atención. Éste le miraba con rostro sereno, a pesar del revuelo no se veía asustado.

―Hola… ―le dijo, haciendo un esfuerzo por recordar―. ¿Cuál fue el nombre que el doctor te puso…? ¡Ah! Joseph, ¿no? Tengo que reconocer que el doctor es un hombre admirable, además de arriesgado.

Joseph le seguía mirando fijamente a los ojos. A los pocos segundos Thomas sintió un leve escalofrío que le recorrió la columna vertebral, que los otros no notaron. Joseph quitó uno de los brazos del doctor Hansen que lo aferraban con firmeza y dio un paso adelante, mirándolo todavía a los ojos.

―Usted es un hombre oscuro ―le dijo Joseph―, y es malo, pero pronto esa oscuridad se irá, y se lo llevará con ella.

Thomas dio un paso hacia atrás, y esta vez no pudo disimular el miedo que le invadió. El resto de sus acompañantes estaban confundidos y contrariados, por primera vez veían flaquear ante un niño a aquel hombre en apariencia firme, ecuánime y determinado, y uno de ellos le preguntó qué hacían ahora. Thomas iba a decir algo pero el estruendo de un disparo y vidrios rotos le hizo parpadear, y vio como el que le había hecho la pregunta caía al piso con parte del interior de su cabeza expuesta. A continuación se escucharon más detonaciones y más vidrios rotos. Los otros dos hombres comenzaron a disparar con dirección a la ventana de la sala, que era por donde los estaban atacando. David tomó por los brazos al doctor Hansen y al niño y les dijo que se tiraran al piso, Margaret y John también lo hicieron. Una bala había rozado el brazo derecho de Thomas y lo hizo retroceder, mientras que un segundo hombre de los que lo acompañaban caía al piso también con dos disparos en el pecho. David corrió agachado hasta la sala, evitando que le vieran los que estaban en la ventana, y sacó su cuchillo de caza de comando. En un instante vio cómo tras él también corrieron los demás, mientras Thomas se retiraba hasta la puerta trasera con el hombre que le quedaba, disparando aún, pero a éste no le dio tiempo de llegar a la misma, ya que una bala le alcanzó en el pómulo derecho. Thomas había salido. Los disparos cesaron, y David les hizo una seña a Hansen y los demás para que se quedaran callados. Se ubicó al lado de la puerta principal, esperando. A los pocos segundos ésta se abríó violentamente y entró un hombre con una pistola en la mano. David salió a su encuentro y lo tomó por detrás, una mano sujetando el brazo armado, y la otra hundiendo el cuchillo en el cuello. Margaret lanzó un breve grito de horror y bajó la mirada. El doctor Hansen abrazaba y tapaba los ojos de Joseph. Un segundo hombre entró también y David, volteando rápidamente usó al primero como escudo, el cual recibió cuatro balazos en el pecho. David le aventó al cuerpo ya inerte de aquel desafortunado e hizo que ambos cayeran al piso, tras lo cual aprovechó y rápidamente se les ubicó encima, poniendo su pie izquierdo sobre el brazo armado del segundo sujeto, y la rodilla derecha sobre el brazo izquierdo, éste hizo dos disparos más antes que David le quitara el arma, y con ella le apuntó a la cabeza.

―Vaya a ver si los otros se fueron, John ―le ordenó a aquel, sin dejar de mirar al sujeto en el piso con el muerto encima―. Tome su escopeta y tenga cuidado.

John se levantó de inmediato y en la cocina buscó su escopeta, la cual estaba al lado de uno de los cadáveres. Con cuidado se asomó por la puerta trasera y tras comprobar que no había nadie cerca, volvió adentro, ubicándose al lado de David.

―Se fueron ―dijo―. Pero de seguro volverán si se quedan aquí.

El doctor Hansen, Margaret y Joseph se levantaron también. Hansen le entregó al niño a Margaret y se paró al lado de David y John.

―¿Quiénes son? ―le preguntó David al sujeto en el piso―. ¿Hay más de ustedes cerca?

El hombre sonrió levemente, y no dijo nada. David se levantó y le disparó en el brazo, al lado de su pie. El hombre lanzó un grito de dolor. En las ventanas de algunas casas vecinas se veían rostros curiosos escudriñando la calle, alarmados por la balacera.

―Dime,  ¿quiénes son? ―volvió a preguntar David.

―Bienaventurados…―dijo el hombre, con un gesto de dolor en el rostro―. Y no podrán escapar… Somos suficientes para encontrarlos a donde vayan… Es inevitable.

A lo lejos comenzaron a escucharse sonidos de sirenas. David limpió su cuchillo en la camisa del muerto y lo guardó en su cinturón.

― ¿Están todos bien? ―les preguntó. Todos asintieron.

―Va a ser difícil explicar todo esto a la policía ―dijo John.

―Hay que tomar el riesgo ―dijo David―. Tal vez la policía nos ayude.

El doctor Hansen miró a Joseph, luego tomó a John y a David por los brazos, acercándolos a él.

―Si se enteran que Joseph no es mi hijo me lo quitarán ―les dijo en voz muy baja para que el niño no escuchara―. Eso sin mencionar lo que sucedería si saben que es… lo que es.

John y David se miraron.

―Agarren mi auto y váyanse ―dijo John, sacando unas llaves del bolsillo de su pantalón y entregándoselas a David―. Es ese Charger plateado de ahí. Ya veré qué le digo a la policía. Recuerda ir a donde te dije, Julius. Ellos te ayudarán.

―Me parece bien ―dijo Hansen―. ¡Gracias, John!

Hansen subió las escaleras a toda prisa y a los pocos segundos bajaba con su maleta y el morral de Joseph. David le pidió que bajara su bolso también y así lo hizo. Hansen se puso la chaqueta de su traje, y dentro de uno de los bolsillos puso el sobre manila doblado. De nuevo en la sala abrazó a su viejo amigo, luego a Margaret y salió con Joseph por la puerta principal, rumbo al Charger. Las sirenas se escuchaban ya más cerca. David iba a salir también, cuando escuchó al sujeto en el piso reírse. Volteó a verlo. Aquel le miró, mientras le decía:

―No van a poder escapar. Tenemos gente en todas partes. En la policía, en los aeropuertos…

David se dirigió a la puerta, y antes de salir, recordó algo. Regresó donde John, sacó un sobre de su bolsillo y se lo entregó.

―Es de Robert. Me hizo prometerle que se la traería en caso de que él no regresara.

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