Los amigos de John tenían un pequeño negocio de antigüedades en la esquina de las calles Delancey con Allen en Manhattan. No les costó conseguir la dirección, ya que quedaba cerca del puente Williamsburg, por el cual habían ingresado al distrito. A esa hora ya estaba abierta la tienda y el doctor Hansen pidió a David que esperara en el carro junto a Joseph, que ya se había despertado. Entró y de inmediato un hombre como de unos setenta años le salió a su encuentro con una amplia sonrisa. Al fondo, y tras un mostrador, una mujer también mayor estaba cerca de la caja registradora. Del otro lado de la tienda, una mujer obesa observaba con detenimiento una figura de porcelana que parecía un caballo.
―¿En qué puedo ayudarle, amigo? ―preguntó el hombre con voz suave―. Tenemos muchos artículos antiguos e interesantes. Muchos tienen una historia particular, si gusta seguirme le quisiera mostrar…
―Vengo de parte del doctor John Moses ―le interrumpió Hansen―. Necesito de su ayuda.
El hombre, que se había dado la vuelta pensando que su cliente le seguiría, volteó nuevamente a verle, extrañado.
―Tenemos muchos años que no vemos al doctor Moses ―dijo el anciano al cabo de una pausa, y volvió a sonreír―. ¿Cómo está él?
―Mire, estoy por acá porque necesito de su ayuda. El doctor Moses me dijo que ustedes pudieran ayudarme porque tienen familia en Sudamérica. Necesito salir del país.
El anciano le volvió a mirar extrañado. Pasó una mano temblorosa por su cabeza, como peinando el escaso cabello grisáceo que le quedaba.
―Sí, es cierto ―le dijo―. Nuestra hija vive en Argentina con su esposo e hijo desde hace algunos años. Si John Moses lo envió conmigo es porque debe ser algo serio.
―Me dijo que le recordara lo que hizo por su prima Debbie.
Esta vez el viejo pareció reflexionar, entrecerrando los ojos. De inmediato le hizo señas para que lo siguiera. Hansen caminó detrás de él y llegaron hasta donde se encontraba la anciana, quién le brindó también una amplia sonrisa.
―Necesito hablar con este caballero en la parte de atrás ―le dijo el anciano. La mujer asintió, y tras hacerle otra seña a Hansen para que lo siguiera, éste lo condujo hasta una puerta escondida tras una cortina, el viejo la abrió y entraron a lo que parecía una especie de oficina, con un computador sobre un escritorio en medio de la misma, un teléfono, y otras cosas como libretas, portalápices y documentos varios. Hansen observó todo por unos segundos, mientras el hombre se sentaba tras el escritorio. Le señaló una silla y le pidió que se sentara.
―¿Cómo puedo ayudarle?
Afuera, Joseph observaba a las personas en la calle en silencio. David le miraba por el retrovisor. En su mente aún no asimilaba la idea de que aquel niño era un clon de Jesús de Nazaret. Le veía como cualquier otro niño, sin nada especial, aunque sí con un poco de curiosidad. Pensaba que si en verdad tenía el cuerpo de Jesús sería capaz entonces de hacer milagros como los que Él hacía en su tiempo, pero de inmediato desechó la idea, ya que aún no tendría la suficiente madurez para entender su condición, ni mucho menos de lo que sería capaz de hacer si se lo propusiera. De alguna manera seguía sintiendo curiosidad, y por primera vez desde que dejó las Fuerzas Especiales sintió ganas de acercarse a alguien, así fuera aquel pequeño niño al cual le había salvado la vida hacía poco. Hizo un esfuerzo para hablarle.
―¿Cómo te sientes, amigo? ―le preguntó, y de inmediato pensó que no era la mejor manera de comenzar una conversación con un niño.
Joseph volteó a mirarle. David volteó para verlo también directamente, y se encontró con sus grandes ojos marrones. Eran realmente hermosos, pensó, y de inmediato le invadió de nuevo aquella sensación extraña.
―Estoy bien ―le dijo―. Aunque tengo hambre.
La sensación abandonó el cuerpo de David, y se sintió bien de nuevo.
―Yo también. En cuanto llegue el doctor iremos a comer algo. ¿Te parece?
Joseph asintió. David también comenzó a mirar a las personas en la calle, pensando.
―Lamento mucho lo que viste en la casa del amigo de tu padre. Esas cosas no las deberían ver los niños.
Joseph bajó la mirada.
―Papá dice que los cuchillos y las armas de fuego son malos.
―Y tiene razón. No debes nunca tomar un arma de fuego. Los cuchillos son más seguros si sabes cómo usarlos.
De repente Joseph volteó de nuevo a ver la calle a su izquierda. En la acera un hombre vestido de traje y corbata pasaba viendo la primera plana del New York Times y de repente se detuvo, la vista dejó de ver el periódico y se fijó en el piso. David buscó con la mirada lo que veía Joseph y observó al sujeto, inmóvil. Poco a poco el hombre volteó a ver hacia ellos y su mirada esta vez encontró la de Joseph, quién poco a poco se fue acercando a la ventanilla, puso su mano izquierda en el vidrio y siguió mirando a aquel hombre. Cuando David iba a decir algo, el sujeto puso los ojos en blanco y cayó al piso, temblando violentamente como si estuviera sufriendo una convulsión. Un hombre que pasaba a su lado con un maletín acudió a ver qué le pasaba, otro también hacía lo mismo y una mujer sacó de su bolso su teléfono celular diciendo que iba a llamar a emergencias. Los hombres trataban de sujetarlo, mientras uno de ellos buscaba en su boca la lengua para sujetarla para que no se la tragara y se ahogara, decía. Debió ser médico o algo parecido, porque sabía lo que hacía. De repente el hombre comenzó a proferir palabras incomprensibles y se sentó en la acera, con un violento empujón lanzó a los que lo sostenían como a tres metros de distancia. Siguió diciendo cosas incomprensibles mientras señalaba hacia el Dodge Charger estacionado a pocos metros de él. De repente se puso los brazos en la cabeza y lanzó un grito de dolor que aterró a los asustados transeúntes y se desplomó de nuevo, inconsciente.
David observó sorprendido todo aquello, y salió del carro para ver cómo estaba aquel sujeto. Los hombres que lo sujetaban se acercaron de nuevo, examinándolo para ver si estaba bien, mientras David se unía a ellos, al igual que unas cuantas personas más que habían visto lo sucedido. Poco a poco el hombre fue recobrando el conocimiento, y cuando estuvo consciente de su realidad comenzó a preguntar dónde estaba y cómo había llegado allí. David volteó hacia el carro y su mirada se encontró con la de Joseph. Sintió una mano en su hombro derecho y cuando volteó a ver quién era se encontró con el doctor Hansen.
―Tenemos que irnos ―le dijo.
Mark y Doris habían llegado al hospital Mercy para interrogar al sobreviviente de la masacre en casa del científico. El médico de guardia les dijo que ya estaba listo para irse, pues la herida del brazo no ameritaba una estadía larga en el hospital. La habitación donde se encontraba estaba custodiada por dos policías uniformados, apostados a ambos lados de la puerta, que entraron junto a ellos. Adentro, el hombre tenía esposado el brazo izquierdo a la cama y el derecho vendado. Miraba el televisor que estaba en la pared de enfrente, y cuando los vio entrar hizo un gesto de fastidio.
―Sí, ya sé que somos una molestia para ustedes los criminales ―le dijo Mark―. Venimos a llevarte a la estación y a una cómoda celda compartida.
Doris puso su mano derecha sobre la funda de su pistola en su cinturón mientras Mark le quitaba las esposas. Los policías de la entrada lo sujetaron y lo escoltaron a la puerta. El hombre no se molestaba en mirarlos ni hablar, hacía todo lo que le decían sin oponer resistencia. Cuando salían del hospital, una mueca de sonrisa se dibujó en sus labios, y Doris se dio cuenta.
―Ya veremos si en la estación sigues tan sonriente ―le dijo.
Afuera, metieron al hombre en la parte de atrás del patrullero de los dos policías y ellos entraron a su auto, un Impala negro. Partieron rumbo a la comisaría. Mark, quién iba al volante, veía de vez en cuando por el espejo retrovisor al patrullero, a escasos metros detrás de ellos. Estaba ansioso por interrogar al detenido.
En la entrada del hospital un hombre vio cuando metían a otro en la parte de atrás de un patrullero y de inmediato tomó su celular y marcó un número.
―Ya lo están trasladando ―dijo―. ¿Qué hacemos?
Escuchó por unos segundos a quién le hablaba.
―De acuerdo ―dijo―. Ya le digo al número dieciséis que proceda.
Cortó la comunicación y de inmediato marcó otro número. A pocas calles de allí, un sujeto barbudo a bordo de un camión mezclador de concreto contestó su celular.
―¿Estás preparado? ―preguntó el del hospital―. Tenemos luz verde.
―Me costó un poco conseguir el camión ―dijo el barbudo―, pero ya estoy listo. Ya me pongo en camino.
Encendió el motor del camión y lo puso en marcha, se dirigió a la salida de la construcción de un edificio donde estaba y cuando se acercaba a la garita de vigilancia ignoró la orden de los guardias de detenerse y pisó el acelerador. Embistió la barra de la entrada y la fuerza del impacto lo arrojó varios metros adelante hacia la calle, golpeando un auto que pasaba y que apenas había esquivado al camión que salía velozmente. El conductor del camión se dirigió a su derecha e inmediatamente en el siguiente cruce giró hacia la izquierda, recorrió varios metros hasta llegar a una intersección y un semáforo, que había cambiado de verde a amarillo. Un auto delante de él se estaba deteniendo ante la inminencia de la luz roja, y volvió a pisar el acelerador. El fuerte impacto hizo que al auto saliera disparado violentamente hacia la izquierda, golpeando a otro que estaba de ese lado detenido en el semáforo. El camión siguió de frente y no bajó la velocidad.
Los policías en el patrullero y Mark y Doris en su auto escucharon por la radio que un camión mezclador de concreto había sido robado de una construcción a cinco calles de donde estaban y había causado un choque en su huida. El despachador solicitaba que las unidades cercanas atendieran el llamado, pero ellos no prestaron mayor atención al mismo ya que estaban en algo que ya les tenía ocupados. Llegaron a un semáforo en rojo y se detuvieron.
―¿Quién querría robarse un camión de concreto? ―preguntó Doris.
Mark sonrió. El semáforo cambió a verde y se pusieron en marcha de nuevo. Cuando Mark iba a decir algo vio de reojo una sombra que se acercaba rápidamente a su izquierda y volteó. Era el camión mezclador, que iba velozmente a su encuentro, pero en el último momento el conductor giró el volante y entonces embistió furiosamente al patrullero que iba detrás de ellos. El camión arrastró al carro unos treinta metros antes de hacerlo volcar y golpear a unos cuantos vehículos que hacían fila en sentido contrario por la luz roja del semáforo. Mark frenó el auto y salió junto a Doris a ver cómo estaban los ocupantes del patrullero, volcado hacia arriba. El camión siguió unos metros más al frente y golpeó a varios vehículos aparcados a su derecha antes de detenerse por completo. En la patrulla, el policía que iba de copiloto trataba de salir a duras penas, pero estaba tan aturdido por el golpe que no podía sin ayuda. Mark comprobó el estado del detenido mientras Doris revisaba al conductor. Ambos estaban inconscientes, habían recibido de lleno el fuerte impacto y tenían las cabezas ensangrentadas. Mark enseguida corrió hacia el camión. Cuando llegaba, el conductor abrió la puerta y salió del mismo cayendo al piso. También estaba aturdido y trató de levantarse torpemente. Por la misma vía por la que había aparecido el camión comenzaron a escucharse las sirenas de varias patrullas. A pesar de todo lo ocurrido, Mark pensaba que aquel infeliz no había causado todo aquel desastre a propósito, sin embargo, y dado el hecho de que el camión había sido robado, lo trataría como un criminal. Sacó su arma.
―¡Quédese en el piso y ponga las manos en la cabeza! ―le ordenó mientras le apuntaba.
El hombre se había puesto de pie tambaleándose aún y lo enfrentó. De la frente le manaba un hilo de sangre que le cubría parte del rostro y la barba. Sonrió burlonamente mientras buscaba con su mano derecha algo en la parte de atrás de su jean.
―¡Las manos arriba! ―gritó Mark―. ¡Y tírese al piso!
El hombre había sacado un revólver cañón corto y cuando iba a apuntarle con él, Mark accionó su arma. Apuntó a una pierna y al brazo armado, un disparo en cada uno. Mark era un buen tirador, por algo había sido el mejor francotirador de su unidad en la armada cuando prestó su servicio militar. El hombre cayó al piso pesadamente. Mark se acercó con cautela, cuando estaba cerca de él, éste levantó el brazo de nuevo y le apuntó temblorosamente, y Mark no tuvo más remedio que volver a disparar. Esta vez el tiro le dio de lleno en el pecho. Había matado al hombre.
―¡Maldición! ―juró por lo bajo, no quería quitarle la vida.
Doris había ayudado a salir al policía que estaba consciente y lo dejó en el suelo, diciéndole que no se levantara y que esperara a los servicios de emergencia. Caminó hacia Mark y se unió a él.
―El conductor está muy mal ―le dijo ella―, pero no puedo decir lo mismo de nuestro detenido. Está muerto.
Mark le miró por unos segundos, luego al hombre barbudo muerto que tenían a sus pies. En su cabeza la idea de que aquel sujeto no había querido embestir al patrullero a propósito comenzó a esfumarse. Ahora pensaba otra cosa.
―No estarás pensando lo que creo que estás pensando ―le dijo Doris.
Mark enfundó su arma.
―Me conoces bien, compañera. No creo que haya sido una casualidad que nuestro amigo aquí haya causado tanto desastre sólo por haberse robado un camión.
Habían rodado apenas unos metros cuando Joseph le dijo a su padre que tenía hambre. El doctor Hansen estaba contento, ya tenía un lugar a donde llegar en Sudamérica, sólo tenían que buscar la forma de salir del país asegurándose de que aquellos hombres satánicos y fanáticos religiosos no los siguieran. Le dijo a David que se detuviera en una cafetería más adelante para desayunar. Cuando entraron estaba casi vacía, se sentaron en una de las mesas al lado de uno de los ventanales cerca de la puerta. Una camarera se les acercó con unas tazas de café, las puso sobre la mesa y se las llenó. Ni siquiera se molestó en preguntarles si querían café.
―¿Y para el caballerito, qué traigo? ―preguntó con una sonrisa refiriéndose a Joseph.
―Jugo de naranjas, por favor ―le dijo Joseph.
―Enseguida. ¿Y para comer? Nuestro cocinero es muy bueno haciendo huevos revueltos con tocino.
Eso estará bien ―dijo el doctor Hansen.
La camarera se retiró. A los pocos minutos traía el jugo de naranjas y lo puso frente a Joseph, le dirigió una amable sonrisa y se retiró de nuevo. David miraba de vez en cuando a Joseph, que estaba entretenido viendo hacia la calle a través de la ventana. El doctor Hansen se dio cuenta de las miradas de David.
―Te preguntas qué pasó allá, ¿no?
David tomó un sorbo de café, asintiendo levemente.
―Con esta es la tercera vez que lo veo haciendo eso ―el doctor Hansen también tomó un sorbo de café―. La primera vez fue con un maestro en su escuela, y la segunda con un vendedor de sistemas de seguridad que fue a nuestra casa a tratar de vendernos uno. Es como si de alguna forma les sacara los demonios que llevan dentro.
David quedó pensativo unos segundos, viendo a Joseph.
―Pero tengo entendido que los demonios hacen de la persona un despojo humano; este sujeto parecía un hombre de negocios exitoso, y me imagino que los que usted vio también parecían normales.
―Créeme que yo también me he sorprendido con lo que he visto ―le dijo Hansen―. Y lo más extraño es que él parece que no está consciente de que hace eso.
―Se veían negros, y este hombre también ―dijo Joseph, apartando la mirada de la calle y mirándole―. Ya te lo he dicho, papá, me asustaba verlos así y solo quería que esas personas dejaran de ser negras. Al igual que la hija de la mujer cananea. Ahora son blancas.
―¿Mujer cananea? ―preguntó Hansen―. ¿Qué mujer es esa, Joseph?
―La que vi en mis sueños. Le decían mujer cananea. Decía que su hija estaba rodeada de muchas cosas negras porque le daba comida a sus perritos, o algo así. Después dijo que se le fueron.
Hansen quedó pensativo. David también pensó por unos segundos, una de sus familias adoptivas era muy religiosa y recordó que les gustaba mucho leer la Biblia e ir a la iglesia los domingos. Recordó la historia de la mujer cananea y un leve estremecimiento recorrió su cuerpo. ¿Cómo era posible que aquel niño mencionara una historia de la Biblia sin siquiera saber de ella? O tal vez no sabía de ella y el doctor Hansen se la enseñó, recordando ese pasaje de la misma. Decía que lo había soñado pero, ¿y si fue una visión? Miró a Joseph y de nuevo sintió una mezcla de emociones que no podía explicar.
―¿Usted le ha hablado de la Biblia? ―le preguntó a Hansen.
Éste negó enfáticamente con la cabeza.
―Soy científico ―le dijo―, la Biblia y yo tenemos nuestras diferencias con respecto al origen del hombre.
―Y sin embargo hizo lo que hizo ―David le miró inquisitivamente.
Hansen se avergonzó en parte; decir que la Biblia está equivocada y clonar a Jesús de Nazaret era como decir que las brujas no existen, pero de que vuelan, vuelan.
―Es un pasaje de la Biblia ―dijo David―. Cuando Jesús llegó a la región de Tiro y Sidón una mujer cananea se le acercó pidiéndole que librara a su hija de los muchos demonios que la atormentaban. Jesús la reprendió por quitarle la comida de la boca y dársela a los perros, o algo así, no recuerdo bien. Lo cierto es que ella demostró mucha fe en ese momento y Jesús le libró a la hija de los demonios en la distancia.
Hansen le miró, atónito, luego a Joseph, quién tomaba un sorbo de su jugo. Luego de tomar, éste le preguntó:
―¿Es malo quitarle lo negro a las personas, papá? No me gusta verlos así.
―Está bien, Joseph ―le dijo Hansen―. Te he dicho que no te preocupes por esas cosas. No has hecho nada malo.
―¿Sabes qué es un demonio? ―le preguntó David.
Joseph negó con la cabeza.
―Es eso negro que ves en las personas.
Joseph pensó unos segundos, viendo el vaso de jugo frente a él y del cual acababa de tomar un trago.
―Entonces es malo. Yo solo deseo que eso negro se vaya de las personas. De alguna forma logro hacer eso, y las pongo blancas.
―Eso es porque eres un ser especial ―le dijo David, luego miró al doctor Hansen, buscando su aprobación.
―¿Especial? ―preguntó Joseph―. ¿Soy especial, papá?
―No creo que entiendas ahora algunas cosas ―dijo éste―. Eres muy pequeño y ya hallaré la forma de explicarte qué es eso especial a lo que se refiere nuestro amigo aquí.
David comprendió que tal vez había hablado de más, ya que estaba claro que Joseph aún era muy pequeño para entender ciertas cosas. Comenzaba a creer que de verdad aquel niño que tenía frente a sí pudiera ser un ser especial, tal vez el mismo Jesús traído de vuelta por aquel hombre sentado a su lado. Por momentos le invadía una sensación extraña de serenidad y paz que hacía tiempo no sentía, a pesar del episodio violento que acababa de pasar en la casa del amigo del doctor Hansen. La sensación molesta que sintió hace algunas horas cuando abandonaron aquella casa se había desvanecido. Veía a Joseph y de inmediato le invadía el sosiego y la tranquilidad. Se sentía bien en su compañía, y pensó que si aquel niño le hacía sentir así, entonces valía la pena defenderlo de quiénes querían verlo muerto precisamente por ser así de especial.
Si, lo defendería a toda costa, al menos hasta que haya abandonado el país.
La mesera se acercó con los platos de comida, y Joseph comenzó a comer animadamente. Lo mismo hicieron David y Hansen. Cuando estaban por terminar, no repararon en los cuatro hombres que habían entrado a la cafetería. Dos se quedaron al lado de la puerta de entrada, y dos se acercaron a ellos. Cuando los sintió al lado fue cuando el doctor Hansen reparó en ellos y levantó la mirada. Uno de ellos le sonreía, parecía de unos cincuenta años, con el cabello largo hasta los hombros y un bigote espeso. El otro estaba un poco rezagado y no sonreía. Llevaba el cabello más corto y con una incipiente barba y bigote. Hansen reconoció al hombre que le sonreía, y palideció de inmediato.
―Veo que te acuerdas de mí, querido amigo ―le dijo, aun sonriendo. David estaba sentado frente a Joseph y Hansen, y el sujeto lo empujó un poco hacia la ventana, haciendo espacio y sentándose a su lado. Miró a Joseph con detenimiento.
―¡Qué hermoso! ―dijo, luego miró de nuevo a Hansen―. Aún estamos muy dolidos por lo que nos hiciste, en especial Karen, que no ha dejado de llorar ni un solo día por su hijo.
Esto último lo dijo dejando de sonreír.
―Mira, Tommy ―dijo Hansen, titubeando un poco―, el niño no sabe nada de todo esto. Podríamos discutir esto tranquilos y en otro sitio.
―A menos que hayas venido a traernos al niño, no creo que tengamos nada que discutir. Viniste a eso, ¿no?
―¿Quién es este sujeto? ―preguntó David al doctor Hansen. El hombre volteó a ver a David y le lanzó una mirada despectiva.
―¿Y quién eres tú? ―preguntó a su vez―. Es mejor que te mantengas fuera de esto. El doctor aquí y yo tenemos asuntos que discutir.
―Es el líder del grupo La Segunda Venida ―contestó Hansen―. Se llama Tommy Sanders. Mira, Tommy, en estos momentos debemos arreglar algunos asuntos, luego podremos discutir esto. Si quieres vamos a tu casa o a la sede del grupo una vez que haya hecho lo que tengo que hacer. ¿De acuerdo?
―¿Me crees estúpido, o qué? ―Tommy levantó la voz, en su mirada había ira―. ¡Hace cuatro años te burlaste de nosotros y te llevaste al niño! ¡Sabías que era nuestro y te lo llevaste, y ahora que está de regreso no dejaremos que se vuelva a ir de nuestras manos!
―Escucha, Tommy, hace un rato dos grupos de locos, uno de ellos llamados Los Bienaventurados, trataron de matarnos, en especial al niño. Si te lo llevas lo encontrarán y lo matarán y los matarán a ustedes también. Nuestra única oportunidad de que siga vivo es que lo saquemos del país cuanto antes.
Hansen vio cómo el rostro de Tommy palideció, sin embargo no se inmutó.
―No creas que vas a engañarnos de nuevo, Hansen ―le dijo, luego miró al niño―. Tú y este imbécil pueden irse a donde quieran, nosotros nos llevaremos al niño. Tenemos grandes planes para él.
Joseph se aferró a Hansen. Estaba asustado. Tommy se levantó de la mesa y trató de agarrar a Joseph, pero sintió la mano izquierda de David en su brazo.
―No dejaré que eso pase ―le dijo. Tommy miró a David y soltó una risita.
―¿Y cómo piensas impedirlo? Somos cuatro, y a menos que el doctor haya aprendido boxeo o algo así, no creo que puedas con nosotros.
―O sea que no están armados ―dijo David―. Mejor todavía.
Dicho eso, se levantó rápidamente, haló a Tommy hacia él y le asestó un puñetazo con la derecha en la nariz, arrojándolo contra su acompañante, quién casi cae de espaldas. Los otros dos sujetos en la puerta corrieron hacia ellos y al primero en llegar David lo golpeó fuertemente en el estómago, cayendo de rodillas con un rictus de dolor en su cara. El segundo le lanzó un golpe pero David lo esquivó, con su mano izquierda le lanzó un gancho al hígado y con la derecha otro al rostro. Cayó de espaldas quejándose del dolor en su costado derecho. El hombre que estaba con Tommy logró sorprenderlo por atrás y lo golpeó con su puño derecho en la espalda baja, donde están los riñones. David volteó y lo enfrentó, el sujeto logró lanzarle otro puñetazo que le dio de lleno en la boca y lo hizo tambalearse, pero enseguida David logró recomponerse y con una patada en la ingle terminó con él. Tommy se recuperaba recostado de una mesa, y Hansen y Joseph observaban todo desde sus asientos. El resto de los pocos comensales y los empleados de la cafetería observaban atónitos todo. David se acercó a Tommy y lo sujetó por la solapa de la camisa, estaba a punto de golpearlo nuevamente cuando éste levantó las manos abiertas.
―¡Espera! ¡Espera! Es obvio que no somos gente de pelea.
―¿Y entonces por qué pelearon? ―preguntó David.
―Teníamos que intentarlo, ¿no? ¡Queremos al niño! ¡Es nuestro y él nos lo robó!
El doctor Hansen se levantó de su silla, con Joseph a su lado.
―¡Quién sabe qué clase de vida le hubiesen dado! ―le dijo Hansen―. ¡Por eso me lo llevé! Además, es un niño, no un Dios. ¡Míralo! Asustado por todo lo que está pasando. ¡Hasta trataron de matarlo hoy! Lo mantuve escondido para no arriesgar su vida, pero al parecer no fue suficiente. ¿Cómo se enteraron de dónde estábamos?
Tommy rió brevemente.
―Tenemos gente donde menos se imagina, doctor. Y si es verdad que trataron de matarlo entonces con más razón debe entregárnoslo. Nosotros lo protegeremos.
Joseph se aferró más al doctor Hansen.
―¿Por qué quieren llevarme, papa? ―preguntó con voz temblorosa, a punto de llorar―. Tengo miedo, no quiero que me separen de ti...
Hansen lo aferró más contra sí.
―Tranquilo, hijo ―le dijo―. Nadie va a apartarte de mí. Nadie.
El doctor Hansen corrió hacia la puerta con Joseph tomado de la mano. David soltó a Tommy y le siguió. Los tres hombres que acompañaban a Tommy se estaban reincorporando poco a poco, aún aturdidos. Éste les reclamó que no hicieran un esfuerzo mayor para quitarle el niño a Hansen, y les ordenó que le siguieran, saliendo también, mientras la camarera les preguntaba quién pagaría la cuenta. Afuera, mientras se dirigían al auto, el doctor Hansen vio desde el otro lado de la calle cómo se detenía otro auto y descendían del mismo cuatro hombres, uno de ellos Thomas, el oscuro visitante de hace varias horas en casa de su amigo. David también los vio y les dijo que entraran rápido al auto, lo cual hicieron. Tommy y sus acompañantes también vieron a los recién llegados y se paralizaron en el acto. Tommy conocía bien a Thomas y sabía de lo que era capaz. El Dodge Charger arrancó violentamente y se incorporó al tráfico. Los cuatro hombres habían sacado sus pistolas pero no les dio tiempo de disparar, por lo que regresaron a su auto y también se pusieron en marcha.
―¡Tenemos que perderlos! ―gritó Hansen a David, quién iba al volante―. ¡Debemos llegar al aeropuerto para salir del país!
David tomó la avenida siguiente a su derecha y trató de llegar de nuevo al puente Williamsburg para tomar la autopista al aeropuerto John F. Kennedy. Afortunadamente el tráfico a esa hora de la mañana era fluido y consiguieron llegar al puente sin mayor contratiempo. David observaba por el espejo retrovisor cómo el vehículo que les seguía se acercaba cada vez más a ellos y pisó el acelerador, sintiendo la potencia del motor del Charger. Adelantó tres autos más y salieron del puente sin fijarse qué vía tomaban. A los pocos minutos encontraron la autopista y la vía al aeropuerto. David aceleró más. El espejo retrovisor de su puerta desapareció violentamente. Les estaban disparando. El parabrisas trasero se agrietó, dejando pasar una bala y haciendo explotar en pedazos también al retrovisor frente a David. Afortunadamente ningún pedazo de vidrio le golpeó en el rostro. El doctor Hansen le gritaba a Joseph que se mantuviera abajo en el asiento y éste comenzó a sollozar, asustado. David ya había pensado en lo que iba a hacer.
―¡Sujétense fuerte! ―les dijo, volteó a ver hacia atrás y una bala le pasó silbando cerca de la cara, traspasando el parabrisas. Vio que el auto de atrás se acercó un poco más y pisó el freno, el Charger trancó las cuatro ruedas dejando un rastro de humo de llanta quemada y marcas en el pavimento. El conductor del otro vehículo no tuvo tiempo de reaccionar y golpeó violentamente al Charger por atrás; el fuerte impacto provocó que las bolsas de aire del volante y el tablero se activaran, quitándole visibilidad al conductor y provocando que éste a su vez frenara violentamente y se saliera de la autopista a la derecha. El auto derrapó en la tierra fuera de control y finalmente se detuvo en dirección contraria al canal por dónde venían. Adentro, Thomas, el conductor y sus dos acompañantes en el asiento trasero estaban aturdidos. Sin embargo, Thomas logró apartar la bolsa de aire y salir a los pocos segundos. Cuando escudriñó la autopista buscando al Charger, éste ya había desaparecido de su vista.
Luego del incidente con el camión de concreto, Mark y Doris se dirigieron nuevamente hacia la casa del científico y buscaron a más vecinos que hayan presenciado el incidente. Una anciana les dijo que había escuchado las detonaciones y de inmediato se asomó a una ventana, y que a los pocos segundos vio que dos hombres y un niño salían de la casa del científico y abordaban un carro, abandonando la escena de forma apresurada.―¿Vio cómo eran esos hombres y el niño? ―le preguntó Doris―. ¿Eran blancos? ¿De color?―Eran blancos todos ―dijo la anciana―. Uno de los hombres era más joven que el otro, y el niño era pequeño, como de unos cuatro o cinco años.―Es buena observadora, y además tiene buena memoria ―le dijo Mark―. ¿Algo más que recuerde?La anciana hizo un gesto de fastidio, parecía que las palabras de a
Una de las balas había alcanzado también el motor y comenzó a fallar. Aún estaban lejos del aeropuerto. David tomó la próxima salida y se encontró de nuevo en los suburbios de Nueva York. El doctor Hansen se veía contrariado, necesitaba salir del país y las cosas se estaban complicando. David estacionó el auto en una calle poco transitada, no tuvo necesidad de apagar el motor ya que éste lo había hecho solo debido a la falla.―Necesitaremos otro auto ―dijo―. ¿No tiene a más nadie que lo ayude?El doctor Hansen pensó un momento.―Podemos ir de nuevo donde los amigos del doctor Moses a ver si ellos tienen uno.―Bien. Debemos irnos. No conozco bien esta ciudad. ¿Estamos cerca?El doctor Hansen echó un vistazo alrededor. Conocía la zona.―Estamos un poco lejos, como a unas siete cuadras.―Entonces debemos apurarnos
La «Brigada Senil», como jocosamente les decía Henry a sus amigos, se habían marchado con aquellos dos tipos en el maletero de un Oldsmobile convertible para darles una lección. Henry y su esposa, Joanna, convencieron a Hansen y a David de quedarse con ellos en su apartamento para que pasaran la noche y continuaran su camino hasta el aeropuerto el día siguiente. A Hansen le preocupaba que quiénes les perseguían también les encontrasen allí, ya que sabían que habían ido hasta el negocio de los ancianos y no tardarían en averiguar dónde vivían para buscarlos allá. Henry les explicó que no habría problemas allí, ya que el apartamento en donde estaban era del esposo de su hija, y se habían ido ya hace unos cinco años para Argentina. Su hogar estaba ubicado en Queens y, aunque vivían allí de manera permanente, esa tarde habí
Al escuchar que llegaba la policía, Thomas, que se había quedado en el asiento trasero del auto, supo que sus hombres no volverían, por lo que se pasó al asiento delantero, encendió el motor y lo puso en marcha, pasando al lado del Impala negro con luces policiales que acababa de llegar. Comenzaba a sentirse realmente frustrado de no poder llegar a Joseph, y eso también lo disgustaba. Hansen hasta ahora había tenido muy buena suerte de poder evadirlo ileso, y buscaría la forma de que eso cambiara. Se dirigió de nuevo a su casa, ya era de noche y necesitaba comunicarse con su Señor, para que pudiera decirle de nuevo dónde estarían al día siguiente. Llegó a los veinte minutos, un poco más rápido que de costumbre, pensó. A pesar de que estaba ubicada en Queens sentía que el sitio era el más conveniente para vivir que cualquier otra localidad. Como norma p
Hansen acostó a Joseph en la cama de Karen teniendo cuidado de no despertarlo. Ella se sentó a su lado y volvió a contemplarlo, luego le quitó los zapatos y lo arropó. Le dio un beso en la frente y otro en la mejilla. Miró a Hansen, se levantó y salió de la habitación. En la sala se sentó en uno de los muebles. David estaba de pie junto a una de las ventanas y escudriñaba los alrededores. Hansen llegó y se sentó también en otro mueble. No había querido quitarse aún la chaqueta de su traje. Karen y él se miraron por largo rato. Karen rompió el silencio.―No debería, pero te agradezco que me hayas devuelto a Joshua. Se ve que lo has cuidado y alimentado bien.―Ahora se llama Joseph ―dijo Hansen―. Y no te lo estoy devolviendo, te estoy ofreciendo la oportunidad de estar de nuevo en su vida, junto a mí.―Soy su madre. Si quiero
Habían escuchado los reportes de que Bin Laden estaba oculto en alguna parte del barrio que ahora patrullaban. Robert estaba al volante del Humvee, David iba de copiloto y en la parte de atrás iban los novatos Miller y Hendricks. Al frente de ellos iban en otro Humvee el sargento Hastings, Romero y Cooper. Se detuvieron en una calle cerrada con un montón de escombros producto del bombardeo previo en la zona. Bajaron de los vehículos y comenzaron a recorrer la calle desierta. También con el rango de sargento, David siempre se ubicaba adelante para guiar a los demás y comandar las acciones. Pasaron junto a los escombros y escucharon un sonido proveniente de la casa a su derecha. Apuntaron todos hacia la casa, David levantó el brazo derecho con el puño cerrado en señal de que se detuvieran, luego les hizo señas para que se separaran en dos direcciones, indicando a los tres a su izquierda que fueran hacia la parte tra
Mark escuchó el sonido y pensó que era el despertador. Lo buscó con su mano derecha y lo encontró, apretó el botón pero el sonido no se detenía. Terminó de despertarse y se dio cuenta que no era el despertador, sino su celular. Lo buscó en la mesita de noche y tras encontrarlo contestó.―Estaré allá en media hora ―dijo al cabo de unos segundos. Luego se levantó y se fue a dar una ducha.Llegó en cuarenta minutos. Doris estaba frente a la casa, junto a Mulligan y a un nutrido grupo de policías. Del otro lado de la calle un numeroso grupo de periodistas trataban de acceder a la escena del crimen, algunos de ellos ofreciendo la noticia en vivo para sus estaciones de televisión y otros tratando de conseguir una entrevista con quién sea que les brinde información más precisa.―¿Ustedes no duermen? ―les preguntó Mark con ca
Thomas llegó a la casa donde se reunía su secta. Estaba realmente contrariado y molesto por volver a fallar en su intento por capturar al doctor Hansen y al niño. Entró rápidamente y se dirigió a una de las habitaciones, que era usada como una especie de oficina, con un escritorio y una silla en el centro, y al fondo de la misma, detrás del escritorio, un mueble grande de madera como un closet que casi llegaba al techo. Fue hasta allí y abrió una de las puertas, sacó una de las varias botellas de whiskey que tenía allí y la abrió, sirvió un poco en un vaso y lo bebió ávidamente. Uno de los pocos gustos que se daba a nivel personal era mantener una pequeña colección de bebidas alcohólicas, en especial whiskey, para satisfacer una adicción que mantenía oculta a los miembros de su secta. Allí guardaba al menos unas diez o doce botella